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Calló y hundió la mirada en su vaso de whisky, pensativo.

– En realidad, no fue eso, sabes -dijo al fin-. No es que las dificultades económicas nos estropearan la relación. Bueno, sí, discutíamos y estábamos mucho más nerviosos, eso desde luego. Pero nos queríamos. Llevábamos cinco años de casados y nos seguíamos queriendo. Hasta que pasó lo que pasó.

Volvió a guardar silencio. Yo tampoco dije nada: las confidencias suelen estar enhebradas con unos hilos narrativos tan finos y fácilmente desgarrables que conviene no tirar demasiado del ovillo.

– Nos salió un contrato con una compañía de variedades, una gira larga por provincias: Bilbao, Zaragoza, Valencia, Barcelona… No era un trabajo lo que se dice maravilloso, sabes. Era una cosa popular, un espectáculo con música y canciones y entremedias unos pequeños números cómicos, y ahí interveníamos tu madre y yo. Pero bueno, era un contrato, nos pagaban y por lo menos podíamos estar los dos juntos. Así que lo cogimos. Y entonces me volví loco.

Mi padre agitó su vaso y el hielo repiqueteó como una campanilla contra el cristal.

– Me volví completamente loco por una mujer. No era amor, Lucía, te lo aseguro. Era mucho más. Era una enfermedad. Desde el primer momento en que la vi, perdí el sentido: ya no podía pensar más que en sus ojos, en sus manos, en sus palabras, en su voz, en su boca. En su cuerpo colosal, maravilloso, que se convirtió en el único lugar del mundo en donde yo sentía algún alivio a mi sufrimiento. Porque sufría de un modo insoportable. A ver si me entiendes, con aquella mujer yo no tuve una aventura, sino una catástrofe. Cuando estaba separado de ella me sentía agonizar y cuando estaba junto a ella deseaba morirme. Todavía no he conseguido entender lo que me sucedió, pero me fui muy lejos, más lejos de mí mismo de lo que nunca he estado. Me convertí en un ser indigno. Hice cosas horribles. Por ejemplo, dejé abandonada a tu madre en Zaragoza, en el miserable cuartucho de una pensión. Sin apenas dinero y sin trabajo. Porque la mujer que me volvió loco era la estrella de la compañía de variedades que nos había contratado.

– Mani t as de Plata - dije; y las palabras se escaparon de mis labios antes de darme cuenta de lo que decía.

Mi padre se quedó estupefacto: -¿Entonces, lo sabías? -tartamudeó al fin.

– No. No, no sé nada -expliqué. Por mi espalda bajó un escalofrío-. No tenía ni idea, papá, ni idea. Ha sido una casualidad. Leí algo hace poco sobre una estrella de los años cuarenta y… De modo que he acertado. Era M a nitas de Plata.

– Sí… - suspiró él-. Amalia Gayo. Una mujer extraordinaria. Un ser de otro planeta. No le guardo rencor, ¿sabes? Creo que el daño me lo hice sobre todo yo mismo. Ella era un catalizador. Y además me hizo sentir la vida como nunca la había sentido. Es lo más fuerte que guardo en la memoria, ¿entiendes lo que quiero decir? Cuando me esté muriendo, que será dentro de nada, estoy seguro de que me acordaré de ella.

Volvimos a guardar silencio durante unos instantes. Al cabo, carraspeé y le dije:

– ¿Y qué pasó con mi madre?

– Manitas de Plata me abandonó a los pocos meses, me echó de su lado; y entonces yo me pasé varios días haciendo barbaridades, la última de las cuales consistió en beberme tres botellas de coñac de una sentada. Desperté en un hospital, y ahí estaba tu madre. La habían llamado a Madrid, porque seguía siendo mi esposa, por supuesto. Y ella había venido. Me cuidó con increíble generosidad durante mi larguísima convalecencia, que duró por lo menos dos años; y no me estoy refiriendo a la salud física, sino a la mental. Y después, cuando consiguió que mis heridas se cerraran, se dedicó a vengarse de lo que le había hecho. Me hizo la vida imposible durante muchos años.

– ¿Que mamá te hizo la vida imposible?

–  Sí, ya sé que ella siempre ha sido la víctima oficial, y seguramente se siente de verdad así, y además a lo mejor hasta tiene razón, porque fui yo el que rompió primero las reglas y el que se comportó de una manera horrible. Pero lo cierto es que me lo hizo pagar. Me trataba despóticamente, empezó a tener amantes…

– ¿Que mamá tuvo amantes?

– Sí, hija, sí. ¡Tampoco es para sorprenderse tanto, Lucía, querida! Esas cosas pasan todo el rato. ¿No eras tan moderna y tan partidaria tú del amor libre? En fin, la vida es así. Probablemente tu madre no lo hizo con mala intención, probablemente quería seguir conmigo y recuperar nuestra historia y ser feliz, pero le envenenaba dentro el dolor que yo le había causado y no pudo contenerse. Total, que después de cierto tiempo yo también empecé a tener amantes, y todo acabó al final como acabó. Cada vez nos tratábamos peor, cada vez había más agravios mutuos, cada vez se deterioraba más la situación.

Así es que, después de todo, mi padre no era un caníbal, sino un tipo normal, lleno de miedos, de debilidades y de errores. Un pobre hombre capaz de perder la cabeza por una mujer y de tirarlo todo por la borda. Me pareció que le veía por primera vez y me compadecí de él. Y en ese instante una pequeña idea empezó a agigantarse dentro de mi cabeza hasta adquirir dimensiones deslumbrantes: si mi padre no era un caníbal, entonces yo tampoco era la Hija del Caníbal.

– ¿Y yo?

– Bueno, tú llegaste al principio del deterioro. En esa época todavía intentábamos arreglar lo nuestro y convertirnos en una familia normal. Pero ya ves que no funcionó.

Lo había visto, en efecto. Había advertido desde muy pequeña que la pareja de mis padres no funcionaba, y ahora descubría, en mi madurez, que mis padres habían existido desde antes de mi nacimiento, y que mi presencia no era la sustancia misma de sus vidas. Aún más, ahora me daba cuenta de que mis padres me habían engendrado no por mí misma, sino con la finalidad de entenderse mejor, de quererse más entre ellos. Qué extraordinaria relación une a los hijos con sus padres: nos apropiamos de ellos, les convertimos en las esquinas inmutables de nuestro universo, en los mitos originarios de nuestra interpretación de la realidad. Y así, cuando pensamos en ellos, siempre les vemos como piezas inamovibles del paisaje, forillos teatrales que adornan el escenario en donde se representa nuestra vida. Quiero decir que nos negamos a reconocer que nuestros padres no son sólo nuestros padres, sino personas independientes de nosotros, seres de carne y hueso con una realidad ajena a la nuestra. Tal vez aquellos hijos que a su vez tienen hijos puedan romper antes la cerrazón filial por la que contemplan a sus padres como meros atributos de sí mismos; pero los hijos que no tenemos hijos, los hijos condenados a vivir en la hijez hasta el mismo final de nuestros días, tendemos a eternizarnos en esa mirada umbilical, en la mentirosa memoria hijocentrista.

Yo he necesitado cumplir cuarenta y un años, y que secuestraran a mi marido, y que luego no lo hubieran secuestrado, y que un muchacho al que doblo la edad dijera que me amaba, y que Félix, sobre todo Félix, me contara su vida, para poder liberar a los padres imaginarios que guardaba como rehenes en mi interior, esos padres unidimensionales y esquemáticos contra los que estrellaba una y otra vez mi propia imagen. Ahora sé que mis padres son personas completas y complejas, inaprensibles. Seres libres a los que ahora puedo imaginar en su vida remota, existiendo felices antes de mi existencia. Y les veo bailando en salas de fiestas rutilantes, ella crujiendo en sedas y cancanes, él oliendo a colonia fresca y brillantina, jóvenes y llenos de vida y de deseo, moviéndose al compás de un son cubano en la pista abierta a las estrellas. Por encima de ellos hay una noche de verano y la oscura silueta de unas palmeras que recortan sus hojas contra el cielo caliente, y en el escenario, entre los chispazos de latón que los focos arrancan de los instrumentos, canta un Compay Segundo que todavía es un hombre joven, el pecho fuerte, los ojos seductores, el hambre de las hembras aún en sus labios: «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré. Por eso yo, cuando te miro y considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir.»

Ahora que he liberado mentalmente a mis padres, yo también me siento más libre. Ahora que les he dejado ser lo que ellos quieran, creo que estoy empezando a ser yo misma. La identidad es una cosa confusa y extraordinaria. ¿Por qué yo soy yo y no otra persona? Yo podría ser María Martina, por ejemplo, la aguerrida juez con nombre de madre universal; o podría ser Toñi, la hija desaparecida de aquel viejo que se estaba muriendo en un hospital. Podría ser la mujer del iraní que compró un coche con mi nombre, o la verdadera amante de aquel Constantino que atormentaba a su mujer con mi presencia. Claro que también podría ser Félix, y encontrarme ya al final de mi vida, con todo a las espaldas y muy poco delante. O incluso podría ser la escritora Rosa Montero, ¿por qué no? Puesto que he mentido tantas veces a lo largo de estas páginas, ¿quién te asegura ahora que yo no sea Rosa Montero y que no me haya inventado la existencia de esta Lucía atolondrada y verborreica, de Félix y de todos los demás? Pero no. Yo no soy guineana, como la novelista, ni he escrito este libro originariamente en bubi y luego lo he autotraducido al castellano. Y además todo lo que acabo de contar lo he vivido realmente, incluso, o sobre todo, mis mentiras. Me parece, en fin, que hoy empiezo a reconocerme en el espejo de mi propio nombre. Se acabaron los juegos en tercera persona: aunque resulte increíble, creo que yo soy yo.

Acabo de escuchar el telediario: han vuelto a abrir con el escándalo de la corrupción. Con la ayuda de los papeles que nos dio el inspector García, la intrépida juez Martina ha metido en la cárcel a dos ministros, dos ex ministros y media docena de altos cargos, además del matón pelirrojo, que fue sacado del armario de mi casa por la Policía Judicial y trasladado directamente a la prisión de Carabanchel, de donde por lo visto se había escapado hace un par de años. El inspector García y Ramón están en paradero desconocido, y del Vendedor de Calabazas nadie ha dicho ni una sola palabra, por supuesto, porque el ingente esfuerzo de la juez Martina no ha hecho más que despejar la punta del iceberg. Pero por fortuna la vida es mucho más que todo eso, la vida es más grande que la miseria ajena e incluso mayor que la miseria propia. La periodista del telediario ha recordado mi intervención en el esclarecimiento del caso:

«En sus investigaciones, la juez Martina contó con la ayuda de Lucía Romero, escritora de libros infantiles y esposa de Iruña, uno de los implicados en la trama. Romero, que ignoraba por completo las actividades de su marido, indagó por su cuenta y consiguió reunir pruebas decisivas. Su buen hacer ha obtenido una recompensa espontánea e inesperada: los cuentos de Patachín el Patito, el personaje más famoso de la autora, se han convertido en un fenomenal éxito de ventas en toda España.»

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