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– Qué mundo tan asqueroso -me quejé un día, presa del desaliento-. Los políticos mienten, los periodistas mienten, los vecinos mienten, todo el mundo se vende y se corrompe, los prohombres de la Patria están implicados en asesinatos y a los Vendedores de Calabazas nadie les toca nunca un pelo y siguen poniendo sus nombres a las calles. Vivimos en el peor momento de la historia.

– Es decepcionante, sí, pero tampoco hay que dramatizar tanto -dijo Félix-. Verás, yo en esto soy un optimista. Ya sabes que los pesimistas creen que las cosas están tan mal que ya no pueden deteriorarse más, mientras que los optimistas pensamos que siempre son susceptibles de empeorar. Pero hablando en serio, la verdad es que creo que todos los humanos tenemos que enfrentarnos a la desilusión; y que en todas las épocas ha habido grandes desengaños colectivos. Mira, por ejemplo, esa novela de Flaubert, La educación sentimental. El protagonista, no recuerdo ahora cómo se llamaba, había participado de muchacho en la revolución de 1848, y de mayor mostraba el mismo desencanto ante sus sueños juveniles que el que pude sentir yo al ver cómo se iba desmoronando el ideal libertario. Y, sin embargo, todos esos sueños, repetidos luego de una forma u otra en cada generación, son necesarios para que el mundo siga adelante. ¿Dices que ahora estamos en el peor momento de la historia? No, no lo creo. Otras utopías se rompieron, como sucedió con la Revolución francesa, por ejemplo, convirtiéndose en espantosos baños de sangre. Como hoy vivimos tiempos acomodaticios y mediocres, las utopías se nos convierten en basurillas, en dinero negro y cuentas en Suiza. Y a lo mejor hasta es preferible que sea así a que te rebanen el cuello en la guillotina.

– Pues a mí todo eso que cuentas me suena muy antiguo -dijo Adrián: porque esta conversación era de cuando todavía formábamos una trinidad y estábamos juntos todo el día-. O sea, que los sueños juveniles son tonterías que luego se te pasan, ¿no? Eso es lo que dice mi padre. Un pensamiento muy aburrido.

– No digo que sean tonterías, antes al contrario. ¿Lo ves cómo no me escuchas? Digo que son esas utopías las que mueven el mundo. Pero sí creo que entre las utopías y la realidad hay una distancia que acaba por imponerse. Crecer es perder y es traicionarse: pierdes a los seres queridos, pierdes la juventud, pierdes tu propia vida y a menudo acabas perdiendo también tus ideales, y ahí es donde empieza la traición a uno mismo. Sólo que hay gente que se traiciona de un modo clamoroso, hasta llegar a la ruindad y la delincuencia, como todos estos mangantes que están saliendo ahora a la luz dentro de la trama de la corrupción, y otros que se las apañan para ir encajando con cierta dignidad las embestidas del mundo real, cediendo tal vez en las pequeñas batallas pero manteniendo una línea de conducta.

– ¿Pero por qué vamos a tener que ceder en las pequeñas batallas? -protestó de nuevo Adrián.

– No es que haya que ceder: es que la pureza no existe. El mundo te tienta, te ciega, te empuja. Y los hombres somos mezquinos, vanidosos, ambiciosos, débiles. Somos en verdad muy poca cosa y la vida está llena de tentaciones. Así es que todos vamos reuniendo nuestro montoncito de porquerías y lo llevamos rodando delante de nosotros como escarabajos peloteros: mentiras que hemos dicho para medrar, sentimientos que hemos fingido para no estar solos, cobardías en las que no nos gusta reconocernos. Pero uno no debe confundir estas escaramuzas con las grandes batallas: hay fronteras morales que si se cruzan te convierten en un miserable, y esas son las traiciones que uno no puede permitirse.

– A ver si lo he entendido: puedo hacer trampas jugando al mus, pero no debo montar una cooperativa sindical de viviendas y fugarme luego a Brasil con el dinero -se burló Adrián.

– Tú ríete. A tu edad probablemente te parezca que el Bien y el Mal son categorías claramente diferenciadas, pero la verdad es que vivimos en un mundo ambiguo y sin perfiles. Y, sin embargo, todos los días tomamos decisiones que tendrán una repercusión práctica y moral en nuestras vidas, de manera que ya puedes prepararte para mantener un código de conducta personal o acabarás como el indeseable de Ramón. Ahora mucho hablar, pero a saber en qué terminará tu vida. No sé por qué te imagino convertido en uno de esos tiburones bancarios que se dedican a desahuciar a las pobres gentes que no pueden pagar las hipotecas de sus casas. Por ejemplo.

– Así que, según tú, crecer es perder y traicionarse -intervine entonces, intentando evitar que se enzarzaran en una de sus habituales discusiones-. No es un panorama muy alentador.

Y entonces Félix dijo algo en lo que quiero creer, algo que me parece que es verdad:

– Pero hay algo que compensa todo eso, y es la sabiduría. Al crecer ganas conocimiento. Es en el único registro de la vida en el que vas mejorando con el tiempo, pero es importante. Hay tanta ignorancia en la inocencia que a menudo me parece un estado indeseable.

Es verdad que el conocimiento puede liberarte. El otro día comí con mi padre. Fuimos a una terraza para disfrutar del tiempo delicioso y desde el primer momento fue un encuentro distinto a cualquier otro. Por lo pronto, le vi mayor: nada más natural, porque ha cumplido ya setenta y ocho años. Pero antes de aquel día ni siquiera había podido imaginar que mi Padre-Caníbal estuviera sujeto a las leyes comunes del envejecimiento. En aquella terraza, sin embargo, descubrí de repente a un hombre casi anciano que no tenía ningún aspecto antropofágico. Al contrario, estaba empeñado en comer sólo unas verduritas, para mantener el tipo y el estómago. Fue un almuerzo divertido y amigable; reímos hasta saltársenos las lágrimas y no discutimos ni una sola vez, a diferencia de lo sucedido en nuestros encuentros anteriores. A los postres, embriagada por la conversación y el vino, se me ocurrió plantearle una pregunta insólita:

– ¿Qué fue lo que falló entre mamá y tú? Mi curiosidad no pareció sorprenderle en absoluto. Escurrió la botella de rioja para servirse un último vaso y suspiró.

– Es una historia larga.

– Tengo tiempo.

– Primero, yo me porté mal, y luego ella se portó mal, y después nos portamos mal los dos, y al final acabamos haciéndonos bastante daño. Pero bueno, si lo que buscas es un culpable, ya lo tienes. Yo fui el primero en fastidiar la cosa. Fui un gilipollas, hija. Y perdóname la palabra.

Pero yo no buscaba culpables. Esta vez, no.

– Lo que quiero saber es lo que pasó. ¿Estuviste alguna vez enamorado de verdad de mamá?

Mi padre enarcó las cejas con fingido escándalo ante la pregunta:

– ¿Enamorado? ¡Muchísimo! Como un auténtico borrego. Éramos los dos muy jóvenes. Y Amanda era preciosa, es que no te la puedes ni imaginar. Irradiaba luz. Era la dama joven más prometedora de la escena española. Hacíamos una pareja estupenda. Cuando anunciamos nuestro compromiso nos pusimos de moda. Empezaron a hacernos entrevistas por todas partes, nos saludaban por la calle, los empresarios se nos rifaban, y ella era tan alegre y tan bonita… Parecía que nos íbamos a comer el mundo, sabes, parecía que la vida era un banquete… En fin. Qué cosas.

Mi padre se teñía el poco pelo que le quedaba, trucos obsoletos de actor viejo. A la despiadada luz del mediodía, sus cabellos ralos mostraban con claridad la línea de flotación de las raíces blancas. Estaría mucho mejor con el pelo de su color natural, pensé, recordando la canosa cabeza de Félix.

– ¿Y qué fue lo que pasó?

– No sé. Escogimos mal. Tuvimos mala suerte. Hicimos dos o tres temporadas muy flojas, las obras que montamos fracasaron, salieron nuevos actores que gustaron más al público y no tuvimos suerte en nuestros intentos de pasar al cine. A lo mejor no éramos lo suficientemente buenos, yo qué sé. O por lo menos yo: tu madre siempre dice que ella era una actriz estupenda y que yo le he desgraciado la carrera. A lo mejor es verdad. Habíamos formado compañía propia al poco de casarnos, cuando las cosas nos iban bien, y las dos o tres temporadas seguidas de fracasos nos dejaron arruinados y entrampados para la eternidad. Tuvimos que coger todo tipo de trabajos, papeles horribles, para salir del hoyo. Eso tampoco ayudó demasiado, me parece.

– Y entonces empezaron los problemas entre vosotros.

– Pues sí, claro, como es lógico. Lo de contigo pan y cebolla es una imbecilidad. Además, ser actor es muy duro. Somos muy vanidosos, eso está claro, pero lo más fastidiado es que tienes que vivir el fracaso ahí, en primera línea. O sea, quiero decir que todo el mundo fracasa, o casi todos, ¿no? La mayoría de la gente no consigue en su vida lo que quiere. Como tú misma, ¿no? Tú siempre quisiste ser una escritora de éxito, y ahí estás, cumpliendo ya una edad y haciendo esos libritos tontos de gallinas.

– Hombre, papá, muchísimas gracias.

– Perdona, hija, pero no te lo tomes a mal. Primero, porque has hecho mucho más que yo, yo sí que no soy nada, y segundo, porque creo que es bueno darse cuenta y digerirlo cuanto antes. Además, lo principal es saber que esto es lo normal; quiero decir que casi todos llegamos a una edad, miramos para atrás y vemos que no hemos conseguido lo que queríamos. Pues nada, esa es la vida. O sea, fracasar es la vida. Pero la gente fracasa en sus hogares, a la chita callando; y lo más jodido es tener que fracasar en un escenario y delante de todo el mundo, lo más jodido de ser actor es que se note tanto lo mal que te va.

– Me estás deprimiendo, papá. Te lo digo en serio.

– Pues no deberías. ¡Soy un actor cómico buenísimo! Tendrías que partirte de risa sólo con mirarme. Levanté el brazo para llamar al camarero.

– Esto hay que celebrarlo -dije.

– ¿El qué?

– Que seamos dos fracasados que se han dado cuenta de su situación. ¡Maravilloso! Se acabó lo de sufrir para triunfar, se acabó lo de tener miedo de que las cosas te vayan mal. A nosotros ya no nos puede ir peor. ¡Qué libertad!,

–  Pues sí, hija, tienes toda la razón. Sobre todo a mí, que voy a estirar la pata dentro de nada. ¡Para mí, un whisky! Y al carajo con la próstata.

Brindamos y bebimos como amigos. Nunca me había sentido tan bien con mi padre.

– Sigue -dije al fin, repantingándome en la silla.

– ¿Que siga qué?

– Que sigas contando. Estábamos en que cuando os empezaron a marchar mal las cosas profesionalmente también comenzasteis a llevaros mal. A todo esto yo no había nacido, ¿no?

– ¡No, no, qué va! Esto fue en los años cuarenta. Tú es que ni siquiera habías asomado por nuestra imaginación.

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