Tras cumplir esta comprobación algo supersticiosa, lo segundo que hizo Lucía fue rebobinar el mensaje y volverlo a escuchar un par de veces. Descubrió entonces que la tía Victoria no decía al principio «Oye», sino «Toñi». Ella, pues, se llamaba Toñi. Ella se llamaba Antonia y tenía un padre agonizando en un hospital.
¿Y ahora qué iba a hacer? Allá tú con tu conciencia, había dicho tía Victoria, y la conciencia de Lucía estaba inquieta. Podía ignorar la llamada, borrar el mensaje y olvidarse de esa tía postiza. Pero la situación le parecía demasiado irrevocable, demasiado desgarradora como para quedarse sin hacer nada. Tenía que localizar a la tal tía Victoria, tenía que explicarle que Toñi, Antonia, no había escuchado todavía el mensaje. ¡Por Dios, pero si era Nochebuena! ¿Es que ni siquiera podía pasar la Nochebuena deprimiéndose masoquistamente en su propia casa sin que la molestaran? Sintió un ataque de autoconmiseración. Sólo a ella le sucedían cosas como esa. Era triste, su vida.
Intentó telefonear al hospital, pero la centralita no respondía a las llamadas. Claro, por supuesto, en una noche de fiesta como esa. Se hizo una tortilla a la francesa, probó dos bocados, telefoneó de nuevo inútilmente. A eso de las doce no pudo resistirlo por más tiempo y decidió ir allá.
La clínica era antigua, destartalada y laberíntica. No había nadie en la puerta, aunque un pequeño transistor vomitando villancicos sobre una mesa daba fe de la presencia de algún vigilante en el edificio. Lucía cogió el primer ascensor que encontró y subió al quinto piso. Pero allí no había habitaciones de pacientes, sino departamentos médicos (Oftalmología, Medicina Nuclear, Litotricia), todos ellos cerrados a cal y canto. Lucía subió y bajó escaleras, recorrió vestíbulos, se asomó a salas de espera fantasmales con horrorosos sillones de eskay rojo. Los pasillos estaban solitarios y en penumbra, únicamente iluminados por una débil luz de emergencia. De cuando en cuando se oía el estallido de alguna carcajada a lo lejos, o unos pasos menudos repiqueteaban en una esquina sin que se viera a nadie. Olía a medicina y las luces de situación rebotaban en los viejos azulejos de las paredes, pintando las sombras de reflejos turbios y anaranjados y confiriendo a los corredores del hospital un aspecto extraordinario y un poco inhumano, como si fueran pasadizos sumergidos bajo el agua o el interior de una nave de marcianos. De pronto, una pareja joven apareció riendo por la escalera: traían un ramo de flores y una botella de champán en una champanera llena de hielo. Saludaron a Lucía desternillados e intentando controlar el tono de voz; comprobaron los números de las puertas, golpearon brevemente en una de ellas e irrumpieron en el cuarto dando gritos festivos. Era la planta de Maternidad.
La habitación 507 pertenecía, en cambio, al departamento de Oncología. Allí el silencio le pareció más espeso a Lucía, el aire más sofocante y más oscuro. Se pasó cinco minutos ante la puerta sin saber qué hacer. Estaba loca, ella estaba loca, ¿qué pintaba allí? ¡Pero si ni siquiera sabía cómo se llamaba el moribundo! Si por lo menos hubiera encontrado a una enfermera, tal vez hubiera podido dejarle una nota explicándole el malentendido. También podía hacer eso, escribir una nota y pasarla por debajo de la puerta. O marcharse sin más, marcharse a su casa ahora mismo y olvidarse de todo. Pero no, una vez en el hospital ya no podía dejar las cosas así: se había acercado demasiado a la situación y había quedado atrapada en su campo gravitatorio. Cogió aire tres veces y golpeó la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Resopló como un ballenato y empujó muy despacio la hoja, que se abrió hacia dentro sin hacer ruido.
La habitación estaba vacía. Esto es, vacía si exceptuamos al enfermo, que ocupaba una de las dos camas. Pero no había ni rastro de la tía Victoria. Lucía entró de puntillas en el cuarto. También se encontraba medio en sombras, alumbrado sólo por la luz de noche, un rectángulo luminoso empotrado en la pared a ras del suelo. La cama vacante estaba perfectamente hecha, con el embozo impecable y sin arrugas. El sillón y la silla que suelen amueblar todos los cuartos de hospital permanecían arrimados a las paredes con esmero, como si nunca hubiera venido nadie a visitar al enfermo. En cuanto a éste, Lucía se acercó de puntillas a observarlo: estaba boca arriba, quieto y tieso, una menudencia anciana y arrugada del color de las pasas de Co-rinto, con tubos por la nariz y por los brazos. Tenía los ojos cerrados y parecía muerto. Lucía se inclinó un poco más. No. No estaba muerto. Su barbilla temblaba, sus manos se movían ligeramente. Y se le escuchaba respirar, un pitido entrecortado y fatigoso. Le estaba contemplando Lucía apenas a dos palmos de distancia cuando el agonizante abrió los ojos. Ella dio un respingo. Los ojos del hombre eran dos pequeños botones opacos y febriles. El enfermo la miró durante un rato.
– Toñi -dijo al fin, con voz débil pero perfectamente audible.
Lucía calló.
– Antonia -volvió a decir el hombre, ahora con más vehemencia.
Y levantó una mano en el aire, temblorosa y ensartada de cables.
– Sí -contestó Lucía. Cogió la mano del viejo entre las suyas. El anciano cerró los ojos:
– No tengo orgullo -musitó. Dos lágrimas resbalaron por sus mustias mejillas.
Lucía le apretó la mano engarabitada por la artritis y acarició el dorso maltratado. No quería hablar para no delatarse. Y además, ¿qué podría haber dicho? ¿Que se sentía más cerca de ese anciano moribundo y anónimo de lo que nunca se había sentido de su padre? Ahora se abrirá la puerta y entrarán el médico o la enfermera, se dijo Lucía con angustia; ahora se abrirá la puerta y llegará la tía Victoria y me preguntará que qué hago aquí, una intrusa, una hija fraudulenta, una impostora. Madrid, al otro lado de la ventana, parecía una ciudad deshabitada. Era una noche fría y líquida, con reflejos de semáforo sobre el asfalto mojado. Aferrada a esa mano terminal como el náufrago que se aferra a un madero, Lucía pensó que tal vez la vida entera no fuera más que una preparación para la salida, de la misma manera que el juego de ajedrez no era más que una preparación para el jaque mate. Y se dijo: cómo será mi hora, quién cogerá mi mano, qué llovizna caerá detrás de qué ventana, qué habré hecho de mi vida para entonces. Pero también pensó: tú te estás muriendo y yo estoy viva. Y sintió un alivio elemental y bárbaro.
Envolvimos el dedo de Ramón en papel de plata y lo guardamos en el congelador: fue una iniciativa de Adrián, una idea asquerosa pero tal vez sensata. Eso sí, mientras estuvo el despojo en la nevera no pudimos poner cubitos de hielo en nuestros vasos, porque me negué a volver a abrir ese provisional sepulcro electrodoméstico. Todo había empezado de nuevo, la espera y la impaciencia, la incertidumbre, el miedo. No salíamos de casa más que lo estrictamente necesario: para comprar leche, el periódico y el pan, o para pasear a la Perra-Foca, y siempre se quedaba alguno de los tres de guardia junto al teléfono. Pero el teléfono callaba, o, lo que era aún peor, sonaba y provocaba graves sobresaltos con llamadas inútiles y tediosas, del inspector García, por ejemplo, o de mi madre, o del Caníbal, o incluso de mi amiga Gloria, que ahora me parecía un ser insoportable y tan lejano a mí como un extraterrestre.
Era notable lo mucho que había cambiado mi percepción de las cosas desde el secuestro de Ramón, como si antes de aquello mi vida no hubiera sido verdaderamente mía sino de otra, de una mujer que se llamaba como yo y que se parecía a mí, pero que de algún modo no era del todo reconocible por mi yo de ahora, por este yo intenso y atípico y un poco alucinado de los últimos días, días que parecían semanas, que parecían meses, que parecían años, como si en realidad toda mi existencia hubiera consistido en esto, en ser la mujer de un secuestrado, en esperar la llamada de los secuestradores, en trasladar de acá para allá doscientos millones de pesetas con olor a pienso para perros. Si al principio de la ordalía me asombraba que Adrián y Félix hubieran podido vivir por sí solos antes de que apareciéramos mi problema y yo, ahora en cambio me resultaba difícil imaginar cómo me las había podido arreglar yo misma para ir tirando en aquella vida pálida y normal previa al desastre.
A ellos, al muchacho y al viejo, la desaparición de Ramón parecía haberles ordenado la vida, dándoles una razón para levantarse por las mañanas, para moverse, para hacer y deshacer. A mí, por el contrario, el secuestro me había desbaratado la existencia. Todo el orden anterior, mi trabajo, las conversaciones telefónicas con mis padres cada dos semanas, la gallina Belinda, las agradables y aburridas cenas con amigos, las discusiones con mi marido y con mi editor, los paseos estrictamente estipulados de la Perra-Foca, la melancolía de todas las tardes a las siete y las angustias de todas las madrugadas a las dos, todo ese orden, ese entramado de existencia previsible, compacta y continua, se había derrumbado como un castillo de naipes.
Con los años, los humanos nos solemos ir achicando por dentro. De las mil posibilidades de ser que tenemos todos, a menudo acabamos imponiendo sólo una: y las demás se petrifican, se marchitan. Los escritores-profetas del sentimiento ñoño le llaman a eso madurar, aclararse las ideas y asumir la edad, pero a mí me parece que es como pudrirse. Ahí están luego esos muertos vivientes: les conozco. Hombres y mujeres cuarentones, tal vez bien situados, incluso triunfantes en su profesión, que de cuando en cuando suspiran y te dicen: «A mí antes me gustaba tanto hacer deporte…» (ahora la sedentariedad les ha convertido en gordos infames), «de joven me encantaba escribir» (ahora no sólo no escriben ni una sílaba, sino que además el único libro que han leído en los últimos cinco años es el manual de instrucciones del vídeo), o bien «no te lo creerás, pero yo antes vivía al día, disfrutaba haciendo cosas imprevistas y me pasé un año recorriendo Europa a dedo» (y, en efecto, resulta difícil de creer, porque ahora el tipo en cuestión es tan vital como una acelga y tan móvil como un champiñón, y ni siquiera se atreve a comprar el periódico en el quiosco sin haberlo reservado antes por teléfono). Todos ellos acarrean en su interior una colección de momias, todos tienen por almario una necrópolis. Cuando Ramón desapareció, yo también tenía el almario un poco enmohecido y las personalidades interiores con telarañas, y probablemente la crisis me ayudó a rescatarlas. La buena noticia es que, si sobrevives, el sufrimiento enseña. La mala noticia es que el verdadero sufrimiento casi siempre mata.