Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Lucía Romero no sabía si el relato de su Padre-Caníbal era auténtico o no, porque había descubierto, ya de mayor, que su propia tendencia a inventarse mentiras y vivirlas como si fueran ciertas era un rasgo heredado de su progenitor. Y digo que lo había descubierto de mayor porque Lucía había creído a pies juntillas al Caníbal durante muchos años. Seducida por el seductor, había obviado sus continuos desplantes, las fugas, las ausencias, la falta de interés, el olvido sistemático de sus cumpleaños y sus alambicadas y fenomenales excusas, sus mentiras tan ramificadas como un árbol viejo. Era posible e incluso probable, pues, que el padre de Lucía nunca hubiera devorado de verdad a ningún muerto; pero ella lo había creído así durante mucho tiempo, y por lo tanto la antropofagia paterna era en gran medida una realidad incontestable, porque todos somos lo que los demás nos creen y como nos miran. Además, Lucía consideraba que este instinto caníbal encerraba una verdad poética con respecto a su progenitor, una metáfora ajustada de su talante. A ella misma, por ejemplo, su padre se la había comido viva durante muchos años; y su madre estaba aún medio masticada y con señales de dientes por el cuerpo.

La madre de Lucía había sido hermosísima, histérica, cobarde. Era mejor actriz que su marido, pero una educación machista, un ambiente retrógrado y su natural debilidad habían hecho que claudicara en sus aspiraciones y que se sometiera a un destino mediocre. No aceptó oportunidades profesionales importantes para no menoscabar a su marido; y aguantó que el Padre-Caníbal anduviera con estas y con aquellas, incluso que desapareciera durante meses con las de más allá, con tal de mantener la unión de la familia. Una familia que, por otra parte, había terminado convirtiéndose en una cárcel para ella:

– No tengas hijos, nena -solía decirle la madre de Lucía a Lucía cuando ésta tenía sólo seis o siete años, mientras le regalaba juegos de química y tiraba sus muñecas a la basura.

– No tengas hijos nunca, cariño: por tenerte yo a ti es por lo que no me he separado de tu padre, y ya ves qué vida me está dando -le repetía años después, cuando Lucía andaba cumpliendo los catorce.

La madre de Lucía resolvía sus muchas frustraciones con ataques de nervios, fenomenales tormentas de chillidos, paroxismos de llanto. Pero después la vida seguía igual, cansina y postergada. Hasta que un día, cumplidos ya los sesenta y pico, en un arranque de valor o hartura inesperado, la mujer hizo sus maletas y se fue a Mallorca. El Caníbal, que a la sazón estaba enamorado de una chica de veinte, no se enteró de la deserción hasta después de unas cuantas semanas, cuando volvió mustio y envejecido, rechazado, barrigón y cercano a los setenta, para encontrarse con la casa vacía. Fue un abandono irreversible: la madre de Lucía no quiso saber más de su marido ni del teatro. En Mallorca se hizo relaciones públicas del mundo de la moda; bebía, bailaba, se pintaba y salía. Llevaba diez años viviendo como una septuagenaria adolescente.

Lucía Romero no quería parecerse a su madre. Tampoco a su Padre-Caníbal, claro está, pero era el fantasma de su madre el que la perseguía, era el destino de su madre lo que la sofocaba, eran las mismas carnes de su madre las que descubría, con horror, en el espejo de los probadores de las tiendas, cuando Lucía se estaba embutiendo unos vaqueros o un traje de verano y de repente atisbaba sin querer su espalda en el azogue y reconocía ahí, qué escalofrío, la misma caída de hombros que su madre, los mismos michelines incipientes que la edad empezaba a amasar en las caderas, la misma estructura, en fin, del envejecer y quizá del ser. Y es que hay un momento en la vida de todas las mujeres en que empiezan a parecerse a sus madres, pero a sus madres mayores, a la decadencia maternal, como si la progenitora, al ir sucumbiendo, desarrollara compensatoriamente una invasión genética de la hija, una posesión casi diabólica de su cuerpo y su espíritu. A Lucía le espantaba este destino, no quería parecerse a su madre de ningún modo, y menos aún teniendo en cuenta que ella, que era hija sin hijas, solamente hija para el jamás de los jamases, nunca podría proyectar su propia imagen sobre los genes de su sucesora, rompiendo así la cadena materna interminable de vampirizadas y vampiras.

– «La tragedia de los hombres es que nunca se parecen a sus padres. Las mujeres, en cambio, siempre se parecen a sus madres: y esa es su tragedia.» Es una frase de Osear Wilde -había dicho un día Adrián, en una de sus abundantes y a menudo irrelevantes citas.

Pero esta cita sí despertaba ecos en la cabeza de Lucía: la frase seguía manteniendo dentro de sí un latido vivo y doloroso aunque las cosas hubieran cambiado mucho desde los tiempos de Wilde hasta nuestra época. No, Lucía no deseaba ser cobarde, como su madre: pero llevaba años y años sin hacer lo que quería hacer y sin vivir como quería vivir. No deseaba frustrar sus ambiciones profesionales, como su madre: pero sólo se atrevía a escribir sobre gallinas. No deseaba prescindir de un amor feliz, como su madre: pero se había acomodado a una rutina plana y miserable con Ramón. De joven, Lucía había sido mucho más inquieta, mucho más atrevida, mucho más ambiciosa. Después, en el trayecto de la vida, de algún modo se le apagó el motor. Hubo una novela que intentó escribir y que fue incapaz de terminar, y el alboroto de unos cuantos amores que fracasaron, y el accidente. En total, nada catastrófico ni verdaderamente insuperable, pero Lucía no había sabido sobreponerse. Aunque tal vez lo que sucedía es que ella era, sin más, una mujer de aliento vital corto. Pensaba en todas estas cosas Lucía al principio de este libro y se sentía fatal.

Quizá resulte conveniente contar aquí algo que ocurrió hace algunos años. Se trata de una anécdota menuda, pero nos puede aportar alguna clave para que todos entendamos mejor a la protagonista de esta historia. Fue poco antes de conocer a Ramón, cuando ella estaba terminando una relación nefasta con un hombre casado. El hombre se llamaba Hans y era un artista conocido, un pintor de moda. Tenía unos ojos negros admirables, de pestañas profundas y ojeras misteriosas; y unas manos fuertes y cuadradas, calientes y secas, con las que amasaba el cuerpo de Lucía con la misma autoridad con que Dios debió de amasar en su momento a Eva. Cruzada sobre la cama, nuestra protagonista se dejaba desnudar con quieta codicia; y Hans, todavía vestido, de rodillas en el embozo, le sujetaba las muñecas por encima de la cabeza con una mano imperativa y dura, mientras que con la otra la recorría entera: el cuello, la garganta, las axilas calientes, los pezones, el borde rizado de las aureolas, el ombligo que Eva no tenía, la curva del vientre, las ingles mordedoras. Aquí se detenía y abría a Lucía con ambas manos, despacio, con dominio del tacto, desplegando la oscuridad marina de ahí abajo, todo eso sin que ninguno de los dos dijera una palabra, él escrutando los recovecos femeninos con mirada atenta de entomólogo o quizá de artista, ella jadeante y casi loca, toda cuerpo ya, gozando de su propia pasividad desaforada. Entonces él (y ya había transcurrido un tiempo infinito a estas alturas, tal vez dos o tres vidas de mortales) comenzaba a desvestirse: se quitaba la camisa, el cinturón, se arrancaba al final los pantalones. Y una vez desnudo, sólido y hermoso, se le metía dentro de un único empellón.

Ya habrá quedado claro, me imagino, que a Lucía le gustaba una barbaridad el susodicho Hans. Le deseaba con todo su cuerpo, que es lo mismo que decir que le amaba con todo su espíritu, porque el sexo es una experiencia mental y espiritual, un barrunto de fusión con el amante, una comunión de las almas realizada por vía genital. Y si carece de esta dimensión trascendente entonces es mal sexo, es sexo rutinario y gimnástico y mortecino, y siempre masturbatorio aunque se juegue a dos.

Lucía nunca pudo llegar a la rutina sexual con Hans, porque su amante la rehuía. Él cada vez se desentendía más de ella y ella cada vez se entendía menos a sí misma. Hans no la quería, la historia se acababa, y Lucía estaba atravesando ese momento de desesperación aguda del final, cuando una pierde la poca dignidad que le queda y telefonea cuando no debe telefonear, y suplica, y llora, y dice frases patéticas que jamás sospechó que pudiera escuchar de sus propios labios. Y, así como al herido todos los golpes le van a parar a la reciente brecha, al enfermo de desamor toda la realidad le aumenta la angustia de la pérdida. De modo que el corazón se le detiene cuando ve un coche semejante al de él; o cuando oye, a través de la televisión de cualquier bar, la canción que escucharon juntos una tarde; o cuando huele, en un peatón casual con el que se cruza (tal vez un gordo horrible con la nariz peluda), la estela inconfundible de la misma colonia que él usaba.

En mitad de ese tormento se encontraba Lucía Romero, precisamente, cuando sucedió lo que quiero contarte. Era Nochebuena y ella estaba sola. Hubiera podido irse a cenar con sus padres, que aún no se habían separado; pero por entonces no les soportaba, de manera que mintió y les dijo que estaría de viaje. Ellos, por otra parte, tampoco mostraron demasiado interés o pesadumbre.

Estaba sola, pues, y era Nochebuena, dos magníficas excusas para aumentar con saña masoquista su depresión de amante rechazada. Estuvo en su casa el día entero esperando el milagro de una llamada de Hans, pero por la noche, a la hora de la cena (ahora no iba a llamar; ahora estaría celebrando la fiesta con su mujer e hijos), sacó a pasear a la Perra-Foca, que por entonces no se había convertido en la Perra-Foca todavía, sino que era una Cachorrita-Linda de apenas unos meses. Al regresar había un recado parpadeando en el contestador. Pero no era de Hans, por supuesto. Decía así:

– Oye, soy tu tía Victoria. Te llamo para decirte que tu padre se está muriendo. Los médicos no creen que pase de esta noche. Está consciente y no hace más que preguntar por ti. Ya sé lo que piensas, pero es tu padre. Está en la clínica de La Concepción, habitación 507. Yo creo que deberías ir. Es tu padre y se muere. No seas descastada. En fin, yo ya he cumplido avisándote. Ahora allá tú con tu conciencia.

Eso decía el mensaje. Bastante inquietante, desde luego, sobre todo si consideramos que Lucía Romero no tenía ninguna tía Victoria. Lo primero que hizo Lucía fue llamar a su familia; cogió el auricular el Padre-Caníbal:

– ¿Lucía? ¡Pero qué raro que llames! ¿Dónde estás?

– En Viena -mintió ella. Y en pocos minutos verificó que el Caníbal gozaba de perfecta salud y que ni él ni su madre la echaban de menos: habían invitado a cenar a unos amigos y se oía un jolgorio formidable.

20
{"b":"81676","o":1}