Pero un día Víctor, Durruti, Ascaso y yo volvíamos en tranvía desde el centro, cuando de repente se me heló la sangre. Justo encima de las cabezas de Ascaso y de Buenaventura, que estaban sentados, había un cartel de Se Busca con sus fotos y sus nombres. La semana anterior una banda había atracado dos bancos en Buenos Aires, y aunque esta vez no habíamos sido nosotros nos habían adjudicado los delitos y estábamos en condición de caza y captura. De modo que nos arrojamos en marcha del tranvía, corrimos hasta la pensión y nos pusimos nuestras mejores ropas, yo un jersey y un pantalón de aplicado escolar y ellos los disfraces de pistoleros, trajes caros; y vestidos de este modo, con las armas debajo del sobaco, sacamos pasajes de primera clase en el primer barco que salía hacia Uruguay. Supongo que aquí debo explicar que, antes de la Segunda Guerra, el mundo era otra cosa. Por entonces había tanta distancia entre la primera clase y las clases segunda y tercera como entre el Sol y la Luna. El mundo se dividía en compartimentos estancos, en realidades tan ajenas las unas de las otras que jamás se mezclaban. Era esa organización rígida y jerárquica lo que los anarquistas intentábamos reventar con nuestras bombas.
En aquel momento de apuro, sin embargo, el clasismo extremo nos ayudó: porque la policía no osó molestar a los exquisitos viajeros de primera y sólo pidió la documentación a los de las clases inferiores. Esta discriminación no era tan estúpida como parece a simple vista; ya digo que la distancia entre los mundos era a la sazón enorme, y resultaba verdaderamente muy difícil que un obrero pudiera confundirse con un señor: por sus modos, sus ropas, su manera de hablar y comportarse; por su físico, hambriento de generaciones en el caso del pobre y lozano y rozagante en el del rico. De manera que la policía suponía que sólo en la tercera clase, o como mucho en la segunda, podrían pasar inadvertidos esos rudos y malencarados bandidos y revolucionarios españoles.
Pero se daba la circunstancia de que algunos de los líderes anarquistas eran más leídos y más refinados que muchos de los grandes burgueses. Por su aspecto y sus modos, Ascaso podía pasar perfectamente por un petimetre desdeñoso; mi hermano Víctor, que en los últimos meses de alimentarse bien había echado envergadura y pecho de hombre, estaba cada día más elegante (con el tiempo se ganaría el apodo de el Figurín), y en cuanto a Jover, ya quedó dicho que era un tipo sobrio y de buena planta. El problema era Durruti. Veréis: Durruti también llevaba un traje caro, pero dentro de él seguía teniendo aspecto de patán. Su pelo era imposible: espeso como el de un gorila, y disparado. Y lo mismo sus manos, esas manazas rústicas, enormes y llenas de callos, o sus andares. Durruti tenía una mirada llena de inteligencia y era capaz de actuar con una sensibilidad y una finura sorprendentes, pero su aspecto era tan rudo como el de un ogro y no tenía ni idea de las normas de urbanidad, que formaban parte de las convenciones sociales que él despreciaba. Por ejemplo, siempre se negó a llevar sombrero porque le parecía una prenda de señoritos, y sólo consintió en ponerse gorra; una obcecación bastante peligrosa en una época en la que la ausencia de sombrero era uno de los signos inequívocos de la baja estofa.
Todo esto estuvo a punto de crearnos un grave problema en aquella ocasión de nuestra huida. El trayecto tan sólo duraba unas pocas horas, pero coincidía con el almuerzo, así es que decidimos acudir al restaurante, como el resto del pasaje de primera, para disimular mejor. Pero ya a la entrada del salón Durruti empezó a equivocarse: no le dio su gorra al botones de la puerta, como hubiera sido lo normal, y cuando el chico corrió detrás de él para pedírsela, Buenaventura se metió la gorra toda arrebuñada en un bolsillo, ante el pasmo de la concurrencia. Un pasmo que no hizo sino aumentar al contemplar los modos gastronómicos de nuestro amigo. Entiéndeme, no es que fuera un cerdo comiendo, pero desde luego tampoco era la reina Victoria: destripaba las naranjas con sus enormes dedos y comía el pan a bocados de la barra. Cada vez llamábamos más la atención y Ascaso se estaba poniendo nerviosísimo: «Nos vamos a delatar, nos está mirando todo el mundo. Tenemos que inventar algo. Podríamos decir que somos artistas», sugirió. Pero Durruti no lo veía claro: «¿Artista yo? ¿Qué quieres, que me ponga a caminar de un modo raro?», dijo. A veces, Durruti era un ser de lo más elemental. Entonces a mí se me ocurrió una idea magnífica. Permitidme que alardee de ello: a fin de cuentas sólo tenía once años; hace tanto tiempo de todo esto que es como si estuviera hablando de otra persona, no de mí. Y esa personita que yo fui propuso: «¿Por qué no os hacéis pasar por pelotaris?»
Y eso dijeron que eran, campeones pelotaris españoles que venían para un torneo; y la coartada era tan buena, y parecía tan apropiada y tan real, que en cuanto que se la soltamos al camarero, y éste, a su vez, al resto de los presentes en la sala, vimos cómo se relajaba el ambiente en torno nuestro, cómo cundían las sonrisas de cortesía de mesa en mesa, cómo el aire se iba volviendo respirable. «Muy bien hecho, Fortuna», dijo Ascaso. Fue la única vez que Ascaso me felicitó, la única vez que utilizó mi apodo.
La situación en América era ya tan peligrosa para nosotros que tuvimos que dividirnos: Ascaso y Durruti se quedaron no recuerdo por dónde, y Jover, Víctor y yo regresamos a México, En México gobernaba con mano dura el general Plutarco Elias Calles. Apenas si quedaban residuos de la revolución de Zapata y Pancho Villa, y los anarquistas estaban en una situación de extrema debilidad y consumidos por las luchas internas. Era un ambiente asfixiante y depresivo; malvivíamos en una choza horrible, una chabola que nos habían prestado y de la cual apenas si se nos permitía salir, para no llamar la atención. Fue un cambio demasiado duro, después de tanta libertad y tanta gloria. Echaba mucho de menos a Durruti y me sentía encendido por los ideales libertarios: nunca volví a estar tan enardecido por la pasión política como entonces. Aunque quizá sí: quizá al principio de la guerra, de nuestra guerra.
Sea como fuere, el caso es que allí estaba yo, a mis once años, como un potro desbocado, totalmente desesperado por la inactividad y la situación. Entonces, para rematar mi desconsuelo, me enteré de algo horrible: la viuda de Ticomán había muerto. Siguiendo nuestra pista, o tal vez a consecuencia de un chivatazo, la policía había tomado la granja en la que estuvimos y se había llevado a la viuda de la gran ceja negra. La mujer murió en las dependencias policiales, unos días después, en circunstancias oficialmente no aclaradas: previsiblemente de las palizas. Recordé aquella última noche en la granja: su olor a carne maternal y blanda, la aspereza de la tela del camisón. Yo no quería llorar porque ya era mayor; no quería llorar porque yo era un Errante, un pistolero revolucionario de la banda de Durruti, aunque todavía no llevara pistola. Pero me ardía tanto el pecho y tenía tan apretada la garganta que tuve que hacer algo. Y así, para no soltar la lágrima, construí una bomba.
Utilicé una lata de carne en conserva, tal y como me había enseñado Buenaventura; y pólvora de casquillos deshechos, y tornillos rotos, y estopa, y un cabo de vela. Me quedó una bomba pequeña pero bastante apañada, o eso pensé yo; la había construido por las noches, cuando no me veían ni Víctor ni Jover.
Una mañana, en fin, salí de la choza muy temprano, antes de que los otros se despertaran. Llevaba el artefacto en el bolsillo del pantalón y la camisa por encima con los faldones sueltos. Cogí la camioneta de extrarradio y me fui a la central de la policía. No sabía en qué comisaría había muerto mi viuda, pero pensé que atacar el cuartel general sería venganza suficiente. En la puerta puse cara de desolación y de inocencia y expliqué que era español e hijo de emigrante; que vivíamos en la miseria en unos galpones a las afueras de la ciudad, y que mi padre había desaparecido cuatro días atrás y yo ya no sabía qué hacer. Se tragaron la milonga como unos benditos, yo creo que confundidos por la falsa ingenuidad de mis ojos azules y mi pelo rubio, y me hicieron pasar a un vestíbulo destartalado y grande con un montón de gente esperando.
Mi plan consistía en arrojar la bomba y aprovechar el revuelo para darme a la fuga; pero había demasiadas personas alrededor, campesinos y ancianas enlutadas y hombres desasosegados embutidos en trajes demasiado estrechos que olían a sudor rancio y naftalina. Tipos inocentes, en fin, que no merecían reventar, y que además probablemente hubieran dado la voz de alarma si me veían manipular el artilugio. Porque yo tenía que sacar la bomba y colocarla en algún sitio idóneo y lo suficientemente cerca del objetivo, ya que era un explosivo poco potente; y por añadidura había que encender la mecha con el chisquero y evitar que alguien la apagara en los segundos que necesitaba de combustión. En mi imprevisión y mi estupidez, yo había creído que, una vez dentro del edificio, podría moverme más o menos libremente y a mi antojo. Pero no, no era así. Ser un terrorista no era tarea fácil, ahora me daba cuenta; y pasaban los minutos, y corría el peligro de ser llamado por el burócrata de turno para solventar mi situación, y a lo peor mi mentira iba a terminar poniendo en riesgo a toda la banda. Empecé a sudar de pánico y de angustia. Fue extraordinario, porque después he pasado en mi vida por muchos momentos de desesperación y de agudo miedo, pero nunca volví a sudar como en aquel instante. Estaba sentado en el filo de una banqueta y mis manos goteaban como fuentes y formaban dos charquitos en el suelo; me agarré las rodillas para disimular y empapé en un segundo los pantalones.
Entonces se me ocurrió una idea salvadora: irme a los retretes. El conserje me indicó un pasillo al final del vestíbulo y hacia allá me dirigí, con las piernas temblando. El pasillo desembocaba en una habitación apestosa, grande y destartalada, con unas cuantas letrinas adosadas al muro y unas puertas medio rotas y sin cerrojo que apenas si tapaban al ocupante. Los hombres entraban y salían del lugar: visitantes civiles, pero también policías de uniforme. Me metí en uno de los cubículos y cerré la puerta, sujetándola con la mano por el borde inferior de la hoja. A mi izquierda había un muro, pero a mi derecha había otro retrete; por debajo del sucio panel separador, que no llegaba al suelo, yo podía ver el agujero de la letrina y los pies y los pantalones bajados del usuario. Estuve un rato en el cuartito, atufado por la peste reinante y viendo pasar alpargatas y zapatos agrietados, hasta que al fin entraron un par de botas de reglamento. Era un policía, de eso no cabía la menor duda: al momento vi caer el pantalón del uniforme. Todas las letrinas tenían, al fondo del cubículo, medio bidón roñoso para los papeles sucios; yo había pensado colocar mi bomba ahí detrás, de manera que pasara inadvertida. Así es que aguanté la respiración, intenté no temblar y encendí la mecha con el chisquero, mientras el vecino gruñía y refunfuñaba dedicado a lo suyo. Y la mecha prendió y se puso a arder silenciosa y constante, como las mechas de las bombas de los chistes, o mejor aún, como las de las bombas de verdad. Alargué la mano con mucho cuidado y coloqué el explosivo detrás del bidón, en el rincón más cercano a la pared, a dos palmos del culo del sujeto. No le había visto ni siquiera la cara, pero yo era tan bestia por entonces que me regocijaba la idea de reventarle.