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– Tonterías. Si hubiera querido robar la maleta en la tienda, ¿por qué esperar hasta que el secuestrador y tú la tuvierais agarrada? Y si pertenece, como dices, a Orgullo Obrero, ¿para qué le iba a arrebatar el rescate a su compañero? Piensa un poco: si Adrián quería llevarse los millones, pudo cogerlos cien veces antes, en casa, de una manera más discreta y más cómoda. Por ejemplo, pudo drogarnos y dormirnos. Pudo sacar copia de la llave de la puerta y entrar por la noche. O simplemente pudo aprovechar algún descuido nuestro. En realidad, era fácil. No, yo creo que esta tarde Adrián ha salido corriendo porque es un chico muy nervioso. Cuando dijiste que había que abortar la operación, se le disparó la cabeza. Hizo lo primero que pensó, y lo hizo incluso antes de acabar de pensarlo. Adrián es un tocino, o sea, un novato. Pero, en fin, tampoco lo ha hecho tan mal. Ahora ya nunca podremos saber si el secuestrador se las habría apañado para llevarse la maleta, pero es probable que el inspector García hubiera interrumpido la entrega. Así es que la intervención de Adrián puede haber sido providencial.

Las palabras de Félix me tranquilizaron considerablemente, pero no por completo. Porque había visto las miradas de todos cuando sacamos el dinero del saco de pienso: la expresión de increíble avidez con que Adrián y Félix contemplaron el montón de fajos alineados. Y el fascinado Adrián llegó incluso a exclamar:

– ¡Qué espectáculo!

Pongamos que Adrián fuera un buen chico. Pongamos que nunca hubiera pensado con anterioridad en robar nada a nadie. Pero pongamos también que fuera un tipo lo suficientemente débil. Que no hubiera podido soportar el deslumbramiento de la tentación; esto es, que la visión material del dinero le hubiese emborrachado hasta el punto de salir al galope con la maleta. La vida es justamente eso, un camino azaroso entre tentaciones; y la probidad no depende únicamente de la virtud de cada cual, sino también, y en cierta medida, de la suerte. De cómo, cuándo y dónde te han tentado. Tengo para mí que en el mundo hay una minoría irremediable de malvados, gente dura, cruel y desfachatada que vive instalada en la perfidia; y también una sólida minoría de personas honestas y maduras, capaces de mantener la dignidad hasta en el peor de los momentos. Y entre estos dos extremos se extienden los demás, la masa viva, criaturas bien intencionadas pero débiles; seres normales, esto es, dubitativos y confusos, que serán buenos si el entorno es favorable, y malos si el medio en el que viven se pervierte. En esa pulsión entre lo mejor y lo peor que somos vamos construyendo o tal vez destruyendo nuestro camino.

Pues bien, quizá 200 millones de pesetas en billetes supusieran una tentación demasiado abrupta, demasiado grosera. Quizá el joven Adrián no pudiera o no supiera resistirse ante tanta opulencia. Esto es lo que yo pensaba aquella noche; pero no compartí con Félix mis últimos temores, porque, bien mirado, también él podría ser material ético fungible, también él podría sucumbir a la ambición. A fin de cuentas, ¿no había sido Félix en el pasado un ladrón de bancos, un atracador y un bandolero? Él mismo lo había contado, con todo detalle, en aquellos primeros días de enero, mientras esperábamos la llamada de los secuestradores y comíamos naranjas escuchando el relato de su vida.

De México nos fuimos a Santiago de Chile -había seguido relatando Félix Roble-. Entonces el mundo era mucho más grande de lo que ahora es. Para ir desde México hasta Chile se tardaban semanas, sobre todo si tenías que viajar con papeles falsos. Cogimos trenes, barcos, coches. A veces nos alojábamos en hoteles de lujo y en otras ocasiones dormitábamos en pensiones inmundas. Dábamos, permíteme el plural aunque yo era un mico, dábamos la mitad del dinero que robábamos a las organizaciones anarquistas locales, para que hicieran escuelas y socorrieran viudas y compraran libros, y los compañeros de ultramar nos consideraban unos dioses. Yo me miraba en los espejos y me decía: «Atento, Félix, no te pierdas ni ripio: perteneces a la banda de Durruti, estás en América, este es el mejor momento de tu vida.» En realidad, a mí no me llevaban a los golpes: asaltaron el Club Hípico de Chile y luego un cajero de los ferrocarriles, y yo me quedé en casa, cocinando. Me tenían de pinche y de criada. Pero era cierto que convivía con la banda de Durruti, y que mi destino estaba unido al de ellos, y que en cualquier momento podía llegar la policía y dejarnos secos. El peligro era para mí un incentivo, el mayor d-vertimento de todo aquello. Los adolescentes comprenden tan dificultosamente lo que es el morir que suelen tomar su propia muerte como un atributo de la vida, como si fuera algo que uno pudiera hacer y luego explicar animadamente a los amigos: «¡Imaginaos, fue todo tan emocionante y tan peligroso que incluso me mataron!» Fueron unos meses maravillosos.

Un día, el 16 de julio de 1925, en pleno invierno, planearon cometer una acción muy importante. Iban a asaltar un banco, la sucursal Matadero del Banco de Chile. Yo estaba fastidiado porque me dejaban siempre en casa; haciéndome el distraído y aguzando la oreja había conseguido enterarme de los pormenores del atraco, y decidí no perderme esa magna ocasión. Fui a Matadero en un tranvía y me quedé remoloneando por los alrededores del banco. Al poco llegó un taxi grande, un Hudson, que ellos habían asaltado a punta de pistola, obligando al taxista a que los trasladara: ya habían utilizado este método en otras ocasiones. Víctor se quedó con el conductor para impedir su huida, mientras Jover, Ascaso y Durruti entraban en la sucursal. No permanecieron dentro mucho tiempo: se escucharon disparos, gritos, un ruido de cristales al romperse. No pude resistir la tensión y salí como un autómata de detrás del árbol en el que me escondía; pero antes de que pudiera llegar a la altura del taxi aparecieron los tres en la puerta del banco a la carrera, con las pistolas en las manos y las caras embozadas en pañuelos. La calle estaba bastante concurrida, pero todos los peatones se quedaron quietos, congelados, contemplando la escena sin hacer nada. Y lo más grande es que entonces el coche falló, o a lo mejor fue cosa del taxista, que estaba nerviosísimo y no atinaba; el caso es que el Hudson no arrancaba, fue una escena increíble, Durruti y Ascaso sacando la cabeza y las Browning por las ventanillas y gritando: «¡Adelante, adelante, vamos, vamos!», y aquello que no se movía ni un centímetro. Mientras tanto, también dentro del banco arreciaban los gritos de «¡ayuda, ayuda, al ladrón!»; y al poco aparecieron en la puerta dos empleados llamando a voces a la policía, pero cuando vieron que los atracadores aún no se habían ido se callaron de golpe. Durruti y Jover se bajaron del coche y empezaron a empujarlo. Era un automóvil de los de antes, enorme y tan pesado como un tanque. Victor siguió apuntando al conductor y Ascaso vigilaba la concurrencia, que para entonces había formado ya un corro amplio y atento, todos los vecinos muy entretenidos viendo cómo un par de pistoleros enmascarados se dejaban los riñones empujando ese monstruo. Yo no pude resistirlo y me arrimé a ellos, añadiendo mis escasas fuerzas al empellón. «¿Qué haces aquí?», rugió Buenaventura cuando me vio; pero no le dio tiempo a decir más porque mi incorporación al grupo animó insospechadamente a los mirones. Tres o cuatro hombres que estaban en el corro se sumaron al envite, y entre todos consiguieron darle al Hudson el suficiente impulso. Arrancó el motor y Buenaventura me metió en el taxi agarrándome con su manaza por el cogote, como quien agarra a un conejo. A lo lejos se escuchaban ya las sirenas de la policía. Pero los despistamos.

Por la noche hubo reunión de análisis. Mi hermano Víctor fue reconvenido por permitir que el conductor apagara el motor, y yo recibí una buena bronca por haberlos seguido. Pero en el fondo estaban tan contentos que enseguida se les pasó el enfado. Habían conseguido 30.000 pesos de botín; aquel fue el primer asalto a un banco de la historia de Chile. «Después de todo -dijo Durruti-, tenemos que agradecerle a Félix que haya venido detrás nuestro. Si no llega a ser por él, los demás no se animan a empujarnos. ¿Lo ves, Paco? Este chico nos da suerte. Desde que está él todo nos sale bien. Es nuestra mascota.»

A partir de entonces Buenaventura empezó a llamarme Fortuna, y con ese nombre me quedé; y además se me permitió una mayor participación en la vida del grupo. Siguieron dejándome en casa cuando los atracos, por supuesto, pero empezaron a adjudicarme algunas tareas menores. Por ejemplo, yo fui el encargado de ir a llevarle dinero a la esposa del taxista. El Hudson había sido localizado por la policía y el conductor detenido. No quisieron creer que el pobre hombre era inocente y le metieron un montón de meses en la cárcel, además de darle unas cuantas palizas y de arrancarle los dientes para que hablara. No recuerdo su nombre, pero sí el de su esposa: Engracia. Era una mujer delgadísima de la cintura para arriba, con el pecho hundido y los huesos frágiles; pero de cintura para abajo engrosaba extraordinariamente, lo que le daba cierto aire de centauro. Durruti pensó que un niño como yo no llamaría la atención, de manera que fui a verla de parte de los Errantes y le llevé 2.000 pesos. «Tengo unos amigos que son amigos de su marido», le dije. «Esto es por los inconvenientes.» Me había aprendido las palabras de memoria. Ella no decía nada, sólo me miraba y lloraba como una Magdalena. «Por los inconvenientes», repetí, empujando el dinero hacia la señora. Yo creía que la mujer del taxista se iba a volver loca de contenta con los 2.000 pesos, que eran una fortuna; creí que me iba a mirar con agradecimiento, adoración y asombro. Pero no, nada de eso: de haber algo en sus ojos, además de una increíble cantidad de lágrimas, era rabia y desprecio. «Ninguno de los amigos de mi marido tiene tanta plata», dijo al fin con voz ronca. «Así que esto tiene que ser de un enemigo.» No quise saber más; dejé los billetes sobre la mesita y me marché. Pero me fui muy inquieto, muy revuelto por dentro. Todavía me parece estar viéndola, ese torso tan chiquito y delicado posado como un pájaro sobre las nalgas opulentas. Fue el único punto oscuro de aquellos meses formidables.

Después de dar dos o tres golpes más en Chile nos fuimos a Buenos Aires. Allí nos instalamos en una pensión limpia y decente, porque Durruti quería «salir a flote», que era como él llamaba a pasarse una temporada sin delinquir y viviendo más o menos legalmente, para despistar así a nuestros perseguidores. Porque para entonces todas las policías de los países hispanos estaban siguiendo el rastro de un grupo de bandidos y revolucionarios españoles. De modo que en Buenos Aires Ascaso se contrató de cocinero en un hotel, Jover de ebanista, mi hermano de chico de los recados en un colmado y Durruti, que era un toro, de estibador en el puerto. En cuanto a mí, me mandaron al colegio sin contemplaciones, y no tuve más remedio que aplicarme porque Víctor me tomaba las lecciones los domingos. Así estuvimos un par de meses, como si fuéramos una familia normal, sólo que no había mujeres y que teníamos las pistolas cosidas dentro de los colchones.

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