A grito pelado, como un tubo de órgano profano, el cuello del avestruz proclama a los cuatro vientos la desnudez radical de la carne ataviada. (Carente de espíritu a más no poder, emprende luego con todo su cuerpo una serie de variaciones procaces sobre el tema del pudor y la desvergüenza.)
Más que pollo, polluelo gigantesco entre pañales. El mejor ejemplo sin duda para la falda más corta y el escote más bajo. Aunque siempre está a medio vestir, el avestruz prodiga sus harapos a toda gala superflua, y ha pasado de moda sólo en apariencia. Si sus plumas "ya no se llevan", las damas elegantes visten de buena gana su inopia con virtudes y perifollos de avestruz: el ave que se engalana pero que siempre deja la íntima fealdad al descubierto. Llegado el caso, si no esconden la cabeza, cierran por lo menos los ojos "a lo que venga". Con sin igual desparpajo lucen su liviandad de criterio y engullen cuanto se les ofrece a la vista, entregando el consumo al azar de una buena conciencia digestiva.
Destartalado, sensual y arrogante, el avestruz representa el mejor fracaso del garbo, moviéndose siempre con descaro, en una apetitosa danza macabra. No puede extrañarnos entonces que los expertos jueces del Santo Oficio idearan el pasatiempo o vejamen de emplumar mujeres indecentes para sacarlas desnudas a la plaza.