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– Se llama reserva inglesa -explicó Catherine-. No se nos permite mostrar nuestras emociones ni siquiera cuando estamos a un tris de morir atropellados durante el oscurecimiento.

– ¿Cuándo se les permite mostrar sus emociones? -dijo Jordan, aún con la vista perdida.

– A ti también podían haberte matado esta noche, Peter-dijo- ¿Por qué lo hiciste?

– Porque cuando vi que aquel condenado idiota iba derecho a ti me di cuenta de una cosa. Comprendí que estaba completa, desesperada, locamente enamorado de ti. Lo he estado desde el preciso instante en que irrumpiste en mi vida. Jamás pensé que alguien pudiera hacerme feliz otra vez. Pero tú lo has hecho, Catherine. Y me aterra la posibilidad de perder otra vez esa dicha.

– Peter -murmuró ella dulcemente.

Jordan estaba de espaldas a ella. Catherine levantó los brazos, cogió por los hombros y tiró de él hacia abajo, pero el cuerpo de Peter se había puesto rígido.

– Siempre me he preguntado dónde estaba yo en el preciso instante en que ella murió. Sé que parece morboso, pero eso me ha obsesionado durante mucho tiempo. Porque no estuve allí con ella. Porque mi esposa murió sola en una autopista de Long Island durante un temporal. Siempre me he preguntado si no hubo algo que yo pudiera haber hecho. Y mientras estaba ahí esta noche vi que se repetía la misma circunstancia. Pero esta vez podía hacer algo…, algo para evitar la tragedia. Así que lo hice.

– Gracias, muchas gracias por salvarme la vida, Peter Jordan.

– Créeme, los motivos fueron puramente egoístas. He tenido que esperar mucho tiempo para encontrarte, Catherine Blake, y por nada del mundo quiero vivir sin ti.

– ¿Lo dices de verdad?

– Con el corazón en la mano.

Catherine alargó de nuevo los brazos hacia él y en esa ocasión Jordan respondió. Ella le besó una y otra vez.

– ¡Dios, no sabes cuánto te quiero, Peter!

Le sorprendió la facilidad con que la mentira brotó de sus labios. De súbito, Peter la deseó ardientemente. Tendida de espaldas, Catherine separó los muslos y, cuando él la penetró, levantó el cuerpo contra el de él. Arqueó la espalda y notó que Peter se hundía en ella profundamente. Sucedió de un modo tan repentino que le arrancó un jadeo. Cuando todo hubo acabado, Catherine se encontró riendo tontamente.

Jordan apoyó la cabeza en sus pechos.

– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

– Sólo que me has hecho muy feliz. Peter… ¡No sabes lo feliz que soy!

Alfred Vicary mantuvo una inquieta vigilia en St. James Street. A las nueve bajó la escalera y se dirigió a la cantina en busca de algo de comer. La minuta era tan atroz como de costumbre: sopa de patatas y pescado blanco hervido al vapor que sabía como si llegase directamente del río. Pero Vicary se encontró con que tenía un hambre de lobo, hasta el punto de que tomó una segunda ración. Otro funcionario, un antiguo abogado que parecía arrastrar una resaca crónica, propuso a Vicary, jugar una partida de ajedrez. Vicary jugó mal, sin entusiasmo, pero se las arregló para rematar la partida con una serie de movimientos un tanto brillantes. Confió en que eso fuera un símbolo premonitorio del giro que iba a tomar el caso.

Grace Clarendon se cruzó con él en la escalera. Apretaba contra el pecho una brazada de expedientes, como una estudiante lleva los libros. Lanzó a Vicary una mirada malévola y siguió estruendosamente escaleras abajo hacia la mazmorra del Registro.

De regreso a su despacho, Vicary intentó trabajar -la red Becker reclamaba su atención-, pero no estaba por la labor. «¿Por qué no nos contaste todo eso antes?»

«Se lo dije a Boothby.»

Harry dio el parte por primera vez: nada.

Necesitaba dormir una hora. El repiqueteo de los teletipos del cuarto contiguo, en otro tiempo tan tranquilizador, sonaba ahora como un fragor de martillos neumáticos. Su pequeño catre de campaña, antes liberación del insomnio, se había convertido en emblema de todo lo que iba mal en su vida. Durante treinta minutos anduvo de un lado a otro del despacho, golpeando con los puños la pared de un extremo y luego la del otro, no sin hacer un alto de vez en cuando en el centro de la estancia. La señora Blanchard, supervisora de las mecanógrafas del turno de noche, asomó la cabeza por la puerta, alarmada por el ruido. Sirvió a Vicary un enorme vaso de whisky, le ordenó que lo bebiera y volvió a colocar el camastro en su lugar de costumbre.

Volvió a llamar Harry: nada.

Vicary descolgó el teléfono y marcó el número de Helen. Una fastidiada voz masculina respondió. «¡Diga! ¡Diga! Maldita sea, ¿quién es?» En silencio, Vicary dejó de nuevo el auricular en su horquilla.

Harry dio el parte por tercera vez: nada.

Descorazonado, Vicary redactó una carta de dimisión. «¿Ha leído alguna vez el expediente de Vogel?»

«No.»

Vicary rompió la carta y lanzó los pedazos a la bolsa destinada al quemador. Se echó en el catre, con la luz de la lámpara reluciendo sobre su rostro, mientras contemplaba el techo.

Se preguntó por qué aquella mujer se había mezclado con los Pope. ¿Operaban en complicidad con ella, complicados en el espionaje lo mismo que en el estraperlo y en el chantaje de la protección? Improbable, pensó. Quizá recurrió a ellos en demanda de algún servicio que pudieran prestarle: gasolina del mercado negro, armas, hombres para llevar a cabo una operación de vigilancia. Vicary no podría estar seguro de nada de eso hasta que aprehendiera, e interrogara a Robert Pope. E incluso entonces sus intenciones consistían en poner bajo el microscopio la operación de Pope. Si veía algo que no le gustase los acusaría a todos de espiar a favor de Alemania y los metería en la cárcel para una larga temporada. En cuanto a Rose Morely, ¿qué? ¿Cabía la posibilidad de que todo el asunto fuese una terrible coincidencia? ¿De que Rose hubiera roconocido a Anna Steiner y lo hubiera pagado con la vida? Muy posible, pensó Vicary. Pero se pondría en lo peor: que en realidad Rose Morely fuese también un agente. Vicary investigaría a fondo el pasado de la mujer, antes de cerrar el libro de su asesinato.

Consultó su reloj de pulsera: la una de la mañana. Cogió el teléfono y marcó el número una vez más. En esa ocasión fue la voz de Helen la que sonó en el otro extremo de la línea. Era la primera vez que la oía, en veinticinco años.

«¡Dígame! Dígame! ¿Quién es, por favor? -Vicary deseaba hablar, pero no le era posible-. ¡Ah, váyase al infierno!» Y se cortó la comunicación.

Catherine dio la vuelta a la llave de la puerta del estudio, entró y cerró silenciosamente tras de sí. Encendió la lámpara del escritorio. Sacó del bolso la cámara y la Mauser. Con cuidado, dejó la pistola encima de la mesa, con la culata hacia ella, para poder empuñarla y ponerla en posición de disparo rápidamente, caso de ser necesario. Se arrodilló delante de la caja fuerte y dio vueltas en un sentido y en otro al tambor de la combinación. Accionó el pestillo y la puerta se abrió. Dentro estaba la cartera de mano: cerrada. La abrió con su propia llave y miró dentro.

Un libro de tapas negras con las palabras alto secreto – sólo bigas en la cubierta.

Notó que el corazón se le aceleraba.

Catherine llevó el libro a la mesa, lo puso encima y tomó una foto de la cubierta.

Luego lo abrió y leyó la primera página:

proyecto fénix

1. descripción del diseño

2. programa de construcción

3. desarrollo

Catherine pensó: «¡Dios mío, realmente lo he conseguido!». Fotografió aquella página y pasó a la siguiente.

Página tras página de planos, las fue fotografiando todas.

Una llevaba el encabezamiento de requisitos de equipo; la fotografió.

Otra se titulaba necesidades de remolque; la fotografió.

Acabó el rollo de película. Lo sacó y cargó de nuevo la cámara. Fotografió dos páginas más.

Oyó entonces ruido en el piso de arriba. Jordan, que se bajaba de la cama.

Pasó otra página y la fotografió.

Catherine le oyó andar por la habitación.

Pasó otra página y la fotografió.

Oyó el rumor del agua corriente en el cuarto de baño.

Fotografió dos páginas más. Se daba perfecta cuenta de que nunca volvería a tener acceso a aquel documento. Si verdaderamente contenía el secreto de la invasión, ella debía seguir trabajando. Mientras tomaba las fotos pensaba en lo que haría en el caso de que Peter se le acercase. Matarle con la Mauser. Gracias al silenciador, nadie lo oiría. Podría concluir de fotografiar los documentos, abandonar la casa, ir a Hampton Sands, buscar a Neumann, avisar al submarino. «Sigue dándole a la cámara…» ¿Y qué ocurriría cuando el contraespionaje de la JSFEA encontrara el cadáver de un oficial que conocía el secreto de la invasión? Desencadenarían una investigación de inmediato. Descubrirían que había estado con una mujer. Buscarían a esa mujer y, al no localizarla, llegarían a la conclusión de que era una agente. Colegirían que había fotografiado los documentos de la caja de caudales; que el secreto de la invasión estaba comprometido. Pensó: «No bajes aquí, Peter Jordan. Por tu bien y por el mío».

Oyó el ruido del agua de la cisterna al tirar Jordan de la cadena.

Sólo unas pocas páginas más. Las retrató rápidamente.;Asunto concluido! Cerró el libro, lo devolvió al interior de la cartera y colocó ésta de nuevo en la caja de caudales. Cerró la puerta silenciosamente e hizo girar el cilindro de la combinación. Recogió la Mauser, puso el cursor en posición de disparo y apagó la luz. Abrió la puerta y se deslizó al vestíbulo. Jordan seguía en el piso de arriba.

«¡Piensa de prisa, Catherine!»

Recorrió el pasillo y empujó la puerta del salón. Puso la Mauser dentro del bolso y dejó éste en el suelo. Encendió la luz y se llegó alcarrito de las bebidas. «Tranquilízate. Respira hondo.» Cogió una copa y estaba echando coñac en ella en el momento en que entró Peter Jordan.

Harry Dalton esperaba fuera del almacén de los Pope en una furgoneta del departamento de vigilancia. Le acompañaban dos hombres, el sargento detective Meadows, de la Policía Metropolitana, y un vigilante llamado Clive Roach. Harry ocupaba el asientodel pasajero, Roach iba al volante. Meadows disfrutaba de unos minutos de sueño en el asiento posterior.

Alboreaba. Había sido una noche horrendamente aburrida. Harry estaba exhausto, pero cada vez que intentaba dormir se le aparecían dos visiones dispares: Rose Morely tendida muerta en Hyde Park o la cara de Grace Clarendon mientras hacían el amor. Deseaba meterse en la cama y dormir veinticuatro horas seguidas. Deseaba tenerla en sus brazos y no soltarla nunca más. Volvía a estar bajo su hechizo.

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