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El ruido de una furgoneta que se detenía delante del almacén hizo saltar hecha añicos la imagen de Grace. Un hombre alto y fornido se apeó por la parte del conductor. Harry lo distinguió en la tenue claridad del amanecer.

– ¿Le conoces? -preguntó Clive Roach.

– Sí -respondió Harry-. Se llama Dicky Dobbs.

– Parece un tipo duro.

– Es el forzudo y matón principal de los Pope.

– Si tuviese que vérmelas con él, creo que me gustaría contar con alguien cerca para que me protegiese.

– Tienes razón -convino Harry-. Despierta a la Bella Durmiente que llevamos ahí detrás.

Dobbs abrió y franqueó la puerta lateral del almacén. Al cabo de un momento se levantó el cierre de la entrada de vehículos. Dobbs salió a la calle y subió a la furgoneta. Roach puso en marcha el motor mientras Meadows se incorporaba.

Dobbs metió la furgoneta en el almacén.

Roach apretó a fondo el acelerador y el motor impulsó el vehículo dentro del almacén antes de que Dobbs tuviese tiempo de volver a echar el cierre.

Harry saltó de la furgoneta.

– ¿Qué leches se cree que está haciendo? -chilló Dobbs.

– Date la vuelta -ordenó Meadows-, levanta tus putas manos hacia el techo y cierra el jodido pico.

Harry se adelantó y abrió la puerta trasera de la furgoneta de los Pope. Robert Pope estaba sentado en el suelo. Alzó la cabeza, sonrió y dijo:

– ¡Vaya, pero si es mi viejo amigo Harry Dalton!

Catherine Blake tomó un taxi para volver a su piso. Era temprano, apenas había concretado el alba su aparición, y el cielo sólo ofrecía a la vista un plano de color gris perla. Disponía de seis horas antes de encontrarse con Horst Neumann en Hampstead Heath. Se lavó la cara y el cuello y se cambió de ropa; se puso un camisón y un albornoz. Necesitaba desesperadamente unas cuantas horas de sueño, pero antes tenía algo que hacer.

Aquella noche se había librado por un pelo. De bajar Jordan la escalera unos segundos antes, se habría visto obligada a matarle. Le dijo que no podía dormir, que estaba tan trastornada por haberse visto tan cerca de la muerte que pensó que una copa de coñac le ayudaría a calmar los nervios. Peter Jordan pareció dar por buena la excusa con la que justificaba su abandono del lecho en plena noche, pero Catherine dudó de que se la tragase dos veces.

Catherine pasó al cuarto de estar y se sentó ante el escritorio. Abrió un cajón y sacó una pluma y una hoja de papel. Escribió en el papel cuatro palabras: «Sáquenme de aquí ya». Puso la cuartilla encima de la mesa y ajustó la lámpara de forma que la luz cayese en el ángulo adecuado. Sacó la cámara del bolso y aplicó el ojo al visor. Colocó la mano izquierda al lado del papel. Vogel reconocería la cicatriz que cruzaba el pulgar en el punto donde ella se cortó durante una de las malditas clases de muerte silenciosa. Fotografió dos veces la mano y la nota; después quemó la nota en la pila del lavabo.

36

Londres

Harry Dalton pensó: «Un minuto más de esta mierda y esposaré a Pope a la silla y le pondré la cara como un mapa sanguinolento». Estaban en el despachito encristalado de la planta baja de almacén, Pope sentado en una incómoda silla de madera y Harry paseando de un lado a otro como un león enjaulado. Vicary se había aposentado sosegadamente entre las sombras y parecía escuchar una música distinta. Harry y Vicary no habían revelado su verdadera filiación; para Pope no eran más que un par de miembros de la Policía Metropolitana. Durante una hora, el truhán había negado de plano conocer a la mujer cuya fotografía Harry agitaba delante de sus ojos. El rostro de Pope mantenía contra viento y marea una expresión aburrida, plácida, insolente; la expresión propia del hombre que se ha pasado la vida quebrantando la ley y que jamás ha pisado el interior de la celda de una cárcel. Harry pensó: «No me hago con él. Me está derrotando en toda la línea».

– Está bien -dijo Harry-, intentémoslo una vez más.

Pope lanzó una mirada a su reloj de pulsera.

Otra vez no, Harry. Tengo asuntos que atender.

Harry se dio cuenta de que perdía los estribos.

– ¿Nunca viste a esta mujer antes?

– Se lo he he dicho ya cien veces. ¡No!

– Tengo un testigo que declara que esta mujer entró en vuestro almacén el día en que asesinaron a tu hermano.

En tal caso, su testigo se equivoca. Déjeme que se lo diga a ella. Estoy seguro de que podré hacerle comprender el error en que está.

– ¡Estoy seguro de que sí! ¿Dónde estabas cuando mataron a tu hermano?

– En uno de mis clubes. Tengo cien testigos que se lo confirmarán.

– ¿Por qué has estado eludiendo a la policía?

– Yo no he estado eludiendo a la policía. Sus cipayos se las arreglaron para pescarme, ¿no? -Pope miró a Vicary, que se contemplaba las manos-. ¿Ese es mudo o ha hablado alguna vez?

– Echa la cremallera y mírame, Pope. Has estado rehuyendo a la policía, porque sabes quién mató a Vernon y quieres tomarte la justicia por tu mano y hacerlo a tu manera.

– Está diciendo tonterías, Harry.

– Hay una simpática dama de Islington que dice que invadiste su casa de huéspedes dos horas después del asesinato de Vernon y que ibas en busca de una mujer.

– No cabe duda de que su simpática dama de Islington se equivoca.

– ¡Déjate de pamplinas, Pope!

– Tranquilo, tranquilo, Harry.

– Llevas varios días buscando a esa mujer y no has sido capaz de dar con ella. ¿No te has preguntado por qué ha podido esquivate con éxito a ti y a tus secuaces?

– No, nunca me he preguntado tal cosa porque no sé de qué coño está hablando.

– ¿No te has preguntado nunca por qué no has sido capaz de averiguar dónde vive?

– ¡Nunca lo he intentado porque nunca he visto a esa mujer! Harry notó el brillo del sudor en el rostro de Pope. Pensó: «Por fin me lo estoy cargando».

Vicary también se dio cuenta, ya que eligió aquel momento para intervenir por primera vez:

– No está siendo sincero con nosotros, señor Pope -dijo cortésmente, sin dejar de contemplarse las manos. Luego alzó la cabeza y añadió-: Claro que nosotros tampoco hemos sido precisamente sinceros contigo, ¿verdad que no, Harry?

Harry pensó: «Oportunamente calculado, Alfred. Bien hecho».

– No, Alfred -confirmó-, no hemos sido totalmente sinceros con el señor Pope, aquí presente.

Pope levantó la mirada, hecho un completo lío.

– ¿De qué cojones están hablando ustedes dos?

Estamos relacionados con el departamento de Guerra. Tratamos en seguridad.

Una sombra surcó el semblante de Pope.

– ¿Qué tiene que ver el asesinato de mi hermano con la guerra? -su voz había perdido todo asomo de convicción.

– Voy a ser sincero contigo. Sabemos que esa mujer es una espía alemana. Y sabemos que acudió a vosotros en busca de ayuda. Y si no empiezas a hablar, nos vamos a ver obligados a adoptar medidas drásticas.

Pope se volvió hacia Harry como si a Harry le hubiesen nombrado de pronto abogado suyo.

– No puedo decirles lo que quieren porque no sé nada. En mi vida he visto a esa mujer.

Vicary pareció decepcionado.

– Bueno, en ese caso, estás ya bajo arresto, señor Pope.

– ¿Y cuáles son las malditas acusaciones?

– Espionaje.

– ¡Espionaje! ¡No puede hacer eso! ¡No tiene ninguna prueba!

– Tengo suficientes pruebas y suficientes atribuciones para encerrarte y tirar la puta llave donde no haya forma de encontrarla, -La voz de Vicary había adoptado un tono amenazador-. A menos que prefieras pasarte lo que te queda de vida en una celda sucia y pestilente, ¡te sugiero que empieces a cantar ya!

Pope parpadeó con desesperada rapidez. Su mirada fue primero a Vicary y después a Harry. Estaba derrotado.

– Le pedí a Vernon que no aceptara el trabajo, pero no quiso hacerme caso -confesó Pope-. Lo único que quería era meterse debajo de sus faldas. Siempre supe que esa fulana no era trigo limpio.

– ¿Qué quería de ustedes? -quiso saber Vicary.

– Que siguiéramos a un oficial norteamericano. Quería un informe completo de sus movimientos por Londres. Nos pagó doscientas libras por el trabajo. Desde entonces, esa tía se ha pasado un montón de tiempo con él.

– ¿Dónde?

– En restaurantes. En la casa del oficial.

– ¿Cómo lo sabes?

– Los hemos estado siguiendo.

– ¿Cómo dice llamarse la individua?

– Catherine. Ignoro el apellido.

– ¿Y cómo se llama el oficial?

– Capitán de fragata Peter Jordan, de la Armada de los Estados Unidos.

Vicary detuvo inmediatamente a Robert Pope y a Dicky Dobbs. No tenía razón convincente alguna que le aconsejara cumplir la palabra que había dado a un embustero y ladrón profesional. Vicary se encargó de los trámites para que los congelasen en una cárcel del MI-5 situada fuera de Londres.

Harry Dalton telefoneó a los estadounidenses de la plaza de Grosvenor y preguntó si en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada estaba destinado un oficial naval norteamericano llamado Peter Jordan. Quince minutos después, otra persona se hizo cargo de la llamada para preguntar:

– ¿Sí?… ¿Quién quiere saberlo?

Cuando Harry se interesó por el cargo de Jordan, el norteamericano que estaba al teléfono dijo:

– Con su graduación cobra más que tú, colega… más que tú y más que yo.

Harry contó la conversación a Vicary. El rostro de Vicary perdió el color.

Durante hora y media nadie pudo localizar a Basil Boothby. Aún era temprano y no había llegado a la oficina. Vicary telefoneó a su domicilio de la plaza de Cadogan, donde un malhumorado mayordomo le comunicó que sir Basil ya había salido. La secretaria de Boothby manifestó una reservada ignorancia acerca del paradero de su jefe; pero esperaba que llegase de un momento a otro. Según los rumores, Boothby creía que el enemigo le acechaba y era notoriamente ambiguo respecto a sus movimientos personales. Por fin, a las nueve y pico, se presentó en su oficina con todo el aire de sentirse desmesuradamente satisfecho de sí mismo. Vicary -que llevaba dos días sin bañarse, sin dormir y sin cambiarse de ropa- le siguió al interior del despacho y le comunicó la noticia.

Boothby se llegó a la mesa escritorio y descolgó el teléfono de seguridad. Marcó un número y esperó.

– ¡Oiga! ¿El general Betts? Aquí, Boothby, llamando del 5. Necesito comprobar si tienen ahí un oficial naval estadounidense llamado Peter Jordan.

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