Becker se echó a la boca un bombón y alargó la caja hacia Vicary.
– Los británicos se toman el asunto del espionaje mucho más en serio que los alemanes. Tienen que hacerlo porque son más débiles. Tienen que recurrir al engaño y a la astucia para enmascarar su fragilidad. Pero ahora tienen a la Abwehr cogida por las pelotas.
– Sin embargo, tampoco faltaban otros agentes con los que había que tener más cuidado -dijo Vicary.
– Sí, había otros.
– Agentes de distintas clases.
– Absolutamente -confirmó Becker, al tiempo que sacaba otro bombón-. Son deliciosos, Alfred. ¿Estás seguro de que no te apetecería uno?
Becker era un radiotelegrafista asombrosamente preciso…, preciso y rápido. Vicary lo atribuía a la circunstancia de que, antes de que su vida tomara el desdichado giro que tomó y lo llevara a aterrizar en el lugar donde estaba ahora, Becker había sido un violinista de formación clásica. Vicary escuchó a través de unos auriculares de repuesto cómo Becker se identificaba y aguardaba la señal de confirmación remitida por el operador de Hamburgo. Como siempre, aquello proporcionaba a Vicary un fugaz escalofrío. Le producía un enorme placer el hecho de estar engañando al enemigo, de mentirle con tanta habilidad. Disfrutaba del contacto íntimo, de poder escuchar la voz del enemigo, incluso aunque sólo fuera un bip electrónico entre un vapor de silbidos atmosféricos. Vicary imaginó lo consternado que se sentiría si fuese a él a quien le embaucaran así. Sin saber cómo, se encontró pensando en Helen.
El operador de Hamburgo ordenó a Becker que continuase, Becker bajó la vista hacia el mensaje de Vicary y lo transmitió rápidamente. Cuando hubo concluido, aguardó la confirmación por parte de Hamburgo y cortó. Vicary se quitó los auriculares y apagó la radio. Becker pasaría un rato cabizbajo y melancólico, como le ocurría cada vez que enviaba un mensaje de Doble Cruz proporcionado por Vicary. Como el hombre que siente el vivo ramalazo del remordimiento después de una cópula con su amante y desea estar a solas con sus propias ideas. Vicary siempre sospechó que a Becker le avergonzaba traicionar a su propio servicios, que cuando despotricaba acerca de la torpeza e incompetencia de la Abwehr lo único que hacía era pretender disimular su sentimiento de culpabilidad por ser un fracaso y un cobarde. No es que hubiese tenido elección; la primera vez que se hubiera negado a remitir un mensaje de Vicary habría ido derecho a la cárcel de Wandsworth para asistir a una cita en la horca con el verdugo.
Vicary temió haberlo perdido. Becker fumó y comió unos cuantos bombones más sin invitar a Vicary. Éste guardó la radio con lentitud.
– La vi una vez en Berlín -dijo Becker de pronto-. La separaron inmediatamente del resto de nosotros, los simples mortales. No quiero que esto conste como algo cierto y seguro que he declarado, Alfred. Sólo te digo lo que oí. Los rumores, los cotilleos. Si resulta que no se ciñe estrictamente a la verdad, no quiero que venga Stephen aquí y me eche a los malditos perros.
Vicary asintió, comprensivo. Stephen era el coronel R. W. G. Stephens, comandante del Campo 020, más conocido como Ojo-Lata. Antiguo oficial del Ejército indio, Stephens era monacal, maníaco y siempre iba inmaculadamente vestido con gorra de servicio y uniforme de los Peshawar Rifles. Era medio alemán y hablaba el idioma con fluidez. También detestaba por igual a los prisioneros y a los oficiales del MI-5. En una ocasión administró públicamente a Vicary un rapapolvo de no te menees porque llegó a un interrogatorio con cinco minutos de retraso. Ni siquiera los altos mandos como Boothby se libraban de sus catilinarias y arrebatos de mal genio.
– Tienes mi palabra, Karl -dijo Vicary, y volvió a ocupar su sitio ante la mesa.
– Decían que se llamaba Anna Steiner, que su padre era una especie de aristócrata. Prusiano, hijo de perra de riñón bien cubierto, cicatriz en la mejilla como consecuencia de un duelo, vinculado al cuerpo diplomático. Ya conoces el tipo, ¿no, Alfred? -Becker no esperó respuesta-. ¡Dios, era una preciosidad…!, alta como el infierno. Hablaba a la perfección un inglés de puro acento británico. Los rumores decían que su madre era inglesa. Que Anna vivía en España en el verano del 36, donde se tiraba a un cabrón fascista español que se llamaba Romero. Resultó que el señor Romero era un cazatalentos al servicio de la Abwehr. El tipo llama a Berlín, cobra la tarifa por proporcionar un agente y la entrega. La Abwehr le aprieta los tornillos a la chica. Dicen a la adorable Anna que la patria de su padre la necesita y que si ella no colabora papá Von Steiner saldrá expedido a un campo de concentración.
– ¿Quién era su oficial de control?
– Ignoro su nombre. Un mal nacido con cara de mala leche. Listo, como tú, sólo que despiadado.
– ¿Se llamaba Vogel?
– No sé… Es posible.
– ¿No la volviste a ver?
– No, sólo aquella vez.
– Así, ¿qué fue de ella?
A Becker le sacudió otro acceso de tos, que un nuevo cigarrillo pareció curar.
– Te estoy diciendo lo que oí, no lo que sé. ¿Entiendes la diferencia, Alfred?
– Entiendo la diferencia, Karl.
– Nos enteramos de que había un campamento, en algún punto de las montañas del sur de Munich. Muy aislado, rodeado de carreteras cerradas al tráfico. Un infierno para la gente que vivía porallí. Según los rumores, era un lugar al que enviaban a unos cuantos agentes especiales…, a los que luego pretendían plantar a gran profundidad.
– ¿Esa muchacha era uno de esos agentes?
– Sí, Alfred. Nosotros ya hemos cubierto ese terreno. Quédate conmigo, por favor. -Becker metió mano otra vez a los bombones-. Era como si un pueblecito inglés hubiese caído del cielo y aterrizado en medio de Baviera. Tenía su taberna típicamente inglesa, su pequeño hotel, sus casitas de campo, hasta una iglesia anglicana. A cada agente se le asignaba una casita de campo para una estancia mínima de seis meses. Por la mañana leían los periódicos de Londres en el café, mientras tomaban té y bollos. Hacían sus compras en inglés y escuchaban durante el día los programas populares de radio que emitía la BBC. Yo nunca oí Es otra vez ese hombre hasta que vine a Londres.
– Adelante, Karl.
– Tenían códigos especiales y métodos de encuentro, de contacto, especiales. Se les proporcionaban más armas de entrenamiento. Muerte silenciosa. Por las noches, a los muchachos les enviaban putas que se expresaban en inglés para que pudieran follar en lengua inglesa.
– ¿Y qué hay de la mujer?
– Dicen que se jodía a su oficial de control… ¿qué nombre dijiste que tenía? ¿Vogel? Pero repito, sólo era un rumor, Alfred.
– ¿Te encontraste alguna vez con ella en Gran Bretaña?
– No.
– ¡Quiero la verdad, Karl! -Vicary alzó tanto la voz que uno de los guardias asomó la cabeza por el hueco de la puerta para asegurarse de que no había problemas.
– Te estoy diciendo la verdad, cielo santo, en un momento eres Alfred Vicary y al segundo siguiente Heinrich Himmler. No la volví a ver nunca más.
Vicary continuó el interrogatorio en alemán. No quería que los guardias se enterasen de la conversación.
– ¿Sabes su nombre de cobertura?
– No -respondió Becker en el mismo Idioma.
– ¿Conoces su dirección?
– No.
– ¿Sabes si está operando en Londres?
– Por lo que yo sé, Alfred, lo mismo puede estar operando en la Luna.
Vicary dejó escapar el aire de los pulmones, lleno de frustración. Eran noticias interesantes, pero como el descubrimiento del asesinato de Beatrice Pymm, no le acercaban un centímetro a su presa…
– ¿Me has dicho todo lo que sabes de ella, Karl?
Becker sonrió.
– Se suponía que era una folladora increíble. -Becker observó que Vicary se ponía colorado-. Lo lamento, Alfred… Dios, me olvido de lo mojigato que eres a veces.
Todavía hablando en alemán, Vicary preguntó:
– ¿Por qué no nos contaste todo eso antes…, todo ese asunto de los agentes especiales?
– Pero si se lo dije, Alfred, viejo.
– ¿A quién se lo dijiste? A mí nunca me hablaste de eso.
– Se lo dije a Boothby.
Vicary notó que la sangre afluía a su rostro y que el corazón empezaba a latirle frenéticamente. ¿Boothby? ¿Por qué rayos iba a tener Boothby que interrogar a Becker? ¿Y por qué lo haría sin que Vicary estuviera presente? Becker era agente suyo. Vicary lo arrestó. Vicary lo convirtió en agente doble. Vicary lo manejaba.
Calmado el semblante, Vicary dijo:
– ¿Cuándo se lo dijiste a Boothby?
– No lo sé. Estando aquí es difícil seguirle la pista al tiempo.
Hace un par de meses. En septiembre, quizá. No, tal vez fue en octubre. Sí, creo que fue en octubre.
– ¿Qué le contaste exactamente?
– Le hablé de los agentes. Le hablé del campamento.
– ¿Le hablaste de la mujer?
– Sí, Alfred, se lo conté todo. Es un bastardo asqueroso. No me gusta. Si yo fuese tú, me andaría con cien ojos respecto a él.
– ¿Le acompañaba alguien más?
– Sí, el tipo alto. Guapetón como una estrella de cine. Rubio, ojos azules. Un verdadero superhombre germano. Aunque delgado, flaco como un palo.
– ¿Tiene nombre ese palo?
Becker echó la cabeza atrás y convirtió en un espectáculo la operación de escudriñar su memoria.
– Cielos, era un nombre curioso. Una herramienta o algo por el estilo. -Becker se pellizcó el puente de la nariz-. No, era algo que se utiliza en la casa. ¿Fregona? ¿Cubo? No, ¡Broome! ¡Eso es, Broome! ¡Escoba! Imagínate… ese tipo parece un jodido palo de escoba y se llama Broome [broom significa «escoba» en inglés (nota del traductor )]. En ocasiones, los ingleses tenéis un fabuloso sentido del humor.
Vicary había cogido el maletín que contenía la radio y estaba ya golpeando con los nudillos el grueso paño de la puerta.
– ¿Por qué no dejas la radio, Alfred? A veces esto se pone de lo más solitario.
– Lo siento, Karl.
Se abrió la puerta y Vicary cruzó el umbral.
– Oye, Alfred, los cigarrillos y los bombones son maravillosos. pero la próxima vez tráeme una chavala, ¿de acuerdo?
Vicary entró en el despacho del alcaide y pidió los libros de registro de los meses de octubre y noviembre. Sólo tardó unos minutos en dar con el asiento que estaba buscando.
51043. Prisionero: becker, k.
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