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Su relación con Alice Simpson languideció con la guerra. Aún se veían y charlaban al menos una vez a la semana. Durante el blitz ella perdió su piso y se alojó durante un tiempo en el domicilio de Vicary en Chelsea. De vez en cuando quedaban para cenar pero habían transcurrido meses desde la última vez que hicieron el amor. Vicary comprendió de pronto que aquella era la primera vez que Alice Simpson irrumpía en sus pensamientos desde que Edward Kenton, cuando cruzaba el paseo de acceso a la casita de Matilda, pronunció el nombre de Helen.

Ham Common (Surrey)

Rodeaban el perímetro de la enorme y más bien fea mansión victoriana un par de cercas y una barrera de estacas que la protegían de las miradas del mundo exterior. Para albergar a la mayor parte del personal se habían dispuesto refugios prefabricados Nissen en las cuarenta hectáreas de la finca. Tiempo atrás se la había conocido por el nombre de Latchmere House, hospital psiquiátrico y centro de recuperación destinado a víctimas de traumas causados por la Primera Guerra Mundial. Pero en 1939 se la convirtió en el principal centro de interrogatorios y encarcelamiento del MI-5 y se le asignó la denominación de Campo 020.

La estancia a la que llevaron a Vicary olía a moho, a desinfectante y a berzas hervidas. No había ninguna percha en la que colgar el abrigo -los guardias del Cuerpo de Inteligencia estaban dispuestos a todo para evitar los suicidios-, así que Vicary continuó con él puesto. Además, aquel lugar era como una mazmorra del Medievo, frío, húmedo, auténtico foco de infecciones bronquiales. El aposento sólo disponía de un detalle que lo hacía altamente funcional: una ventana que parecía una minúscula aspillera para lanzar flechas y cuya angosta hendidura permitía el paso de una antena. Vicary levantó la tapa del maletín en el que iba la radio de la Abwehr, que había llevado consigo; el mismo equipo que quitó a Becker en 1940. Lo conectó a la antena y lo enchufó a la corriente eléctrica. Brillaron las luces amarillas mientras Vicary sintonizaba la oportuna frecuencia.

Bostezó y se estiró. Eran las doce menos cuarto de la noche. Según estaba programado, Becker debía enviar su mensaje a medianoche. Vicary pensó: «Maldita sea, ¿por qué tiene la Abwehr que ordenar a sus agentes que envíen los mensajes a horas tan horribles?».

Karl Becker era un embustero, un ladrón y un pervertido sexual… un hombre sin sentido de la moral y la lealtad. Sin embargo, a veces podía mostrarse encantador e inteligente y, a lo largo de años, Vicary y él desarrollaron algo parecido a una especie de afectuoso compañerismo profesional. Becker entró en el cuarto, emparedado entre dos gigantescos guardias, con las manos trabadas por las esposas. Los guardias se las quitaron y salieron de la habitad sin pronunciar palabra. Becker sonrió y tendió la mano. Vicary se la estrechó; estaba tan fría como la piedra caliza de la celda.

En la estancia había una mesita de madera cortada toscamente. Vicary y Becker se sentaron a ambos lados de la mesa, frente a frente como si fueran a jugar una partida de ajedrez. La brasa los cigarrillos olvidados allí había quemado y ennegrecido los bordes de la mesa. Vicary tendió un pequeño paquete a Becker, que abrió con la precipitada avidez de un niño. Contenía media docede cajetillas de tabaco y una caja de bombones suizos.

Becker los contempló y luego miró a Vicary.

– Cigarrillos y chocolate…, no habrás venido aquí para seducirme, ¿eh, Alfred?

Becker se las arregló para emitir una risita tonta, pero la vida en la cárcel le había cambiado. Su elegantísimo terno francés se veía sustituido por un austero mono, muy bien planchado y que sentaba de maravilla ceñido en los hombros. Oficialmente esta sometido a una vigilancia antisuicidio -lo que Vicary consideraba absurdo- y calzaba zapatillas de lona sin cordones. Su piel, en otro tiempo bronceada, tenía ahora el tono descoloridamente blancuzco resultado de horas y horas de calabozo. Su tieso y menuda cuerpo se había plegado a la súbita disciplina impuesta por los lugares reducidos; desaparecidos estaban los movimientos de los brazos agitando el aire y olvidadas las risas que Vicary vio en viejas fotografías. Permaneció sentado, derecho como un huso, como si alguien le encañonase la espalda con una pistola. Dispuso los bombones, los cigarrillos y las cerillas como si estableciese una frontera a través de la cual Vicary no tenía que aventurarse.

Becker abrió uno de los paquetes de cigarrillos y sacó un par pitillos; ofreció uno a Vicary y se quedó con el otro. Frotó una cerilla y dio fuego a Vicary antes de encender su cigarrillo. Continuaron en silencio durante unos segundos, cada uno de ellos estudiando su propia situación sobre la pared de la celda, viejos compinches que se habían contado ya todas las historias que conocían y que ahora se contentaban cada uno con la simple presencia del otro. Becker saboreó su cigarrillo, haciendo remolinear el humo sobre la lengua como si se tratara de saborear un excelente burdeos, antes de expulsado en lento y prolongado chorro hacia el bajo techo de pidra.

En la diminuta cámara el humo fue concentrándose encima de suscabezas como un conglomerado de nubes de tormenta.

– Por favor, dale recuerdos a Harry de mi parte -pidió Becker al final.

– Se los daré.

– Es un buen hombre…, con cierta tendencia a la testarudez, como todo policía. Pero no es de los de mala ralea.

– Sin él, yo estaría perdido.

– ¿Y qué tal está el hermano Boothby?

Vicary dejó escapar una larga bocanada de aire.

– Como siempre.

– Todos tenemos nuestros nazis, Alfred.

– Estamos pensando en mandarle al otro bando.

Becker se echó a reír, al tiempo que encendía otro cigarrillo con la colilla del primero.

– Ya veo que has traído mi radio -dijo-. ¿Qué heroica proeza he hecho ahora por el Tercer Reich?

– Has irrumpido en el Número Diez de Downing Street y te has llevado todos los papeles particulares del primer ministro.

Becker echó la cabeza hacia atrás y celebró la gracia con un breve y estentóreo estallido de carcajadas.

– ¡Confío en que se trate de pedir más dinero a esos cabrones baratos! Y que no me manden la moneda falsificada de la última vez, que en menudo jaleo me metió.

– Desde luego.

Becker miró la radio y después alzó la vista hacia Vicary.

– En los buenos viejos tiempos hubieras puesto un revólver encima de la mesa y me dejarías realizar la hazaña. Ahora me traes una radio fabricada por una estupenda y honesta empresa alemana y dejas que le dé al punto y raya y me suicide al mismo tiempo.

– Es un mundo terrible este en el que vivimos, Karl. Pero nadie te obligó a convertirte en espía.

– Eso era mejor que la Wehrmacht -repuso Becker-. No soy un viejo, como tú, Alfred. A mí me habrían reclutado y enviado al Este para combatir con los jodidos Ivanes. No, gracias. Esperaré en mi pequeño y agradable sanatorio inglés a que acabe la guerra.

Vicary consultó su reloj… Faltaban diez minutos para la hora en que Becker debía entrar en antena, según el horario establecido. Se llevó la mano al bolsillo y sacó el mensaje cifrado que Becker iba a transmitir. Después extrajo la fotografía tomada del pasaporte de la mujer holandesa llamada Christa Kunt. Centelleó por el semblante de Becker el fogonazo de un distante recuerdo, que se disipó acto seguido.

– La conoces, ¿verdad, Karl?

– Así que encontraste a Anna -dijo Becker, sonriente-. Buen trabajo, Alfred. Muy bien hecho. ¡Bravo!

Vicary estaba sentado en la actitud del hombre que aguza el oído para escuchar una música lejana, dobladas las manos sobre la mesa, sin tomar notas. Sabía que lo mejor era formular el menor número de preguntas posible; que lo mejor era dejar que Becker le condujese a donde quería llegar. Como un cazador de venados, Vicary no ejecutó ningún movimiento, permaneció a favor del viento. Intacto, su cigarrillo se consumió hasta quedar convertido en una línea de polvo gris en el cenicero de metal situado junto a su codo. Por la ventana que parecía una aspillera para lanzar flechas le llegaba el repicar de la fuerte lluvia que batía el patio de ejercicios. Como siempre, Becker empezó la historia por su cuenta y en un punto intermedio de la misma. Durante unos instantes mantuvo el cuerpo militarmente rígido, pero a medida que avanzaba el relato empezó a agitarlos brazos y a utilizar sus precisos dedos para tejer un tapiz frente a los ojos de Vicary. Como en todos los monólogos de Becker, había callejones sin salida, rodeos e incisos para intercalar actos valerosos, ganancias económicas y conquistas sexuales. A veces se interrumpía, hundiéndose en un prolongado silencio especulativo; en otras ocasiones aceleraba el ritmo y se ponía a perorar con tal rapidez que no tardaba en verse cortado por un acceso de tos.

– Es la maldita humedad de mi celda -decía a modo de explicación-. La humedad es algo que ustedes, los ingleses, saben fabricar muy bien.

»A las personas como yo casi no les proporcionaban entrenamiento alguno -añadió-. Ah, sí, claro, unas cuantas conferencias explicativas pronunciadas por unos idiotas de Berlín que en su vida habían visto Inglaterra, salvo en el mapa. ‘Así es como tienes que calcular los efectivos de un ejército, -te dicen-. Así es como tienes que usar la radio. Así es como tienes que morder la cápsula de suicidio en el altamente improbable caso de que el MI-5 eche tu puerta abajo a patadas.’ Después te envían a Inglaterra en una embarcación o en un aeroplano a fin de que ganes la guerra para el Führer.

Hizo una pausa para encender otro cigarrillo y abrir la caja de bombones.

– Yo tuve suerte. A mí me colocaron en plan legal. Vine en avión con pasaporte suizo. ¿Sabes lo que le hicieron a otro colega? Le hicieron desembarcar en Sussex en una balsa neumática. Pero el submarino zarpó de Francia sin ninguna de las balsas especiales de camuflaje de la Abwehr. Tuvieron que utilizar una balsa neumática salvavidas del submarino, con la insignia de la Kriegsmarine impresa en ella. ¿Puedes creer una cosa así?

A Vicary no le costaba trabajo creerlo; la Abwehr era espantosamente descuidada en sus métodos de preparación e introducción de sus agentes en Inglaterra.

Recordaba al muchacho que recogió en la playa de Cornualles en mes de septiembre de 1940. Los hombres de la Sección Especial que dieron con él le encontraron en el bolsillo una caja de cerillas de una popular sala de fiestas de Berlín. Luego estaba el caso de Gósta Caroti, ciudadano sueco al que lanzaron en paracaídas sobre el condado de Northampton, cerca del pueblo de Denton. Lo descubrió, dormido bajo un seto, un granjero irlandés llamado Paddy Daly. Llevaba un traje de franela gris, bastante decente, y una corbata anudada al estilo continental. Caroli confesó que le habían lanzado en paracaídas sobre Inglaterra y entregó su pistola automática y trescientas libras en efectivo. Las autoridades locales lo entregaron al MI-5 y en seguida lo trasladaron al Campo 020.

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