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Apartó a Helen de la imaginación. Las novedades de Harry habían despertado su curiosidad. Instintivamente enfocó el asunto corno un problema de historia. Estaba especializado en el siglo xix europeo -su libro acerca del desmoronamiento del equilibrio del poder tras el congreso de Viena obtuvo un éxito de crítica apoteósico-, pero Vicary alimentaba una secreta pasión por la historia y la mitología de la antigua Grecia. Le intrigaba el hecho de que la mayor parte de los conocimientos que se tenían de aquella época se basaran en suposiciones y conjeturas; la enorme cantidad de tiempo transcurrido y la falta de crónicas y documentos históricos claros obligaban a la hipótesis. ¿Por qué, por ejemplo, desencadenó Pericles la guerra del Peloponeso contra Esparta, que al final condujo a la destrucción de Atenas? ¿Por qué no aceptó las exigencias de su más poderoso rival y revocó el decreto de Megara? ¿Le indujo el miedo a los ejércitos superiores de Esparta? ¿Consideraba que la guerra era inevitable? ¿Se embarcó en una aventura desastrosa en el extranjero para aliviar la presión en su patria?

Vicary se formuló ahora preguntas similares respecto a su rival en Berlín, Kurt Vogel.

¿Cuál era el objetivo de Vogel? Vicary creía que el objetivo de Vogel consistió en montar al principio de la guerra una red de agentes de elite que permanecerían «dormidos» en sus puestos hasta el momento culminante de la confrontación. Para conseguirlo, tuvieron que estudiar con el máximo cuidado el modo en que el agente se insertaría en el país. Evidentemente, Vogel lo logró; el mero hecho de que el MI-5 hubiese ignorado hasta la fecha la existencia del agente, lo confirmaba. Vogel hubiera dado por supuesto que para localizar a sus agentes se recurriría a los registros de inmigración y control de pasaportes; Vicary lo habría supuesto así de estar cambiados los papeles. ¿Pero y si la persona que entró en el país estaba muerta? No habría búsqueda, no habría intento de localización. Era brillante. Pero existía un problema: se necesitaba un cadáver. ¿Era posible que realmente se hubiera asesinado a alguien para hacerle pasar por Chista Kunt?

Por regla general, los espías alemanes no eran asesinos. En su mayor parte se trataba de tipos codiciosos, aventureros y fascistas insignificantes, mal adiestrados y financiados. Pero si Kurt Vogel había establecido una red de agentes de elite, la motivación de éstos sería más elevada, estarían más disciplinados y, casi con absoluta certeza, también serían más implacables. ¿Cabía la posibilidad de que uno de esos agentes despiadados y entrenados a fondo fuera una mujer? Vicary sólo había tropezado con un caso con protagonista femenina: una joven germana que se las arregló para que la contratasen como doncella en casa de un almirante británico. Curioseó los documentos y envió cierto número de mensajes desde el desván antes de que el MI-5 diera con su rastro y la detuviera.

– Pare en el próximo pueblo -indicó Vicary a la muchacha de la sección femenina de la Armada que iba al volante-. Tengo que llamar por teléfono.

El siguiente pueblo se llamaba Aston Magna y en realidad era un villorrio que ni siquiera tenia tiendas; sólo se trataba de un puñado de casitas atravesadas por un par de estrechos caminos. Un viejo estaba junto a la carretera, con su perro.

Vicary bajó el cristal de la ventanilla y saludó:

– ¡Hola!

– ¡Hola! -El hombre calzaba botas altas y vestía un apelmazado gabán que parecía tener cien años. Al perro le faltaba una pata.

– ¿Hay teléfono en el pueblo? -preguntó Vicary.

El viejo denegó con la cabeza. Vicary hubiera jurado que el perro también había sacudido la cabeza.

– Nadie se ha tomado todavía el trabajo de ponerlo. -El acento del hombre era tan cerrado que a Vicary le costó lo suyo entenderlo.

– ¿Dónde está el teléfono más cercano?

– Estará en Moreton.

– ¿Y dónde está eso?

– Siga carretera adelante hasta pasar el granero. Tuerza a la izquierda al llegar a la casa solariega y continúe por la arboleda hasta el siguiente pueblo. Eso es Moreton.

– Gracias.

El perro se puso a ladrar cuando el automóvil aceleró.

Vicary utilizó el teléfono de una panadería. Masticó un bocadillo de queso mientras aguardaba a que la operadora le pusiera en comunicación con Leconfield. Deseaba compartir un poco de su recién hallada riqueza, así que adquirió dos docenas de bollos para las mecanógrafas y chicas del Registro.

Harry se puso al aparato.

– No creo que la mujer que desenterraron en esa tumba de Whitchurch sea Christa Kunt -dijo Vicary.

– ¿Quién es, entonces?

– Esa tarea es cosa tuya, Harry. Llama a Scotland Yard. Comprueba si por aquellas techas desapareció una mujer. Empieza con un radio de dos horas de Whitchurch; y luego ve ampliándolo. A mi regreso a la Oficina de Guerra, informaré a Boothby.

– ¿Qué vas a decirle?

– Que estamos buscando una holandesa muerta. Le encantará.

18

Londres Este

Dar con Peter Jordan no sería problema. Dar con él de la manera adecuada, sí que lo sería.

La información de Vogel era buena. Berlín sabía que Jordan trabajaba en la plaza de Grosvenor, en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada, más conocida por las siglas JSFEA [SHAEF, Supreme Headquarters Allied Expeditionary Force. ] Vigilada y patrullada intensamente por la policía militar, la plaza resultaba inaccesible para los intrusos. Berlín contaba con la dirección de Jordan en Kensington y había reunido una extraordinaria cantidad de información sobre sus antecedentes. Lo que les faltaba era un horario minucioso, segundo a segundo, de su rutina cotidiana en Londres. Sin esos datos, todo lo que podía hacer Catherine era tratar de adivinar, a ciegas, cuál sería la forma de aproximación más acertada.

Seguir personalmente a Jordan era algo previamente descartado, por un sinfín de razones. La primera estaba directamente relacionada con su propia seguridad. Sería muy peligroso para ella pisarle los talones a un oficial estadounidense por el West End de Londres. Podrían detectarle la policía militar o el propio Jordan. Si los agentes resultaban ser especialmente celosos, lo más probable sería que la detuvieran para interrogarla. Una comprobación superficial revelaría que la verdadera Catherine Blake había fallecido treinta años antes, a la edad de ocho meses, y que ella era un agente alemán.

La segunda razón para que se abstuviera de seguir a Peter Jordan era puramente práctica. Realizar correctamente aquella tarea le resultaría a ella virtualmente imposible. Incluso aunque contara con la ayuda de Neumann, no dejaría de serle muy difícil. La primera vez que Jordan subiese a un coche oficial del ejército Catherine se encontraría completamente indefensa. No podría tomar un taxi y decir al conductor: «Siga a ese coche oficial estadounidense». Los taxistas eran conscientes de la amenaza que representaban los espías para los oficiales aliados. En vez de obedecer sus instrucciones, lo que haría el taxista iba a ser llevarla directamente a la comisaría más cercana. Catherine necesitaba utilizar vehículos corrientes que no llamasen la atención cuando rodaran tras el automóvil de Jordan, hombres corrientes que pudieran seguirle sin que nadie lo notase, observadores discretos que ocupasen un puesto de vigilancia estático en la proximidad de su casa sin despertar sospechas.

Necesitaba ayuda.

Necesitaba a Vernon Pope.

Vernon Pope era una de las figuras más prósperas e importantes del hampa londinense. Junto con su hermano Robert llevaba negocios de protección, salas de juego ilegal y centros de prostitución, además de lucrativas operaciones de mercado negro. Al principio de la guerra, Vernon Pope había llevado a la sala de urgencias del hospital de St. Thomas a su hermano Robert, que en el curso de un bombardeo había sufrido una herida bastante grave en la cabeza. Catherine examinó al hombre rápidamente, comprobó que estaba conmocionado y supuso que existían muchas probabilidades de que tuviera el cráneo fracturado. Se encargó de que lo viera inmediatamente un médico. Vernon Pope dejó luego una nota para ella. Decía: «Si alguna vez puedo hacer algo por ti, en correspondencia a tus atenciones, no dudes en pedírmelo».

Catherine conservaba la nota. La llevaba en el bolso.

Inexplicablemente, el almacén de Vernon Pope había sobrevivido a los bombardeos. Se alzaba indemne: una isla arrogante en el centro de un océano de destrucción. Hacía cerca de cuatro años que Catherine no se aventuraba por el East End. La devastación era espeluznante. Resultaba difícil asegurarse de que no la seguían. Pocos portales quedaban en pie para ofrecer cobijo, como tampoco se veían cabinas telefónicas ni tiendas en las que comprar alguna cosa. Sólo infinitas montañas de escombros.

Observó el almacén desde el otro lado de la calle, bajo la ligera y fría lluvia. Catherine vestía pantalones, jersey y chaquetón de cuero. Se abrieron las puertas del almacén y tres camiones pesados desembocaron ruidosamente en la calle. Un par de individuos bien vestidos volvieron a cerrar las puertas en seguida, pero no antes de que Catherine hubiese lanzado una ojeada al interior. Era un hormiguero en plena y afanosa actividad.

La adelantó un grupo de trabajadores portuarios, recién concluido su turno del día. Catherine echó a andar a unos cuantos pasos por detrás de ellos y en dirección al almacén de Pope.

Había una puerta pequeña, destinada a entregas, con un timbre eléctrico. Catherine pulsó el timbre, no obtuvo respuesta y volvió a apretarlo. Se percató de que la estaban observando. Por último, la puertecilla se abrió.

– ¿Qué puedo hacer por ti, encanto?

La agradable voz cockney no hacía juego con la figura que Catherine tenía delante. Medía cerca de metro ochenta y cinco, con el pelo cortado poco menos que a ras del cráneo y llevaba unas gafas; minúsculas. Vestía traje gris, caro, camisa blanca y corbata plateada. Los músculos del brazo llenaban a rebosar la manga de la chaqueta.

– Quisiera hablar con el señor Pope, por favor.

Catherine tendió la nota a aquella mole. El hombre la leyó en un abrir y cerrar de ojos, como si ya hubiese visto antes un montón idénticas a aquella.

– Le preguntaré al mandamás si tiene un minuto para recibirte. Pasa.

Catherine franqueó la puerta, que el individuo cerró tras ella.

– Las manos encima de la cabeza, bonita. Eso es, buena chica. No es nada personal. El señor Pope ha ordenado que lo hagamos con todo el que entra aquí.

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