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Las puertas cristaleras se abrían a los jardines, que el invierno había dejado completamente mustios. Vicary pensó: «A veces capturo espías, tía Matilda. Pero a veces son más listos que yo».

Aquella mañana Bletchley Park había remitido a Vicary otro mensaje descifrado de un agente establecido en Gran Bretaña. Decía que la cita se celebró con éxito y que el agente había aceptado la misión. Vicary se sentía crecientemente descorazonado respecto a sus posibilidades de capturar espías. Las cosas se pusieron peor aquella misma mañana. Al observar que dos hombres se reunían en la plaza de Leicester los detuvieron para interrogarlos. Resultó que el de más edad era un alto funcionario del Ministerio del Interior y que el más joven era su amante. Boothby se puso hecho un basilisco.

– ¿Qué tal el viaje? -preguntó Kenton desde la cocina, por encima del tintineo de la porcelana y el rumor del agua corriente.

– Estupendo -respondió Vicary. Boothby le había dado permiso a regañadientes para que tomara un Rover del Parque Móvil, con su correspondiente conductor.

– No recuerdo la última vez que di un paseo relajante en coche por el campo -dijo Kenton-. Pero supongo que la gasolina y los automóviles son una más de las ventajas adicionales de tu nuevo empleo.

Kenton entró en la sala con la bandeja del té. Era alto, tan alto como Boothby, pero sin su volumen ni agilidad física. Llevaba gafas de montura redonda, con cristales demasiado pequeños para su rostro, y lucía un bigotito tan fino que parecía pintado con un lápiz de los que utilizan las mujeres para perfilarse las cejas. Dejó el té encima de la mesa, delante del sofá, vertió leche en las tazas comosi se tratase de oro líquido y luego añadió el té.

– Santo Dios, Alfred, ¿cuánto tiempo ha pasado?

Veinticinco años, pensó Vicary. Edward Kenton había sido amigo de Helen. Cuando Helen rompió con Vicary, Edward Kenton y ella salieron unas cuantas veces. El azar quiso que Kenton se convirtiese en el abogado de Matilda diez años atrás. Vicary y Kenton habían hablado por teléfono varias veces durante los últimos años, cuando Matilda se sintió demasiado vieja para arreglárselas sola, pero aquella era la primera vez que se veían cara a cara. Vicary deseaba concluir los asuntos de su tía sin que el fantasma de Helen flotase sobre los trámites.

– Tengo entendido que te han destinado a la Oficina de Guerra -dijo Kenton.

– Exacto -confirmó Vicary, y bebió media taza de té. Estaba delicioso, muchísimo mejor que el agua sucia que servían de la cantina.

– ¿Qué haces exactamente?

– Ah, trabajo en un aburridísimo departamento, encargándome de esto y aquello. -Vicary se sentó-. Lo siento, Edward, no me gusta hacer las cosas deprisa y corriendo, pero la verdad es que tengo que volver a Londres en seguida.

Kenton se sentó frente a Vicary y extrajo un puñado de documentos de su cartera de cuero negro. Se pasó la lengua por la yema del delgado dedo índice y fue pasando hojas hasta llegar a la página requerida.

– Ah, aquí está. Redacté este testamento yo mismo hace cinco años -explicó-. Distribuyó ciertas cantidades de dinero y otras propiedades entre tus primos, pero te ha dejado a ti el grueso de su patrimonio.

– No tenía ni idea.

– Te dejó la casa y una suma importante de dinero. Era muy frugal. Gastaba poco e invertía con sabia sensatez. -Kenton dio la vuelta a los documentos para que Vicary pudiese leerlos-. Aquí está lo que te corresponde a ti.

Vicary se quedó atónito; ignoraba aquello por completo. Perderse el funeral por una pareja de espías alemanes le pareció aún más obsceno. En su rostro debió de reflejarse algo, porque Kenton manifestó:

– Es una pena que no pudieras asistir al funeral, Alfred. Fue realmente una ceremonia preciosa. La mitad del condado estaba allí. -Quería venir, pero surgió un imprevisto.

– Tengo unos cuantos documentos que has de firmar para tomar posesión de la casa y del dinero. Si me das el número de tu cuenta en Londres, puedo transferirte las cantidades y cerrar las cuentas bancarias de Matilda.

Vicary dedicó los instantes siguientes a la firma en silencio de un montón de documentos legales y financieros. Cuando estampó su rúbrica en el último, Kenton levantó la cabeza y declaró:

– Asunto concluido.

– ¿Funciona todavía el teléfono?

– Sí. Lo usé poco antes de que llegaras.

El aparato estaba sobre el escritorio de Matilda en el salón. Vicary descolgó el auricular y miró a Kenton.

– ¿Te importaría, Edward? Es oficial.

Kenton esbozó una sonrisa forzada.

– No digas más. Retiraré los platos.

Algo en aquel intercambio llevó el calor de la satisfacción a los rincones vindicativos del corazón de Vicary. La operadora entró en línea y Vicary le dio el número de la casa Leconfield, en Londres. Transcurrieron unos momentos antes de que la llamada llegase a su destino. Una telefonista del departamento respondió y puso a Vicary con Harry Dalton.

Contestó Harry, con la boca llena.

– ¿Qué hay de comer hoy?

– Dicen que es menestra, pero…

– ¿Algo nuevo?

– La verdad es que me parece que sí.

A Vicary el corazón le dio un vuelco.

– He ido una vez más a echarle una mirada a las listas de inmigración, sólo para ver si nos habíamos perdido algo.

Las listas de inmigración eran la base de la competición entablada entre el MI-5 y los espías germanos. En septiembre de 1939, mientras Vicary todavía formaba parte del cuerpo docente del University College, el MI-5 utilizó los registros de inmigración y pasaportes como instrumento fundamental para llevar a cabo una redada de espías y simpatizantes nazis. Los foráneos se clasificaron en tres categorías: extranjeros de categoría C, a los que se permitía una libertad completa; extranjeros de categoría B, que estaban sujetos a determinadas restricciones (a algunos no se les permitía poseer automóviles o embarcaciones y se les limitaban los movimientos dentro del país); extranjeros de categoría A, a los que se internaba por considerarlos una amenaza para la seguridad. A cualquiera que hubiese entrado en el país antes de la guerra y no estuviese localizado se le daba por supuesta la condición de espía y se ordenaba su persecución. Las redes del espionaje alemán fueron arrolladas, desmanteladas y aplastadas prácticamente de la noche a la mañana.

– Una mujer holandesa llamada Christa Kunt entró en el país en noviembre de 1938, por Dover -continuó Harry-. Un año después se descubrió su cadáver en una tumba poco profunda en un campo próximo a un pueblo llamado Whitchurch.

– ¿Qué tiene eso de extraño?

– Lo que pasa es que a mí no me acaba de encajar. El cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición cuando lo exhumaron. Tenía la cara y el cráneo machacados. Le faltaban todos los dientes. Efectuaron la identificación gracias al pasaporte; estaba convenientemente enterrado junto al cadáver. Todo eso me parece demasiado limpio.

– ¿Dónde está ahora ese pasaporte?

– Lo tiene el Ministerio del Interior. He enviado un mensajero para que lo recoja y lo traiga. Dicen que se estropeó mucho durante el tiempo que estuvo bajo tierra, pero es probable que merezca la pena echarle un vistazo.

– Muy bien, Harry. No estoy muy seguro de que la muerte de esa mujer tenga alguna relación con el caso, pero al menos es una pista digna de seguir.

– Bueno. A propósito, ¿cómo te ha ido la reunión con el abogado?

– Oh, sólo se trataba de firmar unos papeles -mintió Vicary.

Se sintió repentinamente incómodo a causa de su recién encontrada independencia financiera-. Ya me iba. Seguramente estaré en el despacho a última hora de la tarde.

Vicary cortó la comunicación en el instante en que Kenton volvía a entrar en el salón.

– Bueno, creo que ya está todo. -Tendió a Vicary un gran sobre de color pardo-. Aquí dentro tienes todos los documentos, así como las llaves. He incluido el nombre y la dirección del jardinero. Le hará feliz servirte de conserje.

Se pusieron los abrigos, cerraron con llave la casita de campo y salieron. El coche de Vicary estaba en la entrada.

– ¿Te dejo en alguna parte, Edward?

Vicary se sintió aliviado cuando Kenton declinó la oferta.

– Hablé con Helen el otro día -comentó Kenton de pronto. Vicary pensó: «¡Oh, cielo santo!».

– Dice que te ve en Chelsea de vez en cuando.

Vicary se preguntó si Helen le habría contado a Kenton lo de aquella tarde de 1940, cuando se quedó contemplando como un colegial pánfilo el automóvil que pasaba y se alejaba. Mortificado, Vicary abrió la portezuela de su coche, al tiempo que tanteaba distraídamente en los bolsillos a la búsqueda de sus gafas de media luna.

– Me encargó que te saludara, así que lo hago. ¡Hola!

– Gracias -repuso Vicary, y subió al vehículo.

– También me dijo que le gustaría verte en algún momento. Pasar un rato contigo.

– Sería estupendo -mintió Vicary.

– Bien, maravilloso. Piensa ir a Londres la semana que viene. Le encantaría almorzar contigo.

Vicary notó que se le formaba un nudo en el estómago.

– A la una en el Connaught, dentro de ocho días -dijo Kenton-. Tengo que hablar con ella hoy, un poco más tarde. ¿Puedo decirle que estarás allí?

La parte posterior del Rover estaba fría como el refrigerador de la carne. Arrellanado en el amplio asiento posterior tapizado de cuero, con las piernas abrigadas por una manta de viaje, Vicary contemplaba a través de la ventanilla el veloz deslizamiento de la campiña de Gloucestershire. Un zorro de pelaje rojizo atravesó la carretera y volvió a zambullirse entre los setos. Un soñoliento y bien cebado faisán picoteaba los rastrojos de un maizal nevado, erizado el plumaje para protegerse mejor del frío. Las peladas ramas de los árboles parecían querer arañar la pureza clara del cielo. Se abrió ante ellos un pequeño valle. Los campos de cultivo se extendían como una arrugada colcha de retales tendida hasta el horizonte. El sol se hundía en un cielo salpicado por pinceladas a la acuarela de púrpura y naranja.

Vicary estaba indignado con Helen. Su mitad rencorosa deseaba creer que, de una forma o de otra, la tarea que desempeñaba en la Inteligencia británica le hacía más interesante a los ojos de la mujer. Su mitad racional le decía que Helen y él se las arreglaron para separarse amistosamente y que un tranquilo almuerzo era posible que resultara muy agradable. Al menos, le permitiría evadirse de la presión del caso. Pensó: «¿Qué es lo que temes? Que recuerdes, durante los dos años en que formó parte de tu vida fuiste verdaderamente feliz, ¿no?».

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