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– ¡Bueno, déjele en paz a ese señor, que se muera cuando Dios lo haga, y usted a dormirse!

– A dormir… dormir… a soñar…

¡Morir… dormir… dormir… soñar acaso…!

– Pienso, luego soy; soy, luego pienso… ¡No existo, no!, ¡no existo… madre mía! Eugenia… Rosario… Unamuno… -y se quedó dormido.

Al poco rato se incorporó en la cama lívido, anhelante, con los ojos todos negros y despavoridos, mirando más allá de las tinieblas, y gritando: «¡Eugenia, Eugenia!» Domingo acudió a él. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y se quedó muerto.

Cuando llegó el médico se imaginó al pronto que aún vivía, habló de sangrarle, de ponerle sinapismos, pero pronto pudo convencerse de la triste verdad.

– Ha sido cosa del corazón… un ataque de asistolia -dijo el médico.

– No, señor -contestó Domingo-, ha sido un asiento. Cenó horriblemente, como no acostumbraba, de una manera desusada en él, como si quisiera…

– Sí, desquitarse de lo que no habría de comer en adelante, ¿no es eso? Acaso el corazón presintió su muerte.

– Pues yo -dijo Liduvina- creo que ha sido de la cabeza. Es verdad que cenó de un modo disparatado, pero como sin darse cuenta de lo que hacía y diciendo disParates…

–  ¿Qué disparates? -preguntó el médico.

– Que él no existía y otras cosas así…

– ¿Disparates? -añadió el médico entre dientes y cual hablando consigo mismo-, ¿quién sabe si existía o no, y menos él mismo…? Uno mismo es quien menos sabe de su existencia… No se existe sino para los demás…

Y luego en voz alta agregó:

– El corazón, el estómago y la cabeza son los tres una sola y misma cosa.

– Sí, forman parte del cuerpo -dijo Domingo.

– Y el cuerpo es una sola y misma cosa.

– ¡Sin duda!

– Pero más que usted lo cree…

– ¿Y usted sabe, señor mío, cuánto lo creo yo?

– También es cierto, y veo que no es usted torpe.

– No me tengo por tal, señor médico, y no comprendo a esas gentes que a cualquier persona con quien tropiezan parecen estimarla tonta mientras no pruebe lo contrario.

– Bueno, pues, como iba diciendo -siguió el médico-, el estómago elabora los jugos que hacen la sangre, el corazón riega con ellos a la cabeza y al estómago para que funcione, y la cabeza rige los movimientos del estómago y del corazón. Y por lo tanto este señor don Augusto ha muerto de las tres cosas, de todo el cuerpo, por síntesis.

– Pues yo creo -intervino Liduvina- que a mi señorito se le había metido en la cabeza morirse, y ¡claro!, el que se empeña en morir, al fin se muere.

– ¡Es claro! -dijo el médico-. Si uno no creyese morirse, ni aun hallándose en la agonía, acaso no moriría. Pero así que le entre la menor duda de que no puede menos de morir, está perdido.

– Lo de mi señorito ha sido un suicidio y nada más que un suicidio. Ponerse a cenar como cenó viniendo como venía es un suicidio y nada más que un suicidio. ¡Se salió con la suya!

– Disgustos acaso…

– Y grandes, ¡muy grandes! ¡Mujeres!

– ¡Ya, ya! Pero, en fin, la cosa no tiene ya otro remedio que preparar el entierro.

Domingo lloraba.

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