Al día siguiente de esto hablaba Eugenia en el reducido cuchitril de una portería con un joven, mientras la portera había salido discretamente a tomar el fresco a la puerta de la casa.
– Es menester que esto se acabe, Mauricio -decía Eugenia-; así no podemos seguir, y menos después de lo que te digo pasó ayer.
– Pero ¿no dices -dijo el llamado Mauricio- que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en Babia?
– Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.
– ¡Despáchale!
– ¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?
– No le hagas caso.
– Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.
– Déjale que se dedique.
– No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!
– ¿Te conmueve?
– Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.
– ¿Y temes?
– ¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.
– ¡Ya lo sabía! -dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia la dejó allí.
– Es preciso que te decidas, Mauricio.
– Pero ¿a qué, rica mía, a qué?
– ¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!
– Y ¿de qué vamos a vivir?
– De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.
– ¿De tu trabajo?
– ¡Sí, de la odiosa música!
– ¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos…
– Esperaremos… esperaremos… ¡y así se nos irán los años! -exclamó Eugenia taconeando en el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejó descansar su mano.
Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de donde la posaba, pero fue para echar el brazo sobre el cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de los pendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer.
– Mira, Eugenia, para divertirte le puedes poner, si quieres, buena cara a ese panoli.
– ¡Mauricio!
– ¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! -y contrayendo el brazo atrajo a la cabeza la de Eugenia, buscé con sus labios los de ella y los juntó, cerrando los ojos, en un beso húmedo, silencioso y largo.
– ¡Mauricio!
Y luego le besó en los ojos.
– ¡Esto no puede seguir así, Mauricio!
– ¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor?
– Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música.
Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de música.
– Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.
– Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.
– Es que crees…
– Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar…!
– Eso creerás tú…
– Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento…
– ¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!
– Y ahora -añadió levantándose y apartándole con la mano suya-, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!
– ¡Eugenia! ¡Eugenia! -le suspiró con voz seca, casi febril, al oído-, si tú quisieras…
– El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque… ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso…
– En otro caso, ¿qué?
– ¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!
Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:
– Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.
Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!», se dijo la muchacha, y más que se fue huyó calle abajo.