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IX

Al día siguiente de esto hablaba Eugenia en el reducido cuchitril de una portería con un joven, mientras la portera había salido discretamente a tomar el fresco a la puerta de la casa.

– Es menester que esto se acabe, Mauricio -decía Eugenia-; así no podemos seguir, y menos después de lo que te digo pasó ayer.

– Pero ¿no dices -dijo el llamado Mauricio- que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en Babia?

– Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.

– ¡Despáchale!

– ¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?

– No le hagas caso.

– Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.

– Déjale que se dedique.

– No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!

– ¿Te conmueve?

– Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.

– ¿Y temes?

– ¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.

– ¡Ya lo sabía! -dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia la dejó allí.

– Es preciso que te decidas, Mauricio.

– Pero ¿a qué, rica mía, a qué?

– ¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!

– Y ¿de qué vamos a vivir?

– De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.

– ¿De tu trabajo?

– ¡Sí, de la odiosa música!

– ¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos…

– Esperaremos… esperaremos… ¡y así se nos irán los años! -exclamó Eugenia taconeando en el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejó descansar su mano.

Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de donde la posaba, pero fue para echar el brazo sobre el cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de los pendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer.

– Mira, Eugenia, para divertirte le puedes poner, si quieres, buena cara a ese panoli.

– ¡Mauricio!

– ¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! -y contrayendo el brazo atrajo a la cabeza la de Eugenia, buscé con sus labios los de ella y los juntó, cerrando los ojos, en un beso húmedo, silencioso y largo.

– ¡Mauricio!

Y luego le besó en los ojos.

– ¡Esto no puede seguir así, Mauricio!

– ¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor?

– Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música.

Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de música.

– Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.

– Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.

– Es que crees…

– Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar…!

– Eso creerás tú…

– Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento…

– ¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!

– Y ahora -añadió levantándose y apartándole con la mano suya-, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!

– ¡Eugenia! ¡Eugenia! -le suspiró con voz seca, casi febril, al oído-, si tú quisieras…

– El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque… ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso…

– En otro caso, ¿qué?

– ¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!

Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:

– Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.

Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!», se dijo la muchacha, y más que se fue huyó calle abajo.

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