– ¿Cómo? -exclamé poniéndome en pie-, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
– Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser… ficticio?
– ¡Esto ya es demasiado -decía yo paseándome por mi despacho-, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…
– Más que en las nivolas -concluyó él con sorna.
– ¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de…
– No sea usted tan español, don Miguel…
– ¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…
– Bien, ¿y qué? -me interrumpió, volviéndome a la realidad.
– Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
– Pero ¡por Dios!… -exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
– No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
– Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…
– ¿No pensabas matarte?
– ¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro… Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir…
– ¡Vaya una vida! -exclamé.
– Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…
– No puede ser ya… no puede ser…
– Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…
– Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…
– ¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! -y le lloraba la voz.
– No puede ser… no puede ser…
– Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
– ¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
– ¡No puede ser, pobre Augusto -le dije cogiéndole una mano y levantándole-, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…
– Pero si yo, don Miguel…
– No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
– Pero ¿no quedamos en que…?
– No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida…
– Pero… por Dios…
– No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
– ¿Conque no, eh? -me dijo-, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió…! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima…
– ¿Víctima? -exclamé.
– ¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.