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«CIUDADANOS»

Pronunciar el nombre del Señor Presidente de la República, es alumbrar con las antorchas de la paz los sagrados intereses de la Nación que bajo su sabio mando ha conquistado y sigue conquistando los inapreciables beneficios del Progreso en todos los órdenes y del Orden en todos los progresos!!!! Como ciudadanos libres, conscientes de la obligación en que estamos de velar por nuestros destinos, que son los destinos de la Patria, y como hombres de bien, enemigos de la Anarquía, ¡¡¡proclamamos!!! que la salud de la República está en la REELECCIÓN DE NUESTRO EGREGIO MANDATARIO Y NADA MÁS QUE EN SU REELECCIÓN! ¿Por qué aventurar la barca del Estado en lo que no conocemos, cuando a la cabeza de ella se encuentra el Estadista más completo de nuestros tiempos, aquel a quien la Historia saludará Grande entre los Grandes, Sabio entre los Sabios, Liberal, Pensador y Demócrata??? ¡El sólo imaginar a otro que no sea El en tan alta magistratura es atentatorio contra los Destinos de la Nación, que son nuestros destinos, y quien tal osara, que no habrá quién, debería ser excluido por loco peligroso, y de no estar loco, juzgado por traidor a la Patria conforme a nuestras leyes!!! CONCIUDADANOS, LAS URNAS OS ESPERAN! VOTAD! POR! NUESTRO! CANDIDATO! QUE! SERÁ! REELEGIDO! POR! EL! PUEBLO!

La lectura del cartelón despertó el entusiasmo de cuantos se encontraban en la cantina; hubo vivas, aplausos, gritos, y a pedido de todos habló un desguachipado de melena negra y ojos talcosos.

– ¡Patriotas, mi pensamiento es de Poeta, de ciudadano mi lengua patria! Poeta quiere decir el que inventó el cielo; os hablo, pues, en inventor de esa tan inútil, bella cosa que se llama el cielo. ¡Oíd mi desgonzada jerigonza!… Cuando aquel alemán que no comprendieron en Alemania, no Goethe, no Kant, no Schopenhauer, trató del Superlativo del Hombre, fue presintiendo, sentidamente, que de Padre Cosmos y Madre Naturaleza iba a nacer en el corazón de América el primer hombre superior que haya jamás existido. Hablo, señores, de ese romaneador de auroras que la Patria llama Benemérito, Jefe del Partido y Protector de la Juventud Estudiosa; hablo, señores, del Señor Presidente Constitucional de la República, como, sin duda, vosotros todos habéis comprendido, por ser él el Prohombre de «Nitche», el Superúnico… ¡Lo digo y lo repito desde lo alto de esta tribu!… -y al decir así dio con el envés de la mano en el mostrador de la cantina-… Y de ahí, compatriotas, que sin ser de esos que han hecho de la política el ganapán ni de aquellos que dicen haber inventado el perejil chino por haberse aprendido de memoria las hazañas de chilperico; creo desinteresada-íntegra-honradamente que mientras no exista entre nosotros otro ciudadano hipersuperhombre, superciudadano, sólo estando locos o ciegos, ciegos o locos de atar, podríamos permitir que se pasaran las riendas del gobierno de las manos del auriga-super-único que ahora y siempre guiará el carro de nuestra adorada Patria, a las manos de otro ciudadano, de un ciudadano cualquiera, de un ciudadano, conciudadanos, que aun suponiéndole todos los merecimientos de la tierra, no pasaría de ser hombre. La Democracia acabó con los emperadores y los Reyes en la vieja y fatigada Europa, mas, preciso reconocer es, y lo reconocemos, que trasplantada a América sufre el injerto cuasi divino del Superhombre y da contextura a una nueva forma de gobierno: la Superdemocracia. Y a propósito, señores, voy a tener el gusto de recitar…

– Recite, poeta -se alzó una voz-, pero no la oda…

– … ¡mi Nocturno en Do Mayor al superúnico!

Siguieron al poeta en el buen uso de la palabra otros más exaltados contra el nefando bando, la cartilla de San Juan, el silabario de la abracadabra y otros supositorios teologales. A uno de los asistentes le salió sangre de las narices y entre discurso y discurso pedía con gritos de sed que le trajeran un ladrillo nuevo empapado en agua para olerlo y que se le contuviera la hemorragia.

– Ya a estas horas -dijo Míster Gengis- está Cara de Ángel entre la pared y el Señor Presidente. Mi gust-o cómo habla este poeta, pero yo cre-e que debe ser muy triste ser poeta; sólo ser licenciado debe de ser la más triste cosa del mundo. ¡Y ya me voy a beber el otro whisky! ¡Otro whisky -gritó- para este super-hiper-ferro-casi-carri-leró!

Al salir del «Gambrinus», Cara de Ángel encontró al Ministro de la Guerra.

– ¿Para dónde la tira, general?

– Para onde el Patrón…

– Entonces vonos juntos…

– ¿Va usted también para allá? Esperemos mi carruaje, que no tardará en venir. Ni le cuento; vengo de con una viuda…

– Ya sé que le gustan las viudas alegres, general…

– ¡Nada de músicas!

– ¡No, si no es música, es Clicot!

– ¡Qué Clicot ni qué india envuelta, postrimería de carne y hueso!

– ¡Caracoles!

El carruaje rodaba sin hacer ruido, como sobre ruedas de papel secante. En los postes de las esquinas se oían los golpes de los gendarmes que se pasaban la señal de «avanza el Ministro de la Guerra, avanza el Ministro de la Guerra, avanza…».

El Presidente se paseaba a lo largo de su despacho, corto de pasos, el sombrero en la coronilla traído hacia adelante, el cuello de la americana levantado sobre una venda que le cogía la nuca y los botones del chaleco sin abrochar. Traje negro, sombrero negro, botines negros…

– ¿Qué tiempo hace, general?

– Fresco, Señor Presidente…

– Y Miguel sin abrigo…

– Señor Presidente…

– Nada, estás que tiemblas y vas a decirme que no tienes frío. Eres muy desaconsejado. General, mande a casa de Miguel a que le traigan el abrigo inmediatamente.

El Ministro de la Guerra salió que saludos se hacía -por poco se le cae la espada-, mientras el Presidente tomaba asiento en un sofá de mimbre, ofreciendo a Cara de Ángel el sillón más próximo.

Aquí, Miguel, donde yo tengo que hacerlo todo, estar en todo, porque me ha tocado gobernar en un pueblo de gente de voy -dijo al sentarse-, debo echar mano de los amigos para aquellas cosas que no puedo hacer yo mismo. Esto de gente de voy -se dio una pausa-, quiere decir gente que tiene la mejor intención del mundo para hacer y deshacer, pero que por falta de voluntad no hace ni deshace nada, que ni huele ni hiede, como caca de loro. Y es así como entre nosotros el industrial se pasa la vida repite y repite: voy a introducir una fábrica, voy a montar una maquinaria nueva, voy a esto, voy a lo otro, a lo de más allá; el señor agricultor, voy a implantar un cultivo, voy a exportar mis productos; el literato, voy a componer un libro; el profesor, voy a fundar una escuela; el comerciante, voy a intentar tal o cual negocio, y los periodistas -¡esos cerdos que a la manteca llaman alma!-, vamos a mejorar el país; mas, como te decía al principio, nadie hace nada y, naturalmente, soy yo, es el Presidente de la República el que lo tiene que hacer todo, aunque salga como el cohetero. Con decir que si no fuera por mí no existiría la fortuna, ya que hasta de diosa ciega tengo que hacer en la lotería…

Se sobó el bigote cano con la punta de los dedos transparentes, frágiles, color de madera de carrizo, y continuó cambiando de tono:

– Viene todo esto a que me veo obligado por las circunstancias a aprovechar los servicios de los que, como tú, si cerca me son preciosos, más aún fuera de la República, allí donde las maquinaciones de mis enemigos y sus intrigas y escritos de mala cepa, están a punto de dar al traste con mi reelección…

Dejó caer los ojos como dos mosquitos atontados, ebriedad de sangre, sin dejar de hablar:

– No me refiero a Canales ni a sus secuaces: ¡la muerte ha sido y será mi mejor aliada, Miguel! Me refiero a los que tratan de influir en la opinión norteamericana con el objeto de que Wáshington me retire su confianza. ¿Que a la fiera enjaulada se le empieza a caer el pelo y que por eso no quiere que se lo soplen? ¡Muy bien! ¿Que soy un viejo que tiene el cerebro en salmuera y el corazón más duro que matilisguate? ¡Mala gente, mas está bien que lo digan! Pero que los mismos paisanos se aprovechen, por cuestiones políticas, de lo que yo he hecho por salvar al país de la piratería de esos hijos de tío y puta, eso es lo que ya no tiene nombre. Mi reelección está en peligro y, por eso te he mandado llamar. Necesito que pases a Wáshington y que informes detalladamente de lo que sucede en esas cegueras de odio, en esos entierros en los que para ser el bueno, como en todos los entierros, habría que ser el muerto.

– El Señor Presidente… -tartamudeó Cara de Ángel entre la voz de Míster Gengis que le aconsejaba poner las cosas en claro y el temor de echar a perder por indiscreto un viaje que desde el primer momento comprendió que era su salvación-, el Señor Presidente sabe que me tiene para todo lo que él ordene incondicionalmente a sus órdenes; sin embargo, si el Señor Presidente me quisiera permitir dos palabras, ya que mi aspiración ha sido siempre ser el último de sus servidores, pero el más leal y consecuente, querría pedirle, si el Señor Presidente no ve obstáculo alguno, que antes de confiarme tan delicada misión, se tomara la molestia de ordenar que se investiguen si son o no son cierto los gratuitos cargos que de enemigo del Señor Presidente me hace, para citar nombre, el Auditor de Guerra…

– ¿Pero quién está dando oídos a esas fantasías?

– El Señor Presidente no puede dudar de mi incondicional adhesión a su persona y a su gobierno; pero no quiero que me otorgue su confianza sin controlar antes si son o no ciertos los dichos del Auditor.

– ¡No te estoy preguntando, Miguel, qué es lo que debo hacer! ¡Acabáramos! Todo lo sé y voy a decirte más: en este escritorio tengo el proceso que la Auditoría de Guerra inició contra ti cuando la fuga de Canales, y más todavía: puedo afirmarte que el odio del Auditor de Guerra se lo debes a una circunstancia que tú tal vez ignoras: el auditor de Guerra, de acuerdo con la policía, pensaba raptar a la que ahora es tu mujer y venderla a la dueña de un prostíbulo, de quien, tú lo sabes, tenía diez mil pesos recibidos a cuenta; la que pagó el pato fue una pobre mujer que ái anda medio loca.

Cara de Ángel se quedó quieto, dueño de sus más pequeños gestos delante del amo. Refundido en la negrura de sus ojos aterciopelados, depuso en su corazón lo que sentía, pálido y helado como el sillón de mimbre.

– Si el Señor Presidente me lo permitiera, preferiría quedar a su lado y defenderlo con mi propia sangre.

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