Dos fuertes golpes en la puerta despertaron a Cara de Ángel. ¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, la realidad era otra. El que regresa de un entierro, como el que sale de una pesadilla, experimenta el mismo bienestar. Voló a ver quién llamaba. Noticias del general o una llamada urgente de la Presidencia.
– Buenos días…
– Buenos días -respondió el favorito a un individuo más alto que él, de cara rosadita, pequeña, que al oírle hablar inclinó la cabeza y se puso a buscarlo con sus anteojos de miope…
– Perdone usted. ¿Usted me puede decir si es aquí donde vive la señora que les cocina a los músicos? Es una señora enlutada de negro…
Cara de Ángel le cerró la puerta en las narices. El miope se quedó buscándolo. Al ver que no estaba fue a preguntar a la casa vecina.
– ¡Adiós, Niña Tomasita, que le vaya bien!
– ¡Voy por la Placita!
Estas dos voces se oyeron al mismo tiempo. Ya en la puerta, agregó la Masacuata:
– Paseadora…
– No se diga…
– ¡Cuidado se la roban!
– ¡Vayan por allá, quién va a querer prenda con boca! Cara de Ángel se acercó a abrir la puerta.
– ¿Cómo le fue? -preguntó a la Masacuata, que regresaba de la Penitenciaría.
– Como siempre.
– ¿Qué dicen?
– Nada
– ¿Vio a Vásquez?…
– ¡Usté sí que me gusta; le entraron el desayuno y sacaron el canasto como si tal cosa!
– Entonces ya no está en la Penitenciaría…
– ¡A mí se me aguadaron las piernas cuando vi que traían el canasto sin tocar; pero un señor de allí me dijo que lo había sacado al trabajo!
– ¿El alcaide?
– No. A ese bruto le aventé por allá; me estaba queriendo sobar la cara.
– ¿Cómo encuentra a Camila?…
– ¡Caminando…, ya la pobrecita va caminando!
– Muy, muy mala, ¿verdad?
– Ella dichosota, ¡qué más quisiera uno que irse sin conocer la vida!… A usté es al que yo siento. Debía pasar a pedirle a Jesús de la Merced. ¿Quién quita le hace el milagro?… Ya esta mañana, antes de irme a la Penitenciaría, fui a prenderle una su candela y a decirle: «¡Mirá, negrito, aquí vengo con vos, que por algo sos tata de todos nosotros y me tenés que oír: en tu mano está que esa niña no se muera; así se lo pedí a la Virgen antes de levantarme y ahora paso a molestarte por la misma necesidad; te dejo esta candela en intención y me voy confiada en tu poder, aunque dia-cún rato pienso pasar otra vez a recordarte mi súplica!»
Medio adormecido recordaba Cara de Ángel su visión. Entre los hombres de pantalón rojo, el Auditor de Guerra, con cara de lechuza, esgrimía un anónimo, lo besaba, lo lamía, se lo comía, lo defecaba, se lo volvía a comer…
XXVII Camino al destierro
La cabalgadura del general Canales tonteaba en la poca luz del atardecer, borracha de cansancio, con la masa inerte del jinete cogido a la manzana de la silla. Los pájaros pasaban sobre las arboledas y las nubes sobre las montañas subiendo por aquí, por allá bajando, bajando por aquí, por allá subiendo, como este jinete, antes que le vencieran el sueño y la fatiga, por cuestas intransitables, por ríos anchos con piedra que tenía reposo en el fondo del agua revuelta para avivar el paso de la cabalgadura, por flancos castigados de lodo que resbalaban lajas quebradizas a precipicios cortados a pico, por bosques inextricables con berrinche de zarzas, y por caminos cabríos con historia de brujas y salteadores.
La noche traía la lengua fuera. Una legua de campo húmedo. Un bulto despegó al jinete de la caballería, le condujo a una vivienda abandonada y se marchó sin hacer ruido. Pero volvió en seguida. Sin duda fue por ahí no más, por donde cantaban los chiquirines: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!… Estuvo en el rancho un ratito y tornó a las del humo. Pero ya regresaba… Entraba y salía. Iba y volvía. Iba como a dar parte del hallazgo y volvía como a cerciorarse si aún estaba. El paisaje estrellado le seguía las carreritas de lagartija como perro fiel moviendo en el silencio nocturno su cola de sonidos: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!…
Por último se quedó en el rancho. El viento andaba a saltos en las ramas de las arboledas. Amanecía en la escuela nocturna de las ranas que enseñaban a leer a las estrellas. Ambiente de digestión dichosa. Los cinco sentidos de la luz. Las cosas se iban formando a los ojos de un hombre encuclillado junto a la puerta, religioso y tímido, cohibido por el amanecer y por la respiración impecable del jinete que dormía. Anoche un bulto, hoy un hombre; éste fue el que le apeó. Al aclarar se puso a juntar fuego: colocó en cruz los tetuntes ahumados, escarbó con astilla de ocote la ceniza vieja y con palito seco y leña verde compuso la hoguera. La leña verde no arde tranquila; habla como cotorra, suda, se contrae, ríe, llora… El jinete despertó helado en lo que veía y extraño en su propia carne y plantóse de un salto en la puerta, pistola en mano, resuelto a vender caro el pellejo. Sin turbarse ante el cañón del arma, aquél le señaló con gesto desabrido el jarro de café que empezaba a hervir junto al fuego. Pero el jinete no le hizo caso. Poco a poco se asomó a la puerta -la cabaña sin duda estaba rodeada de soldados- y encontró sólo el llano grande en plena evaporación color de rosa. Distancia. Enjabonamiento azul. Árboles. Nubes. Cosquilleo de trinos. Su mula dormitaba al pie de un amate. Sin mover los párpados se quedó escuchando para acabar de creer lo que veía y no oyó nada, fuera del concierto armonioso de los pájaros y del lento resbalar de un río caudaloso que dejaba en la atmósfera adolescente el fusss… casi imperceptible del polvo de azúcar que caía en el guacal de café caliente.
– ¡No vas a ser autoridá!… -murmuró el hombre que lo había desmontado, afanándose por esconder cuarenta o cincuenta mazorcas de maíz tras las espaldas.
El jinete alzó los ojos para mirar a su acompañante. Movía la cabeza de un lado a otro con la boca pegada al guacal.
– ¡Tatita!… -murmuró aquél con disimulado gusto, dejando vagar por la estancia sus ojos de perro perdido.
– Vengo de fuga…
El hombre dejó de tapar las mazorcas y acercóse al jinete para servirle más café. Canales no podía hablar de la pena.
– Los misme s yo, s iñor, ái ande huyende porque mere me j uí a robar el meis. Pero no soy ladrón, porque ese mi terrene era míe y me lo quietare n con las mulas…
El general Canales se interesó por la conversación del indio, que debía explicarle cómo era eso de robar y no ser ladrón.
– Vas a ver, tatita, que robo sin ser ladrón de ofice , pues antos yo, aquí como me ves, e re dueñe de un terrinete , cerca de aquí, y de oche mulas. Tenía mi casa, mi mujer y mis hije s, ere honrade como vos…
– Sí, y luego…
– Hora-ce tres añe s vine el comisionade politique y pare el sante del Si ñor Presidento me mandó que le j uera a llevar pine en mis mulas. Le llevé, si ñor, ¡qu’iba a hacer yo!…, y al llegar a ver mis mulas, me mandó poner prese incomunicade y con el alcaide, un ladine , se repartiere n mis bestie s, y come quise reclamar lo que mie , de mi trabaje , me dije el comisionade que yo ere un brute y que si no me iba callande el hocique que me iba a meter al cepo. Está buene , siñor comisionade , le dije, hacé lo que querrás conmigue , pero el mulas son míes. No dije más, tatita, porque con el charpe me dio un golpe en el cabece que me mere por poque me muere…
Una sonrisa avinagrada aparecía y desaparecía bajo el bigote cano del viejo militar en desgracia. El indio continuó sin subir la voz, en el mismo tono:
– Cuande salí del hospital me viniere n a avisar del pueble que se habie n llevade a los hije s al cupo y que por tres mil pese s los dejaban libres. Como los hije s eran tiernecites , corrí al comandancie y dije que los dejaren preses , que no me los echare n al cuartel mientres yo iba a empeñe r el terrenite para pagar tres mil peses. Juí al capital y allí el licenciade escribió la escriture de acuerde con un si ñor extranj iere , diciende que decie n que daban tres mil peses en hipoteque , pere j ué ese lo que me leyere n y no j ué ese lo que me pusiere n. A poque mandare n un hombre del juzgade a di cirme que saliere de mi terrenite porque ya no ere míe ; porque se lo habíe vendide al si ñor extranji ere en tres mil pese s. Juré por Dios que no ere cierte , pere no me creyere n a mí sino al licenciade y tuve que salir de mi terrenite , mientre s los hije s, no os tante que me quitare n los tres mil pese s, se juere n al cuartel; une se me murió cuidande el frontere , el otre se calzó, como que se hubiera muerte , y su nane , mi mujer, se murió del paludisme … Y por ese , tata, es que robo sin ser ladrón, onque me maten a pale s y echen al cepo.
– … ¡Lo que defendemos los militares!
– ¿Qué decís, tata?
En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes. ¿Cuál era la realidad? No haber pensado nunca con su cabeza, haber pensado siempre con el quepis. Ser militar para mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados es mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo. A santo de qué nos exigen a los militares lealtad a regímenes desleales con el ideal, con la tierra y con la raza…