– ¡Mayor Farfán!… ¡Mayor Farfán!…
La voz se extinguía en el enorme patio sin respuesta. Un temblor de sonidos contestaba en los aleros de las casas lejanas:… ¡Yor fán fán!… ¡Yor fán fán!…
El favorito quedóse a pocos pasos de la puerta, ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Perros y zopilotes disputábanse el cadáver de un gato a media calle, frente al comandante que, asomado a una ventana de rejas de hierro, se divertía con aquella lucha encarnizada, atusándose las guías del bigote. Dos señoras bebían fresco de súchiles en una tiendecita llena de moscas. De la casa vecina, pasando un portón, salían cinco niños vestidos de marineros, seguidos de un señor pálido como matasano y de una señora embarazada (papá y mamá). Un hachador de carne pesaba entre los niños encendiendo un cigarrillo; llevaba el traje ensangrentado, las mangas de la camisa arremangadas, y junto al corazón, el hacha filuda. Los soldados entraban y salían. En las losas del zaguán se marcaba una serpiente de huellas de pies descalzos y húmedos, que se perdían en el patio. Las llaves del cuartel tintineaban en el arma del centinela parado cerca del oficial de guardia, que ocupaba una silla de hierro en medio de un círculo de salivazos.
Con paso de venadito aproximóse al oficial una mujer de piel cobriza, curtida por el sol y encanecida y arrugada por los años, y, subiéndose el rebozo de hilo, para hablar con la cabeza cubierta en señal de respeto, suplicó:
– Va a dispensar, mi señor, si por vida suyita le pido que me dé su permiso para hablar con mi hijo. La Virgen se lo va a agradecer.
El oficial lanzó un chorro de saliva hediendo a tabaco y dientes podridos, antes de responder.
– ¿Cómo se llama su hijo, señora?
– Ismael, siñor…
– ¿Ismael qué…?
– Ismael Mijo, siñor.
El oficial escupió ralo.
– Pero ¿cuál es su apellido?
– Es Mijo, siñor…
– Vea, mejor venga otro día, hoy estamos ocupados.
La anciana se retiró sin bajarse el rebozo, poco a poco, contando los pasos como si midiera su infortunio; se detuvo un momentito en la orilla del andén y luego acercóse otra vez al oficial, que seguía sentado.
– Perdone, siñor, es que yo no estoy aquí no más; vengo de bien lejos, de más de veinte leguas, y ansina es que si no le veyo hoy a saber hasta cuándo voy a poder volver. Hágame la gracia de llamarlo…
– Ya le dije que estamos ocupados. ¡Retírese, no sea molesta!
Cara de Ángel, que asistía a la escena, impulsado por el deseo de hacer bien para que Dios se lo devolviera a Camila en salud, dijo al oficial en voz baja:
– Llame a ese muchacho, teniente, y tome para cigarrillos.
El militar recibió el dinero, sin mirar al desconocido, y ordenó que llamaran a Ismael Mijo. La viejecita quedóse contemplando a su bienhechor como a un ángel.
El mayor Farfán no estaba en el cuartel. Un oficinista asomóse a un balcón, con la pluma tras de la oreja, e informó al favorito que a esas horas y de noche sólo podía encontrarlo en El Dulce Encanto, pues el noble hijo de Marte repartía su tiempo entre las obligaciones del servicio y el amor. No era malo, sin embargo, que lo buscara en su casa. Cara de Ángel tomó un carruaje. Farfán alquilaba una pieza redonda en el quinto infierno. La puerta del piso sin pintar, desajustada por la acción de la humedad, dejaba ver el interior oscuro. Dos, tres veces llamó Cara de Ángel. No había nadie. Regresó en seguida, pero antes de ir a El Dulce Encanto pasaría a ver cómo seguía Camila. Le sorprendió el ruido del carruaje, al dejar las calles de tierra, en las calles empedradas. Ruido de cascos y de llantas, de llantas y de cascos.
El favorito volvió al salón cuando la Diente de Oro acabó de relatarle sus amores con el Señor Presidente. Era preciso no perder de vista al mayor Farfán y averiguar algo más acerca de la mujer capturada en casa del general Canales y vendida por el canalla del Auditor en diez mil pesos.
El baile seguía en lo mejor. Las parejas danzaban al compás de un vals de modo que Farfán, perdido de borracho, acompañaba con la voz más de allá que de acá:
¿Por qué me quieren
las putas a mí?
Porque les canto
la «Flor del Café…».
De pronto se incorporó y al darse cuenta que le faltaba la Marrana, dejó de cantar y dijo a gritos cortados por el hipo:
– ¿No está la Marrana, verdá, babosos…? ¿Está ocupada, verdá, babosos…?… Pues me voy…, lo creo que me voy, ya loc… creo que me voy… Me voy… ¿Pues por qué no me de ir yo?… Lo creo que me voy…
Se levantó con dificultad, ayudándose de la mesa en que había fondeado, de las sillas, de la pared y fue danto traspiés hacia la puerta que la interina se precipitó a abrir.
– ¡Ya loc… creo que me voy-oy…! ¡La que es puta vuelve, ¿verdá, Ña-Chón?, pero yo me voy? ¡Ji-jiripago…; a los militares de escuela no nos queda más que beber hasta la muerte y que después en lugar de incinerarnos nos destilen! ¡Que viva el chojín y la chamuchina!… ¡Chujú!
Cara de Ángel lo alcanzó en seguida. Iba por la cuerda floja de la calle como volatín: ora se quedaba con el pie derecho en el aire, ora con el izquierdo, ora con el izquierdo, ora con el derecho, ora con los dos. Ya para caerse daba el paso y decía: «¡Está bueno, le dijo la mula al freno!»
Alumbraban la calle las ventanas abiertas de otro burdel. Un pianista melenudo tocaba el Claro de Luna de Beethoven. Sólo las sillas le escuchaban en el salón vacío, repartidas como invitados alrededor del piano de media cola, no más grande que la ballena de Jonás. El favorito se detuvo herido por la música, pegó al mayor contra la pared, pobre muñeco manejable, y acercóse a intercalar su corazón destrozado en los sonidos: resucitaba entre los muertos -muerto de ojos cálidos-, suspenso, lejos de la tierra, mientras apagábanse los ojos del alumbrado público y goteaban los tejados clavos de sereno para crucificar borrachos y reclavar féretros. Cada martillito del piano, caja de imanes, reunía las arenas finísimas del sonido, soltándolas, luego de tenerlas juntas, en los dedos de los arpegios que des… do… bla… ban las falanges para llamar a la puerta del amor cerrada para siempre; siempre los mismos dedos; siempre la misma mano. La luna derivaba por empedrado cielo hacia prados dormidos, huía y tras ella los oquedales infundían miedo a los pájaros y a las almas a quienes el mundo se antoja inmenso y sobrenatural cuando el amor nace, y pequeño cuando el amor se extingue.
Farfán despertó en el mostrador de un fondín, entre las manos de un desconocido que le sacudía, como se hace con un árbol para que caigan los frutos maduros.
– ¿No me reconoce, mi mayor?
– Sí… no…, por el momento…, de momento…
– Recuérdese…
– ¡Aj… uuUU! -bostezó Farfán apeándose del mostrador donde estaba alargado, como de una bestia de trote, todo molido. -Miguel Cara de Ángel, para servir a usted.
El mayor se cuadró.
– Perdóneme, vea que no le había reconocido; es verdad, usted es el que anda siempre con el Señor Presidente.
– ¡Muy bien! No extrañe, mayor, que me haya permitido despertarle así, bruscamente…
– No tenga cuidado.
– Pero usted tendrá que volver al cuartel y por otra parte yo necesitaba hablarle a solas y ahora cabe la casualidad que la dueña de este… cuento, de esta cantina, no está. Ayer le he buscado como aguja toda la tarde, en el cuartel, en su casa… Lo que le voy a decir no debe usted repetirlo a nadie.
– Palabra de caballero…
El favorito estrechó con gusto la mano del mayor y con los ojos puestos en la puerta, le dijo muy quedito:
– Tengo por qué saber que existe orden de acabar con usted. Se han dado instrucciones al Hospital Militar para que le den un calmante definitivo en la primera borrachera que se ponga de hacer cama. La meretriz que usted frecuenta en El Dulce Encanto informó al Señor Presidente de sus farfanadas revolucionarias.
Farfán, a quien las palabras del favorito habían clavado en el suelo, alzó las manos empuñadas.
– ¡Ah, la bandida!
Y tras el ademán de golpear, dobló la cabeza anonadado.
– ¿Qué hago yo, Dios mío?
– Por de pronto, no emborracharse; así conjura el peligro inmediato, y no…
– Si eso es lo que estoy pensando, pero no voy a poder, va a ser difícil. ¿Qué me iba a decir?
– Le iba a decir, además, que no comiera en el cuartel. -No tengo cómo pagar a usted.
– Con el silencio…
– Naturalmente, pero eso no es bastante; en fin, ya habrá ocasión y, desde luego, cuente usted siempre con este hombre que le debe la vida.
– Bueno es también que le aconseje como amigo que busque la manera de halagar al Señor Presidente.
– Sí, ¿verdá?
– Nada le cuesta.
Ambos agregaron con el pensamiento «cometer un delito», por ejemplo, medio el más eficaz para captarse la buena voluntad del mandatario o «ultrajar públicamente a las personas indefensas» o «hacer sentir la superioridad de la fuerza sobre la opinión del país» o «enriquecerse a costillas de la Nación» o…
El delito de sangre era ideal; la supresión de un prójimo constituía la adhesión más completa del ciudadano al Señor Presidente.
Dos meses de cárcel, para cubrir las apariencias, y derechito después a un puesto público de los de confianza, lo que sólo se dispensaba a servidores con proceso pendiente, por la comodidad de devolverlos a la cárcel conforme a la ley, si no se portaban bien.
Nada le cuesta.
– Es usted bondadosísimo…
– No, mayor, no debe agradecerme nada; mi propósito de salvar a usted está ofrecido a Dios por la salud de una enferma que tengo muy, muy grave. Vaya su vida por la de ella.
– Su esposa, quizás…
La palabra más dulce de El Cantar de los Cantares flotó un instante, adorable bordado, entre árboles que daban querubines y flores de azahar.
Al marcharse el mayor, Cara de Ángel se tocó para saber si era el mismo que a tantos había empujado hacia la muerte, el que ahora, ante el azul infrangible de la mañana, empujaba a un hombre hacia la vida.
Cerró la puerta -el cebolludo mayor se alejaba como un globo de caqui- y fue de puntillas hasta la trastienda oscura. Creía soñar. Entre la realidad y el sueño la diferencia es puramente mecánica. Dormido, despierto, ¿cómo estaba allí? En la penumbra sentía que la tierra iba caminando… El reloj y las moscas acompañaban, a Camilla casi moribunda. El reloj regaba el arrocito de su pulsación para señalar el camino y no perderse de regreso, cuando ella hubiese dejado de existir. Las moscas corrían por las paredes limpiándose las alitas del frío de la muerte. Otras volaban sin descanso, rápidas y sonoras. Sin hacer ruido se detuvo junto a la cama. La enferma seguía delirando…