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– ¡Mu… uchas gra… cias…; le es… digo… que mu… uchas… gra… cias!- deletreaba las palabras, recostado en un bastión del Cuño. Después, cuando aquéllos le dejaron, ya con las cartas en el bolso, se alejó cantando:

¡Para subir al cielo

se necesita,

una escalera grande

y una chiquita!

Y mitad cantando, mitad hablando, añadió con otra música:

¡Suba, suba, suba,

la Virgen al cielo,

suba, suba, suba,

subirá a su Reino!

– ¡Cuando San Juan baje el dedo, yo, «Gup… Gup… Gu… mercindo» Solares, ya no seré cartero, ya no seré cartero, ya no seré cartero… Y cantando:

¡Cuando yo me muera

quién me enterrará

sólo las Hermanas

de la Caridad!

– ¡Ay, juín juín juilín, por demás estás, por demás estás, por demás estás!

En la neblina se perdió dando tumbos. Era un hombrecillo cabezón. El uniforme le quedaba grande y la gorra pequeña.

Mientras tanto, don Juan Canales hacía lo imposible por ponerse en comunicación con su hermano José Antonio. La central de teléfonos no contestaba y ya el ruido del manubrio le producía bascas. Por fin le respondieron con voz de ultratumba. Pidió la casa de don José Antonio Canales y, contra lo que esperaba, inmediatamente la voz de su hermano mayor se oyó en el aparato.

– … Sí, sí, Juan es el que te habla……Creí que no me habías conocido… Pues figúrate… Ella y el tipo, sí… Ya lo creo, ya lo creo…… Por supuesto……Sí, sí… ¿Qué me dices?……¡Nooo, no le abrimos!……Ya te figuras……Y, sin duda, que de aquí se fueron para allá contigo……¿Qué, qué?… Ya me lo suponía así… ¡Nos dejaron temblando!… ¡También a ustedes, y para tu mujer el susto no estuvo bueno; mi mujer quería salir a la puerta, pero yo me opuse! ¡Naturalmente! Naturalmente, eso se cae de su peso… Bueno, el vecindario allí contig……Sí, hombre……Y aquí conmigo peor. Deben estar para echar chispas… Y de tu casa seguramente que se fueron para donde Luis… ¡Ah!, ¿no? ¿Ya venían?…

Un palor calderil, de luego en luego claridad sumisa, jugo de limón, jugo de naranja, rubor de hoguera nueva, oro mate de primera llama, luz de amanecer, les agarró en la calle, cuando volvían de llamar inútilmente a la casa de don José Antonio.

A cada paso repetía Camila:

– ¡Yo me las arreglaré!

Los dientes le castañeaban del frío. Las praderas de sus ojos, húmedas de llanto, veían pintar la mañana con insospechada amargura. Había tomado el aire de las personas heridas por la fatalidad. Su andar era poco suelto. Su gesto un no estar en sí.

Los pajaritos saludaban la aurora en los jardines de los parques públicos y en los del interior de las casas, los pequeños jardines de los patios. Un concierto celestial de músicas trémulas subía al azul divino del amanecer, mientras despertaban las rosas y mientras, por otro lado, el tantaneo de las campanas, que daban los buenos días a Nuestro Señor, alternaba con los golpes fofos de las carnicerías donde hachaban la carne; y el solfeo de los gallos que con las alas se contaban los compases, con las descargas en sordina de las panaderías al caer el pan en las bateas; y las voces y pasos de los trasnochadores con el ruido de alguna puerta abierta por viejecilla en busca de comunión o mucama en busca de pan para el viajero que en desayunando saldría a tomar el tren.

Amanecía…

Los zopilotes se disputaban el cadáver de un gato a picotazo limpio. Los perros perseguían a las perras, jadeantes, con los ojos enardecidos y la lengua fuera. Un perro pasaba renqueando, con la cola entre las piernas, y apenas si volvía a mirar, melancólico y medroso, para enseñar los dientes. A lo largo de puertas y muros dibujaban los canes las cataratas del Niágara.

Amanecía…

Las cuadrillas de indios que barrían durante la noche las calles céntricas regresaban a sus ranchos uno tras otro, como fantasmas vestidos de jerga, riéndose y hablando en una lengua que sonaba a canto de chicharra en el silencio matinal. Las escobas a manera de paraguas cogidas con el sobaco. Los dientes de turrón en las caras de cobre. Descalzos. Rotos. A veces se detenía uno de ellos a la orilla del andén y se sonaba al aire, inclinándose al tiempo de apretarse la nariz con el pulgar y el índice. Delante de las puertas de los templos todos se quitaban el sombrero.

Amanecía…

Araucarias inaccesibles, telarañas verdes para cazar estrellas fugaces. Nubes de primera comunión. Pitos de locomotoras extranjeras.

La Masacuata se felicitó de verles volver juntos. No pudo cerrar los ojos de la pena en toda la noche e iba a salir en seguida para la Penitenciaría con el desayuno de Lucio Vásquez.

Cara de Ángel se despidió, mientras Camila lloraba su desgracia increíble.

– ¡Hasta luego! -dijo sin saber por qué; él ya no tenía qué hacer allí.

Y al salir sintió por primera vez, desde la muerte de su madre, los ojos llenos de lágrimas.

XIX Las cuentas y el chocolate

El Auditor de Guerra acabó de tomar su chocolate de arroz con una doble empinada de pocillo, para beberse hasta el asiento; luego se limpió el bigote color de ala de mosca con la manga de la camisa y, acercándose a la luz de la lámpara, metió los ojos en el recipiente para ver si se lo había bebido todo. Entre sus papelotes y sus códigos mugrientos, silencioso y feo, miope y glotón, no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel Licenciado en Derecho, aquel árbol de papel sellado, cuyas raíces nutríanse de todas las clases sociales, hasta de las más humildes y miserables. Nunca, sin duda, vieran las generaciones un hambre tal de papel sellado. Al sacar los ojos del pocillo, que examinó con el dedo para ver si no había dejado nada, vio asomar por la única puerta de su escritorio a la sirvienta, espectro que arrastraba los pies como si los zapatos le quedaran grandes, poco a poco, uno tras otro, uno tras otro.

– .Ya te bebiste el chocolate, dirés!

– ¡Sí, Dios te lo pague, estaba muy sabroso! A mí me gusta cuando por el tragadero le pasa a uno el pusunque.

– ¿Dónde pusiste la taza? -inquirió la sirvienta, buscando entre los libros que hacían sombra sobre la mesa.

– ¡Allí! ¿No la estás viendo?

– Ahora que decís eso, mirá, ya estos cajones están llenos de papel sellado. Mañana, si te parece, saldré a ver qué se vende.

– Pero que sea con modo, para que no se sepa. La gente es muy fregada.

– ¡Vos estás creyendo que no tengo dos dedos de frente! Hay como sobre cuatrocientas fojas a veinticinco centavos, como doscientas de a cincuenta… Las estuve contando mientras que se calentaban mis planchas ahora en la tardecita.

Un toquido en la puerta de la calle le cortó la palabra a la sirvienta.

– ¡Qué manera de tocar, imbéciles! -respingó el Auditor. -Si así tocan siempre… A saber quién será… Muchas veces estoy yo en la cocina y hasta allá llegan los toquidotes…

La sirvienta dijo estas últimas palabras ya para salir a ver quién llamaba. Parecía un paraguas la pobre, con su cabeza pequeña y sus enaguas largas y descoloridas.

– ¡Que no estoy! -le gritó el Auditor-. Y mirá, mejor si salís por la ventana…

Transcurridos unos momentos volvió la vieja, siempre arrastrando los pies, con una carta.

– Esperan contestación…

El Auditor rompió el sobre de mal modo; pasó los ojos por la tarjetita que encerraba y dijo a la sirvienta con el gesto endulzado:

– ¡Que está recibida!

Y ésta, arrastrando los pies, volvió a dar la respuesta al muchacho que había traído el mandado, y cerró la ventana a piedra y lodo.

Tardó en volver; andaba bendiciendo las puertas. Nunca acababa de llevarse la taza sucia de chocolate.

En tanto, aquél, arrellanado en el sillón, releía con sus puntos y sus comas la tarjetita que acababa de recibir. Era de un colega que le proponía un negocio. La Chón Diente de Oro -le decía el Licenciado Vidalitas-, amiga del Señor Presidente y propietaria de un acreditado establecimiento de mujeres públicas, vino a buscarme esta mañana a mi bufete, para decirme que vio en la Casa Nueva a una mujer joven y bonita que le convendría para su negocio. Ofrece 10.000 pesos por ella. Sabiendo que está presa de tu orden, te molesto para que me digas si tienes inconveniente en recibir ese dinerito y entregarle dicha mujer a mi dienta…

– Si no se te ofrece nada, me voy a acostar.

– No, nada, que pasés buena noche…

– Así la pasés vos… ¡Que descansen las ánimas del Purgatorio!

El Auditor, mientras la sirvienta salía arrastrando los pies, repasaba la cantidad del negocio en perspectiva, número por número, en uno, un cero, otro cero, otro cero, otro cero… ¡Diez mil pesos!

La vieja regresó:

– No me acordaba de decirte que el Padre mandó a avisar que mañana va a decir la misa más temprano.

– ¡Ah, verdad pues, que mañana es sábado! Despertame en cuanto llamen, ¿oíste?, que anoche me desvelé y me puede agarrar el sueño.

– Ái te despierto, pues…

Dicho esto se fue poco a poco, arrastrando los pies. Pero volvió a venir. Había olvidado de llevar al lavadero de los trastes la taza sucia. Ya estaba desnuda cuando se acordó.

– Y por fortuna me acordé -díjose a media voz-; si no, sí que sí que… -con gran trabajo se puso los zapatos-… sí que sí que… - y acabó con un ¡sea por Dios! envuelto en un suspiro. De no poderle tanto dejar un traste sucio se habría quedado metidita en la cama.

El Auditor no se dio cuenta de la última entrada y salida de la vieja, enfrascado en la lectura de su última obra maestra: el proceso de la fuga del general Eusebio Canales. Cuatro eran los reos principales: Fedina de Rodas, Genaro Rodas, Lucio Vásquez y… -se pasaba la lengua por los labios- el otro, un personaje que se las debía, Miguel Cara de Ángel.

El rapto de la hija del general, como esa nube negra que arroja el pulpo cuando se siente atacado, no fue sino una treta para burlar la vigilancia de la autoridad, se decía. Las declaraciones de Fedina Rodas son terminantes a este respecto. La casa estaba vacía cuando ella se presentó a buscar al general a las seis de la mañana. Sus declaraciones me parecieron veraces desde el primer momento, y si apreté un poquito el tornillo fue para estar más seguro: su dicho era la condenación irrefutable de Cara de Ángel. Si a las seis de la mañana en la casa ya no había nadie, y por otra parte, si de los partes de policía se desprende que el general llegó a recogerse al filo de las doce de la noche, ergo, el reo se fugó a las dos de la mañana, mientras el otro hacía el simulacro de alzarse con su hija…

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