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El Auditor de Guerra se precipitó hacia el Presidente, que volvía del balcón seguido de unos cuantos amigos, para darle parte de la fuga del general Canales y felicitarle por su discurso antes que los demás; pero como todos los que se acercaron con este propósito, se detuvo cohibido por un temor extraño, por una fuerza sobrenatural, y para no quedarse con la mano tendida, se la alargó a Cara de Ángel.

El favorito le volvió la espalda y, con la mano al aire, oyó el Auditor la primera detonación de una serie de explosiones que se sucedieron en pocos segundos como descargas de artillería. Aún se escuchan los gritos; aún saltan, aún corren, aún patalean las sillas derribadas, las mujeres con ataque, aún se oye el paso de los soldados que se van regando como arroces, la mano en la cartuchera que no se abre pronto, el fusil cargado, entre ametralladoras, espejos rojos y oficiales y cañones… Un coronel se perdió escalera arriba guardándose el revólver. Otro bajaba por una escalera de caracol guardándose el revólver. No era nada. Un capitán pasó por una ventana guardándose el revólver. Otro ganó una puerta guardándose el revólver. No era nada. ¡No era nada! Pero el aire estaba frío. La noticia cundió por las salas en desorden. No era nada. Poco a poco se fueron juntando los convidados; quién había hecho aguas del susto, quién perdido los guantes, y a los que les volvía el color no les bajaba el habla, y a los que les volvía el habla les faltaba color. Lo que ninguno pudo decir fue por dónde y a qué hora desapareció el Presidente.

Por tierra yacía, al pie de una escalinata, el primer bombo de la banda marcial. Rodó desde el primer piso con bombo y todo y ahí la de ¡sálvese el que pueda!

XV Tíos y tías

El favorito salió de Palacio entre el Presidente del Poder Judicial, viejecillo que de leva y chistera recordaba los ratones de los dibujos infantiles, y un representante del pueblo, descascarado como santo viejo de puro antiguo; los cuales discutían con argumentos de hacerse agua la boca si era mejor el Gran Hotel o una cantina de los alrededores para ir a quitarse el susto que les había dado el idiota del bombo, a quien ellos mandaran sin pizca de remordimiento a baterías, al infierno o a otro peor castigo. Cuando hablaba el representante del pueblo, partidario del Gran Hotel, parecía dictar reglas de observancia obligatoria acerca de los sitios más aristocráticos para empinar la botella, lo que de carambola de bola y banda era en bien de las cargas del Estado. Cuando hablaba el magistrado, lo hacía con el énfasis del que resuelve un asunto en sentencias que causa ejecutoria: «atañedera a la riqueza medular es la falta de apariencia y por eso, yo, amigo mío, prefiero el fondín pobre, en el que se está de confianza con amigos de abrazo, al hotel suntuoso donde no todo lo que brilla es oro».

Cara de Ángel les dejó discutiendo en la esquina de Palacio -en aquel conflicto de autoridades lo mejor era lavarse las manos- y echó por el barrio de El Incienso, en busca del domicilio de don Juan Canales. Urgía que este señor fuera o mandara a recoger a su sobrina a la fonda de El Tus-Tep. «Que vaya o mande por ella, ¡a mí qué me importa! -se iba diciendo-; que no dependa más de mí, que exista como existía hasta ayer que yo la ignoraba, que yo no sabía que existía, que no era nada para mí…» Dos o tres personas se botaron a la calle cediéndole la acera para saludarlo. Agradeció sin fijarse quiénes eran.

De los hermanos del general, don Juan vivía por El Incienso, en una de las casas del costado de El Cuño, como se llamaba la fábrica de moneda, que, dicho sea de paso, era un edificio de solemnidad patibularia. Desconchados bastiones reforzaban las murallas llorosas y por las ventanas, que defendían rejas de hierro, se adivinaban salas con aspecto de jaulas para fieras. Allí se guardaban los millones del diablo.

Al toquido del favorito respondió un perro. Advertíase por la manera de ladrar de tan iracundo cancerbero que estaba atado. Con la chistera en la mano franqueó Cara de Ángel la puerta de la casa -era bello y malo como Satán-, contento de encontrarse en el sitio en que iba a dejar a la hija del general y aturdido por el ladrar del perro y los paseadelante, paseadelante de un varón sanguíneo, risueño y ventrudo, que no era otro que don Juan Canales.

– ¡Pase adelante, tenga la bondad, pase adelante, por aquí, señor, por aquí, si me hace el favor! ¿Y a qué debemos el gusto de tenerle en casa? -Don Juan decía todo esto como autómata, en un tono de voz que estaba muy lejos de la angustia que sentía en presencia de aquel precioso arete del Señor Presidente.

Cara de Ángel rodaba los ojos por la sala. ¡Qué ladridos daba a las visitas el perro del mal gusto! Del grupo de los retratos de los hermanos Canales advirtió que habían quitado el retrato del general. Un espejo, en el extremo opuesto, repetía el hueco del retrato y parte de la sala tapizada de un papel que fue amarillo, color de telegrama.

El perro, observó Cara de Ángel, mientras don Juan agotaba las frases comunes de su repertorio de fórmulas sociales, sigue siendo el alma de la casa, como en los tiempos primitivos. La defensa de la tribu. Hasta el Señor Presidente tiene una jauría de perros importados.

El dueño de la casa apareció por el espejo manoteando desesperadamente. Don Juan Canales, dichas las frases de cajón, como buen nadador se había tirado al fondo.

– ¡Aquí, en mi casa -refería-, mi mujer y este servidor de usted hemos desaprobado con verdadera indignación la conducta de mi hermano Eusebio! ¡Qué cuento es ése! Un crimen es siempre repugnante y más en este caso, tratándose de quien se trataba, de una persona apreciabilísima por todos conceptos, de un hombre que era la honra de nuestro Ejército y, sobre todo, diga usted, de un amigo del Señor Presidente.

Cara de Ángel guardó el pavoroso silencio del que, sin poder salvar a una persona por falta de medios, la ve ahogarse, sólo comparable con el silencio de las visitas cuando callan, temerosas de aceptar o rechazar lo que se está diciendo.

Don Juan percibió el control sobre sus nervios al oír que sus palabras caían en el vacío y empezó a dar manotadas al aire, a querer alcanzar fondo con los pies. Su cabeza era un hervor. Suponíase mezclado en el asesinato del Portal del Señor y en sus largas ramificaciones políticas. De nada le serviría ser inocente, de nada. Ya estaba complicado, ya estaba complicado. ¡La lotería, amigo, la lotería! ¡La lotería, amigo, la lotería! Ésta era la frase-síntesis de aquel país, como lo pregonaba Tío Fulgencio, un buen señor que vendía billetes de lotería por las calles, católico fervoroso y cobrador de ajuste. En lugar de Cara de Ángel miraba Canales la silueta de esqueleto de Tío Fulgencio, cuyos huesos, mandíbulas y dedos parecían sostenidos con alambres nerviosos. Tío Fulgencio apretaba la cartera de cuero negro bajo el brazo anguloso, desarrugaba la cara y, dándose nalgaditas en los pantalones fondilludos, alargaba la quijada para decir con una voz que le salía por las narices y la boca sin dientes: «¡Amigo, amigo, la única ley en eg ta tierra eg la lotería: pog lotería cae ug té en la cág cel, pog lotería lo fug ilan, pog lotería lo hag en diputado, diplomático, preg idente de la G epública, general, minig tro! ¿De qué vale el eg tudio aquí, si to eg pog lotería? ¡Lotería, amigo, lotería, cómpreme, pueg , un número de la lotería!» Y todo aquel esqueleto nudoso, tronco de vid retorcido, se sacudía de la risa que le iba saliendo de la boca, como lista de lotería toda de números premiados.

Cara de Ángel, muy lejos de lo que don Juan pensaba, lo observaba en silencio, preguntándose hasta dónde aquel hombre cobarde y repugnante era algo de Camila.

– ¡Por ahí se dice, mejor dicho, le contaron a mi mujer, que se me quiere complicar en el asesinato del coronel Parrales Sonriente!… -continuó Canales, enjugándose con un pañuelo, que gran dificultad tuvo para sacarse del bolsillo, las gruesas gotas de sudor que le rodaban por la frente.

– No sé nada -le contestó aquél en seco.

– ¡Sería injusto! Y ya le digo, aquí, con mi mujer, desaprobamos desde el primer momento la conducta de Eusebio. Además, no sé si usted estará al tanto, en los últimos tiempos nos veíamos muy de cuando en vez con mi hermano. Casi nunca. Mejor dicho, nunca. Pasábamos como dos extraños: buenos días, buenos días, buenas tardes, buenas tardes; pero nada más. Adiós, adiós, pero nada más.

Ya la voz de don Juan era insegura. Su esposa seguía la visita detrás de una mampara y creyó prudente salir en auxilio de su marido.

– ¡Preséntame, Juan! -exclamó al entrar saludando a Cara de Ángel con una inclinación de cabeza y una sonrisa de cortesía.

– ¡Sí, de veras! -contestó el aturdido esposo poniéndose de pie al mismo tiempo que el favorito-. ¡Aquí voy a tener el gusto de presentarle a mi señora!

– Judith de Canales…

Cara de Ángel oyó el nombre de la esposa de don Juan, pero no recuerda haber dicho el suyo.

En aquella visita, que prolongaba sin motivo, bajo la fuerza inexplicable que en su corazón empezaba a desordenar su existencia, las palabras extrañas a Camila perdíanse en sus oídos sin dejar rastro.

«¡Pero por qué no me hablan estas gentes de su sobrina! -pensaba-. Si me hablaran de ella yo les pondría atención; si me hablaran de ella yo les diría que no tuvieran pena, que no se está complicando a don Juan en asesinato alguno; si me hablaran de ella… ¡Pero qué necio soy! De Camila, que yo quisiera que dejara de ser Camila y que se quedara aquí con ellos sin yo pensar más en ella; yo, ella, ellos… ¡Pero qué necio! Ella y ellos, yo no, yo aparte, aparte, lejos, yo con ella no…»

Doña Judith -como ella firmaba- tomó asiento en el sofá y restregóse un pañuelito de encajes en la nariz para darse un compás de espera.

– Decían ustedes… Les corté su conversación. Perdonen…

– ¡De…!

– ¡Sí…!

– ¡Han…!

Los tres hablaron al mismo tiempo, y después de unos cuantos «siga usted, siga usted» de lo más gracioso, don Juan, sin saber por qué, se quedó con la palabra. («¡Qué animal!», le gritó su esposa con los ojos.)

– Le contaba yo aquí al amigo que contigo nosotros nos indignamos cuando, en forma puramente confidencial, supimos que mi hermano Eusebio era uno de los asesinos del coronel Parrales Sonriente…

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