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Ya los pies le sangraban, ya botaba las manos de cansancio y su sombra y su imagen seguían indestructibles.

Convulsa e iracunda, con la desesperación del que arremete por última vez, se lanzó de cabeza contra la pila…

Dos rosas cayeron en el agua…

La rama de un rosal espinudo le había arrebatado los ojos…

Saltó por el suelo como su propia sombra hasta quedar exánime al pie de un naranjo que pringaba de sangre un choreque de abril.

La banda marcial pasaba por la calle. ¡Cuánta violencia y cuánto aire guerrero! ¡Qué hambre de arcos triunfales! Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de los trompeteros por soplar duro y parejo, los vecinos, lejos de abrir los ojos con premura de héroes fatigados de ver la tizona sin objeto en la dorada paz de los trigos, se despertaban con la buena nueva del día de fiesta y el humilde propósito de persignarse para que Dios les librara de los malos pensamientos, de las malas palabras y de las malas obras contra el Presidente de la República.

La Chabelona topó a la banda al final de un rápido adormecimiento. Estaba a oscuras. Sin duda la señorita había venido de puntillas a cubrirle los ojos por detrás.

«¡Niña Camila, si ya sé que es usté, déjeme verla!», balbuceó, llevándose las manos a la cara para arrancarse de los párpados las manos de la señorita, que le hacían un daño horrible.

El viento aporreaba las mazorcas de sonidos calle abajo. La música y la oscuridad de la ceguera que le vendaba los ojos como en un juego de niños trajeron a su recuerdo la escuela donde aprendió las primeras letras, allá por Pueblo Viejo. Un salto de edad y se veía ya grande, sentada a la sombra de dos árboles de mango y luego, lueguito, relueguito, de otro salto, en una carreta de bueyes que rodaba por caminos planos y olorosos a troj. El chirriar de las ruedas desangraba como doble corona de espinas el silencio del carretero imberbe que la hizo mujer. Rumia que rumia fueron arrastrando los vencidos bueyes el tálamo nupcial. Ebriedad de cielo en la planicie elástica… Pero el recuero se dislocaba de pronto y con ímpetu de catarata veía entrar a la casa un chorro de hombres… Su hálito de bestias negras, su grita infernal, sus golpes, sus blasfemias, sus risotadas, el piano que gritaba hasta desgañitarse como si le arrancaran las muelas a manada limpia, la señorita perdida como un perfume y un mazazo en medio de la frente acompañado de un grito extraño y de una sombra inmensa.

La esposa de Genaro Rodas, Niña Fedina, encontró a la sirvienta tirada en el patio, con las mejillas bañadas en sangre, los cabellos en desorden, las ropas hechas pedazos, luchando con las moscas que manos invisibles le arrojaban por puños a la cara; y como la que se encuentra con un espanto, huyó por las habitaciones presa de miedo.

– ¡Pobre! ¡Pobre! -murmuraba sin cesar.

Al pie de una ventana encontró la carta escrita por el general para su hermano Juan. Le recomendaba que mirara por Camila… Pero no la leyó toda Niña Fedina, parte porque la atormentaban los gritos de la Chabelona, que parecían salir de los espejos rotos, de los cristales hechos trizas, de las sillas maltrechas, de las cómodas forzadas, de los retratos caídos, y parte porque precisaba poner pies en polvorosa. Se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo que, doblado en cuatro, apretaba nerviosamente en la mano repujada de sortijas baratas, y guardándose el papel en el cotón, se encaminó a la calle a toda prisa.

Demasiado tarde. Un oficial de gesto duro la apresó en la puerta. La casa estaba rodeada de soldados. Del patio subía el grito de la sirvienta atormentada por las moscas.

Lucio Vásquez, quien a instancias de la Masacuata y de Camila volaba ojo desde la puerta de El Tus-Tep, se quedó sin respiración al ver que agarraban a la esposa de Genaro Rodas, el amigo a quien al calor de los tragos había contado anoche, en El Despertar del León, lo de la captura del general.

– ¡No lloro, pero me acuerdo! -exclamó la fondera, que había salido a la puerta en el momento en que capturaban a Niña Fedina.

Un soldado se acercó a la fonda. «¡A la hija del general buscan!», se dijo la fondera con el alma en los pies. Otro tanto pensó Vásquez, turbado hasta la raíz de los pelos. El soldado se acercó a decir que cerraran. Entornaron las puertas y se quedaron espiando por las rendijas lo que pasaba en la calle.

Vásquez reanimóse en la penumbra y con el pretexto del susto quiso acariciar a la Masacuata, pero ésta, como de costumbre, no se dejó. Por poco le pega un sopapo.

– ¡Vos sí que tan chucana!

– ¡Ah, sí! ¿verdá? ¡Cómo no, Chón! ¡Cómo no me iba a dejar que me estuvieras manosiando como batidor sin orejas! ¡Qué tal si no te cuento anoche que esta babosa andaba con que la hija del general…!

– ¡Mirá que te pueden oír! -interrumpió Vásquez. Hablaban inclinados, mirando a la calle por las rendijas de la puerta.

– ¡No siás bruto, si estoy hablando quedito!… Te decía que qué tal si no te cuento que esta mujer andaba con que la hija del general iba a ser la madrina de su chirís; traés al Genaro y se amuela la cosa.

– ¡Siriaco! -contestó aquél, jalándose después una tela indespegable que sentía entre el galillo y la nariz.

– ¡No siás desasiado! ¡Vos sí que dialtiro sos cualquiera; no tenés gota de educación!

– ¡Qué delicada, pues…!

– ¡Ischt!

El Auditor de Guerra bajaba en aquel instante de un carricoche.

– Es el Auditor… -dijo Vásquez.

– ¿Y a qué viene? -preguntó la Masacuata.

– A la captura del general…

– ¿Y por eso anda vestido de loro? ¡Haceme favor!… ¡Ay-y-jo del mismo!, volale pluma a las que se ha puesto en la cabeza…

– No, ¡qué va a ser por eso!; y vos sí que para preguntona te pintás. Anda vestido así porque de aquí se va a ir a donde el Presidente.

– ¡Dichoso!

– ¡Si no capturaron anoche al general, ya me llevó puta!

– ¡Qué lo van a capturar anoche!

– ¡Mejor hacés shó!

Al bajar el Auditor del carricoche se pasaron órdenes en voz baja y un capitán, seguido de un piquete de soldados, se entró a la casa de Canales con el sable desenvainado en una mano y el revólver en la otra, como los oficiales en los cromos de las batallas de la guerra ruso-japonesa.

Y a los pocos minutos -siglos para Vásquez, que seguía los acontecimientos con el alma en un hilo- volvió el oficial con la cara descompuesta, descolorido y agitadísimo, a dar parte al Auditor de lo que sucedía.

– ¿Qué?… ¿Qué? -gritó el Auditor.

Las palabras del oficial salían atormentadas de los pliegues de sus huelgos crecidos.

– ¿Qué… que… que se ha fugado…? -rugió aquél; dos venas se le hincharon en la frente como interrogaciones negras-… ¿Y que, que, que, que han saqueado la casa?…

Sin perder segundo desapareció por la puerta seguido del oficial; una rápida ojeada de relámpago, y volvió a la calle más ligero, la mano gordezuela y rabiosa apretada a la empuñadura del espadín y tan pálido que se confundía con sus labios su bigote de ala de mosca.

– ¡Cómo se ha fugado es lo que yo quisiera saber! -exclamó al salir a la puerta-. ¡Ordenes; para eso se inventó el teléfono, para capturar a los enemigos del gobierno! ¡Viejo salado; como lo coja lo cuelgo! ¡No quisiera estar en su pellejo!

La mirada del Auditor dividió como un rayo a Niña Fedina. Un oficial y un sargento la habían traído casi a la fuerza adonde él vociferaba.

– ¡Perra!… -le dijo y, sin dejar de mirarla, añadió-: ¡Haremos cantar a ésta! ¡Teniente, tome diez soldados y llévela deprisita adonde corresponde! ¡Incomunicada!, ¿eh?…

Un grito inmóvil llenaba el espacio, un grito aceitoso, lacerante, descarnado.

– ¡Dios mío, qué le estarán haciendo a ese Señor Crucificado! -se quejó Vásquez. El grito de la Chabelona, cada vez más agudo, le abría hoyo en el pecho.

– ¡Señor! -recalcó la fondera con retintín-, ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento de cenzontle señorita!

– No me digás así…

El Auditor ordenó que se catearan las casas vecinas a la del general. Grupos de soldados, al mando de cabos y sargentos, se repartieron por todos lados. Registraban patios, habitaciones, dependencias privadas, tapancos, pilas. Subían a los tejados, removían roperos, camas, tapices, alacenas, barriles, armarios, cofres. Al vecino que tardaba en abrir la puerta se le echaban abajo a culatazos. Los perros ladraban furibundos junto a los amos pálidos. Cada casa era una regadera de ladridos…

– ¡Como registren aquí! -dijo Vásquez, que casi había perdido el habla de la angustia-. ¡En la que nos hemos metido!… Y quisiera fuera por algo, pero por embelequeros…

La Masacuata corrió a prevenir a Camila.

– Yo soy de opinión -vino diciendo Vásquez detrás- que se tape la cara y se vaya de aquí…

Y a reculones volvió a la puerta sin esperar respuesta.

– ¡Esperen! ¡Espérense! -dijo al poner el ojo en la rendija-. ¡El Auditor ya dio contraorden, ya no están registrando, nos hemos salvado!

De dos pasos se plantó la fondera en la puerta para ver con propios ojos lo que Lucio le anunciaba con tanta alegría.

– ¡Mirujeá tú, Señor Crucificado!… -susurró la fondera.

– ¿Quién es ésa, vos?

– ¡La posolera, no estás viendo! -y agregó retirando el cuerpo de la mano codiciosa de Vásquez-. ¡Estate quieto, vos, hombre! ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡A la perra con vos!

– ¡Pobre, choteá cómo la traen!

– ¡Como si el tranvía le hubiera pasado encima!

– ¿Por qué harán turnio los que se mueren?

– ¡Quitá, no quiero ver!

Una escolta, al mando de un capitán con la espada desenvainada, había sacado de casa de Canales a la Chabelona, la infeliz sirvienta. El Auditor ya no pudo interrogarla. Veinticuatro horas antes, esta basura humana ahora agonizante era el alma de un hogar donde por toda política el canario urdía sus intrigas de alpiste, el chorro en la pila sus círculos concéntricos, el general sus interminables solitarios, y Camila sus caprichos.

El Auditor saltó al carricoche seguido de un oficial. Humo se hizo el vehículo en la primera esquina. Vino una camilla cargada por cuatro hombres desguachipados y sucios, para llevar al anfiteatro el cadáver de la Chabelona. Desfilaron las tropas hacia uno de los castillos y la Masacuata abrió el establecimiento. Vásquez ocupaba su habitual banquita, disimulando mal la pena que le produjo la captura de la esposa de Genaro Rodas, con la cabeza hecha un horno de cocer ladrillos, el flato del tóxico por todas partes, hasta sentir que le volvía la borrachera por momentos, y la sospecha de la fuga del general.

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