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Se hizo un silencio. Una voz se elev? del gent?o, a unos veinte pasos:

– ?Es uno de ellos!

Inmediatamente son? un disparo de pistola y una bala fue a incrustarse en la estatua de bronce, justo detr?s de Andr?-Louis.

Instant?neamente la multitud se arremolin?, intensific?ndose hacia el lugar de donde hab?an disparado. El pistolero pertenec?a a un considerable grupo de la oposici?n, cuyos miembros quedaron rodeados en cuesti?n de segundos y se vieron en serias dificultades para protegerlo.

Al pie del pedestal se oy? la voz de los estudiantes haci?ndole coro a Le Chapelier, quien ordenaba a Andr?-Louis que se ocultara. -?Baja! ?Baja ahora mismo! ?Te asesinar?n como ya hicieron con La Rivi?re!

– ?Dejadles! -Andr?-Louis abri? los brazos en un supremo gesto teatral, y se ech? a re?r-: Aqu? me tienen, a su merced. Dejadles que a?adan mi sangre a la crecida del r?o que pronto les ahogar?. Dejadles que me asesinen. Es un oficio que conocen muy bien. Pero mientras est? aqu?, no podr?n impedirme que os hable, que os diga lo que pod?is esperar de ellos. Y solt? otra carcajada, entre gozoso y euf?rico. Se re?a por dos motivos. En primer lugar, le divert?a descubrir con cu?nta fluidez pronunciaba frases que emocionaban tan ardientemente a la multitud; y, en segundo, se acordaba del ingenioso cardenal de Retz, quien, con el prop?sito de despertar la simpat?a popular hacia ?l, acostumbraba a contratar a sus compinches para que dispararan sobre su coche. De pronto se encontraba en una situaci?n similar a la de aquel astuto pol?tico. Claro que ?l no hab?a contratado a nadie para que le disparara, pero no por ello dejaba de estar en deuda con aquel personaje, y dispuesto a sacar el m?ximo partido de aquel acto.

El grupo que trataba de proteger al asesino luchaba a brazo partido tratando de abrirse paso para escapar de la multitud enfurecida.

– ?Dejadles huir! -grit? Andr?-Louis-. ?Qu? importa un asesino m?s o menos? Dejadles huir y escuchadme, compatriotas.

Entonces, cuando m?s o menos consigui? restablecer el orden, Andr?-Louis empez? su relato. Expres?ndose con un lenguaje sencillo, aunque sin renunciar a la vehemencia, logr? emocionar a todos aquellos corazones con lo ocurrido el d?a antes en Gavrillac. La gente lloraba mientras escuchaba la descripci?n de la situaci?n en que se hallaban la viuda de Mabey y sus tres hijos hambrientos «que se han quedado hu?rfanos en venganza por la muerte de un fais?n». Tambi?n hubo l?grimas cuando evoc? a la pobre madre de Philippe de Vilmorin, un estudiante de Rennes, conocido de muchos all?, quien muri? en un noble esfuerzo por defender la causa de los afligidos.

– El marqu?s de La Tour d'Azyr -continu? el orador- dijo, refiri?ndose a Philippe de Vilmorin, que su elocuencia era demasiado peligrosa, y para acallar su valiente voz, le asesin?. Pero ha fracasado en sus objetivos. Yo, amigo ?ntimo del pobre Philippe, asumo su apostolado, y hoy no es mi voz la que o?s, sino la suya.

Al fin Le Chapelier pudo comprender el desconcertante cambio de Andr?-Louis.

– No estoy aqu? -continu? el improvisado orador- s?lo para pedir que vengu?is con vuestras manos a Philippe de Vilmorin, estoy aqu? para deciros lo que ?l os hubiera dicho hoy si estuviera vivo.

Hasta aqu? Andr?-Louis era sincero. Pero no a?adi? que no cre?a en aquellas ideas, no dijo que era una ambiciosa burgues?a la que en provecho propio empujaba al pueblo a cambiar el actual estado de cosas. Sin embargo, su auditorio crey? que las ideas que expresaba eran las que sent?a.

Y ahora, con voz terrible, con una elocuencia que a ?l mismo le asombraba, denunciaba la inercia de la justicia del rey cuando los acusados eran los nobles. Sarc?sticamente, se refiri? al procurador del rey, el se?or de Lesdigui?res:

– ?Sab?ais -pregunt? a la muchedumbre- que el se?or de Lesdigui?res s?lo sabe administrar justicia cuando resulta favorable a nuestros grandes nobles? ?No ser?a m?s justo y razonable que la administrara de otro modo?

Hizo una pausa de gran efecto dram?tico para dejar que su sarcasmo hiciera mella en quienes le o?an. Sin embargo, las dudas de Le Chapelier despertaron de nuevo, poniendo en tela de juicio su naciente confianza en la sinceridad de Andr?-Louis. ?Ad?nde quer?a ir a parar ahora?

Pero sus dudas se desvanecieron enseguida. Andr?-Louis continu? hablando como se supon?a que lo hubiera hecho Philippe de Vilmorin. Tantas veces hab?a discutido con el amigo muerto, tantas veces hab?a participado en los debates del Casino Literario, que se sab?a al dedillo todos los t?picos -en esencia a?n verdaderos- de los reformadores.

– ?Cu?l es -grit? Andr?-Louis- la composici?n de nuestro pa?s? Un mill?n de sus habitantes pertenece a las clases privilegiadas. Ellos son Francia. Porque, evidentemente, el resto no son m?s que objetos. No se puede pretender que veinticuatro millones de almas cuenten para algo, ni que puedan ser representativas de esta gran naci?n, ni que tengan otro destino que no sea el de servir de criados a aquel otro mill?n de elegidos. Una inquietante risa multitudinaria se oy? en la plaza abarrotada, tal y como Andr?-Louis quer?a.

– Viendo peligrar sus privilegios a causa de la invasi?n de esos otros veinticuatro millones de habitantes, en su mayor parte integrados por la «canalla», como dicen ellos; posiblemente creados por Dios, pero evidentemente s?lo para ser esclavos de los privilegiados, ?c?mo puede sorprendernos que el administrar justicia est? en manos de gentes como el se?or de Lesdigui?res, gentes sin seso para pensar ni coraz?n para conmoverse? Ellos tienen que defenderse del asalto de la canalla, de esa chusma que somos nosotros. Pensad tan s?lo en algunos de esos derechos se?oriales que peligrar?an seriamente si los privilegiados obedecieran por fin a su soberano y admitieran que el voto del Tercer Estado tiene tanta importancia como el de ellos.

Tras una breve pausa, sigui?:

– Si admitieran al Tercer Estado, ?qu? ser?a del derecho que poseen sobre la tierra, los ?rboles frutales, las vi?as? ?Qu? ser?a del privilegio que tienen sobre la primera vendimia y para ejercer el control de la venta del vino? ?Qu? ser?a de su derecho a los impuestos que paga el pueblo y que mantienen su opulento estado? ?Qu? de los tributos que les dan un quinto del valor de las posesiones, y que han de pag?rseles antes de que los reba?os puedan alimentarse en las tierras comunales? ?Qu? de la indemnizaci?n que les resarce del polvo levantado en sus caminos por los reba?os que van al mercado? ?Y qu? ser?a del impuesto sobre cada una de las cosas que se venden en los mercados p?blicos, sobre los pesos y las medidas, y todo lo dem?s? ?Qu? ser?a de sus derechos sobre los hombres y animales que trabajan en los campos; sobre las barcas y los puentes que cruzan los r?os, sobre la excavaci?n de pozos, sobre las madrigueras de conejos, sobre los palomares y el fuego, pues hasta a la m?s pobre chimenea campesina le sacan provecho? ?Qu? pasar?a con sus exclusivos derechos de pesca y de caza, cuya violaci?n se considera tan grave que puede incluso castigarse con la pena capital?

Al cabo de otra pausa, Andr?-Louis prosigui?:

– ?Y qu? ser?a de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy d?a, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que ten?a absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese mill?n de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. ?Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abusos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fr?a que presenci? por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aqu?, en este pedestal donde estoy ahora, y otro m?s, junto a las obras de la catedral, sin contar que tambi?n hab?is sido testigos del frustrado atentado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la correspondiente justicia que deber?a castigarlos, est?n los Lesdigui?res, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. ?C?mo puede extra?arnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la elecci?n de un Tercer Estado cuyos votos podr?an dar al traste con todos estos privilegios, obligando a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el m?s humilde hombre del pueblo, proporcion?ndole al pa?s el dinero necesario para salvarlo de la bancarrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporci?n que los dem?s? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las ?rdenes del rey.

Al llegar a este punto, Andr?-Louis record? una frase que Vilmorin hab?a dicho el mismo d?a de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se dispon?a a usarla:

– ?Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, est?n socavando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuenta de que si ese trono se derrumba, ellos ser?n los primeros en caer.

La frase fue ovacionada con un terror?fico rugido. Otra vez el auditorio vibr? como sacudido por un oleaje mientras Andr?-Louis sonre?a ir?nicamente. Entonces pidi? silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qu? punto se hab?a adue?ado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconoc?a su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y a?os hab?an rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.

Ahora el orador se dispon?a a concluir, hablando m?s tranquilo, exagerando m?s los movimientos ir?nicos de su boca siempre risue?a:

– Al despedirme del se?or de Lesdigui?res le cit? un ejemplo sacado de la Historia Natural de Buffon. Le dije que cuando los lobos andaban aislados por la jungla se hartaron de huir del tigre que siempre los cazaba. Entonces se reunieron en grupos y les toc? el turno de cazar ellos al tigre. El se?or de Lesdigui?res me contest? desde?osamente que no me entend?a. Pero vuestra inteligencia es m?s aguda que la suya. Y por eso estoy seguro de que me comprend?is. ?Verdad que s??

Otra vez se oy? un gran rugido, ahora mezclado con risas. Andr?-Louis hab?a arrastrado a aquellas gentes a un extremo tal de peligroso apasionamiento que bastaba la menor incitaci?n para que llegaran a cualquier exceso de violencia. Si hab?a fracasado ante el molino, por lo menos ahora era due?o del viento.

– ?A palacio! -gritaban las gentes blandiendo garrotes, alzando los pu?os y alguna que otra espada-. ?A palacio! ?Abajo el se?or de Lesdigui?res! ?Muerte al procurador del rey!

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