— Cuénteselo a San Pedro, para que me borre del libro negro–le pidió.
— Qué tremendo chasco se llevarán estas buenas personas si en vez de irme al cielo acabo cocinándome en las pailas del infierno… — comentó la moribunda, cuando por fin pude cerrar la puerta para que descansara un poco.
— Si eso ocurre allá arriba, aquí abajo nadie lo sabrá, Clarisa.
— Mejor así. Desde el amanecer del viernes se congregó una muchedumbre en la calle y a duras penas sus hijos lograron impedir el desborde de creyentes dispuestos a llevarse cualquier reliquia, desde trozos de papel de las paredes hasta la escasa ropa de la santa. Clarisa decaía a ojos vista y por primera vez dio señales de tomar en serio su propia muerte. A eso de las diez se detuvo frente a la casa un automóvil azul con placas del Congreso. El chófer ayudó a descender del asiento trasero a un anciano, que la multitud reconoció de inmediato. Era don Diego Cienfuegos, convertido en prócer después de tantas décadas de servicio en la vida pública. Los hijos de Clarisa salieron a recibirlo y lo acompañaron en su penoso ascenso hasta el segundo piso. Al verlo en el umbral de la puerta, Clarisa se animó, volvieron el rubor a sus mejillas y el brillo a sus ojos.
— Por favor, saca a todo el mundo de la pieza y déjanos solos–me sopló al oído.
Veinte minutos más tarde se abrió la puerta.y don Diego Cienfuegos salió arrastrando los pies, con los ojos aguados, maltrecho y tullido, pero sonriendo. Los hijos de Clarisa, que lo esperaban en el pasillo, lo tomaron de nuevo por los brazos para ayudarlo y entonces, al verlos juntos, confirmé algo que ya había notado antes. Esos tres hombres tenían el mismo porte y perfil, la misma pausada seguridad, los mismos ojos sabios y manos firmes.
Esperé que bajaran la escalera y volví donde mi amiga. Me acerqué para acomodarle las almohadas y vi que también ella, como su visitante, lloraba con cierto regocijo.
— Fue don Diego su pecado más grave, ¿verdad? — le susurré.
— Eso no fue pecado, hija, sólo una ayuda a Dios para equilibrar la balanza del destino. Y ya ves cómo resultó de lo más bien, porque por dos hijos retardados tuve otros dos para cuidarlos.
Esa noche murió Clarisa sin angustia. De cáncer, diagnosticó el médico al ver sus capullos de alas; de santidad, proclamaron los devotos apiñados en la calle con cirios y flores; de asombro, digo yo, porque estuve con ella cuando nos visitó el Papa.
BOCA DE SAPO
Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra, coirón y hielo, extensas llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario de islas, picachos de cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio instalado allí desde el nacimiento de los tiempos e interrumpido a veces por el suspiro subterráneo de los glaciares deslizándose lentamente hacia el mar. Es una naturaleza áspera, habitada por hombres rudos. A comienzos del siglo no había nada allí que los ingleses pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones para criar ovejas. En pocos años los animales se multiplicaron en tal forma que de lejos parecían nubes atrapadas a ras del suelo, se comieron toda la vegetación y pisotearon los últimos altares–U las culturas indígenas. En ese lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.
En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones. Los peones criollos vivían en las barracas del campamento, separados de sus patrones por cercas de arbustos espinudos y rosas silvestres, que intentaban en vano limitar la inmensidad de la pampa y crear para los extranjeros la ilusión de una suave campiña inglesa.
Vigilados por los guardias de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una sopa casera durante meses, los trabajadores sobrevivían a la desventura, tan desamparados como el ganado a su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la guitarra y entonces el paisaje se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la penuria de amor, a pesar de la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para
apaciguar los deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían con las ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla. Esas bestias tienen grandes mamas, como senos de madre, y al quitarles la piel, cuando aún están vivas, calientes, palpitantes, un hombre muy necesitado puede cerrar los ojos e imaginar que abraza a una sirena. A pesar de estos inconvenientes los obreros se divertían más que sus patrones, gracias a los juegos ¡lícitos de Hermelinda.
Ella era la única mujer joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama inglesa, quien sólo cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en esas ocasiones apenas se alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cambio, era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en general y muchos en particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigoroso y al mismo tiempo tan vulnerable en sus manos, la índole combativa y el corazón ingenuo. Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad extrema de sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía. En su brava naturaleza había trazos de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo parches en una camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo o escribiendo cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de flautas y oboes cuando lo atravesaba el viento. Tenía las carnes firmes y la piel sin mácula, se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que una oveja aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había recorrido seiscientos kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato en su compañía. Los viernes llegaban galopando desaforados desde extremos tan apartados, que las bestias, cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para destilar un aguardiente clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado de sus huéspedes, y que también servía para encender sus lámparas a la hora de la
diversión. Las apuestas comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando resultaba imposible concentrar la vista o agudizar el entendimiento.
Hermelinda había descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer trampas. Aparte de los naipes y los dados, los hombres disponían de varios juegos y siempre el premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y quienes ganaban también se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato muy breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una atención más esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero conservaban los chalecos, los gorros y las botas forradas en piel de cordero, para defenderse del frío antártico que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y comenzaba la persecución. A veces se formaba tal alboroto que las risas y los jadeos cruzaban la noche más allá de las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes permanecían impasibles, fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la pampa, mientras continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán antes de irse a la cama. El primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba un cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla colgada del techo por dos cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus enaguas amarillas. Los jugadores ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla y quien lograba su objetivo se veía atrapado entre los muslos de la bella, en un revuelo de enaguas, balanceado, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las carcajadas de los demás.