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Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón, encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.

Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.

Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.

Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la

pestilencia de los cadáveres.

— ¿Cómo te llamas? — le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de flor-. No te muevas, Azucena–le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía.tan turbio como el lodo.

Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la cuerda y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.

— No te preocupes, vamos a sacarte de aquí–le prometió Rolf. A pesar de las fallas de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo miró sin responder.

En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio intolerable para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó

una tabla cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.

— ¡No podemos esperar tanto! — reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión irremediable.

Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.

— Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba–trató de consolarla Rolf Carlé.

— No me dejes sola–le pidió ella. — No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría biem llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En

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ches enteras con él editando p que vivió en esos tres días defi udad, a los senadores de la Re

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