El Benefactor no sabía cortejar a una mujer, no había tenido hasta entonces necesidad de hacerlo. Eso actuó a su favor, porque si hubiera acosado a Marcia con galanterías de seductor habría resultado repulsivo y ella habría retrocedido con desprecio. En cambio ella no pudo negarse cuando a los pocos días él apareció ante su puerta, vestido de civil y sin escolta, como un bisabuelo triste, para decirle que hacía diez años que no había tocado a una mujer y ya estaba muerto para las tentaciones de ese tipo, pero con todo respeto solicitaba que lo acompañara esa tarde a un lugar privado, donde él pudiera descansar la cabeza en sus rodillas de reina y contarle cómo era el mundo cuando él era todavía un macho bien plantado y ella todavía no había nacido.
— ¿Y mi marido? — alcanzó a preguntar Marcia con un soplo de voz.
— Su marido no existe, hija. Ahora sólo.existimos usted y yo–replicó el Presidente Vitalicio, conduciéndola del brazo hasta su Packard negro.
Marcia no regresó a su casa y antes de un mes el embajador Lieberman partió de vuelta a su país. Había removido piedras en busca de su mujer, negándose al principio a aceptar lo que ya no era ningún secreto, pero cuando las evidencias del rapto fueron imposibles de ignorar, Lieberman pidió una audiencia con el Jefe del Estado y le exigió la devolución de su esposa. El intérprete intentó suavizar sus palabras en la traducción, pero el Presidente captó el tono y aprovechó el pretexto para deshacerse
de una vez por todas de ese marido imprudente. Declaró que Lieberman había insultado a la Nación al lanzar aquellas disparatadas acusaciones sin ningún fundamento y le ordenó salir de sus fronteras en tres días. Le ofreció la alternativa de hacerlo sin escándalo, para proteger la dignidad de su país, puesto que nadie tenía interés en romper las relaciones diplomáticas y obstruir el libre tráfico de los barcos petroleros. Al final de la entrevista, con una expresión de padre ofendido, agregó que podía entender su ofuscación y que se fuera tranquilo, porque en su ausencia continuaría la búsqueda de la señora. Para probar su buena voluntad llamó al Jefe de la Policía y le dio instrucciones delante del embajador. Si en algún momento a Lieberman se le ocurrió rehusarse a partir sin Marcia, un segundo pensamiento lo hizo comprender que se exponía a un tiro en la nuca, de modo que empacó sus pertenencias y salió del país antes del plazo designado.
Al Benefactor el amor lo tomó por sorpresa a una edad en que ya no recordaba las impaciencias del corazón. Ese cataclismo remeció sus sentidos y lo colocó de vuelta en la adolescencia, pero no fue suficiente para adormecer su astucia de zorro. Comprendió que se trataba de una pasión senil y fue imposible p para él imaginar que Marcia retribuía sus sentimientos. No sabía por qué lo había seguido aquella tarde, pero su razón le indicaba que no era por amor y, como no sabía nada de mujeres, supuso que ella se había dejado seducir por el gusto de la aventura o por la codicia del poder. En realidad a ella la venció la lástima. Cuando el anciano la abrazó ansioso, con los ojos aguados de humillación porque la virilidad no le respondía como antaño, ella se empecinó con paciencia y buena voluntad en devolverle el orgullo. Y así, al cabo de varios intentos, el pobre hombre logró traspasar el umbral y pasear durante breves instantes por los tibios jardines ofrecidos, desplomándose en seguida con el corazón lleno de espuma.
— Quédate conmigo–le pidió El Benefactor apenas logró sobreponerse al miedo de sucumbir sobre ella.
Y Marcia se quedó porque la conmovió la soledad del viejo caudillo y porque la alternativa de regresar donde su marido le pareció menos interesante que el desafío de
atravesar el cerco de hierro tras el cual ese hombre había vivido durante casi ochenta años.
El Benefactor mantuvo a Marcia oculta en una de sus propiedades, donde la visitaba a diario. Nunca se quedó a pasar la noche con ella. El tiempo juntos transcurría en lentas cari–cias y conversaciones. En su titubeante español, ella le contaba de sus viajes y de los libros que leía, él la escuchaba sin comprender mucho, pero complacido con la cadencia de su voz. Otras veces él se refería a su infancia en las tierras secas de los Andes o a sus tiempos de soldado, pero si ella le formulaba alguna pregunta, de inmediato se cerraba, observándola de reojo, como un enemigo. Marcia notó esa dudeza inconmovible y comprendió que su hábito de desconfianza era mucho más poderoso que la necesidad de abandonarse a la ternura, y al cabo de unas semanas se resignó a su derrota. Al renunciar a la esperanza de ganarlo para el amor, perdió interés en ese hombre, y entonces quiso salir de las paredes donde estaba secuestrada. Pero ya era tarde. El Benefactor la necesitaba a su lado porque era lo más cercano a una compañera que había conocido, su marido había vuelto a Europa y ella carecía de lugar en esta tierra, hasta su nombre comenzaba a borrarse del recuerdo ajeno. El dictador percibió el cambio en ella y su recelo aumentó, pero no dejó de amarla por eso. Para consolarla del encierro al cual estaba condenada para siempre, porque su aparición en la calle confirmaría las acusaciones de Lieberman y se irían al carajo las relaciones internacionales, le procuró todas aquellas cosas que a ella le gustaban, música, libros, animales. Marcia pasaba las horas en un mundo propio, cada día más desprendida de la realidad. Cuando ella dejó de alentarlo, a él le fue imposible volver a abrazarla y sus citas se convirtieron en apacibles tardes de chocolate y bizcochos. En su deseo de agradarla, un día El Benefactor la invitó a conocer el Palacio de Verano, para que viera de cerca el paraíso del naturalista belga, del cual ella tanto había leído.
El tren no se había usado desde la fiesta inaugural, diez años antes, y estaba en ruinas, de modo que hicieron el viaje en automóvil, presididos por una caravana de guardias y empleados que partieron con una semana de anticipación llevando todo lo necesario para devolver al Palacio los lujos del primer día. El camino era apenas un sendero defendido de la vegetación por cuadrillas de presos. En algunos trechos
tuvieron que recurrir a los machetes para despejar los helechos y a bueyes para sacar los coches del barro, pero nada de eso disminuyó el entusiasmo de Marcia. Estaba deslumbrada por el paisaje. Soportó el calor húmedo y los mosquitos como si no los sintiera, atenta a esa naturaleza que parecía envolverla en un abrazo. Tuvo la impresión de que había estado allí antesi tal vez en sueños o en otra existencia, que pertenecía a ese lugar, que hasta entonces había sido una extranjera en el mundo y que todos los pasos dados, incluyendo el de dejar la casa de su marido por seguir a un anciano tembleque, habían sido señalados por su instinto con el único propósito de conducirla hasta allí. Antes de ver el Palacío de Verano ya sabía que ésa sería su última residencia. Cuando el edificio apareció finalmente entre el follaje, bordeado de palmeras y refulgiendo al sol, Marcia suspiró aliviada, como un náufrago al ver otra vez su puerto de origen.
A pesar de los frenéticos preparativos para recibirlos, la mansión tenía un aire de encantamiento. Su arquitectura romana, ideada como centro de un parque geométrico y grandiosas avenidas, estaba sumergida en el desorden de una vegetación glotona. El clima tórrido había alterado el color de los materiales, cubriéndolos con una pátina prematura, de la piscina y de los jardines no quedaba nada visible. Los galgos de caza habían roto sus correas mucho tiempo atrás y vagaban por los límites de la propiedad, una jauría hambrienta y feroz que acogió a los recién llegados con un coro de ladridos. Las aves habían anidado en los capiteles y cubierto de excrementos los relieves. Por todos lados había signos de desorden. El Palacio de Verano se había transformado en una criatura viviente, abierta a la verde invasión de. la selva que lo había envuelto y penetrado. Marcia saltó del automóvil y corrió hacia las grandes puertas, donde esperaba la escolta agobiada por la canícula. Recorrió una a una todas las habitaciones, los grandes salones decorados con lámparas de cristal que colgaban de los techos como racimos de estrellas y muebles franceses en cuyos tapices anidaban las lagartijas, los dormitorios con sus lechos de baldaquino desteñidos por la intensidad de la luz, los baños donde el musgo se insinuaba en las junturas de los mármoles. Iba sonriendo, con la actitud de quien recupera algo que le ha sido arrebatado.