En ese instante, cuando un solo paso más la habría sacado de la zona de la sombra y puesto en evidencia, el joven se inclinó, aferró la muñeca de su padre y le dijo algo con un guiño simpático. Los dos estallaron en carcajadas, palmoteándose los brazos, desordenándose mutuamente el cabello, con una ternura viril y una firme complicidad de la cual Maurizia Rugieri y el resto del mundo estaban excluidos. Ella vaciló por un momento infinito en la frontera entre la realidad y el sueño, luego retrocedió, salió de la taberna, abrió su paraguas negro y volvió a su casa con la guacamaya volando sobre su cabeza, como un estrafalario arcángel de calendario.
WALIMAI
El nombre que me dio mi padre es Walimai, que en la lengua de nuestros hermanos del norte quiere decir viento. Puedo contártelo, porque ahora eres como mi propia hija y tienes mi permiso para nombrarme, aunque sólo cuando estemos en familia. Se debe tener mucho cuidado con los nombres de las personas y de los seres vivos, porque al pronunciarlos se toca su corazón y entramos dentro de su fuerza vital. Así nos saludamos como parientes de sangre. No entiendo la facilidad de los extranjeros para llamarse unos a otros sin asomo de temor, lo cual no sólo es una falta de respeto, también puede ocasionar graves peligros. He notado que esas personas hablan con la mayor liviandad, sin tener en cuenta que hablar es también ser. El gesto y la palabra son el pensamiento del hombre. No se debe hablar en vano, eso le he enseñado a mis hijos, pero mis consejos no siempre se escuchan. Antiguamente los tabúes y las tradiciones eran respetados. Mis abuelos y los abuelos de mis abuelos recibieron de sus abuelos los conocimientos necesarios. Nada cambiaba para ellos. Un hombre con una buena enseñanza podía recordar cada una de las enseñanzas recibidas y así sabía cómo actuar en todo momento. Pero luego vinieron los extranjeros hablando contra la sabiduría de los ancianos y empujándonos fuera de nuestra tierra. Nos internamos cada vez más adentro de la selva, pero ellos siempre nos alcanzan, a veces tardan años, pero finalmente llegan de nuevo y entonces nosotros debemos destruir los sembrados, echarnos a la espalda los niños, atar los animales y partir. Así ha sido desde que me acuerdo: dejar todo y echar a correr como ratones y no como grandes guerreros y los dioses que poblaron este territorio en la antigüedad. Algunos jóvenes tienen curiosidad por los blancos y mientras nosotros viajamos hacia lo profundo del bosque para seguir viviendo como nuestros antepasados, otros emprenden el camino contrario. Consideramos a los que se van como si estuvieran muertos, porque muy pocos regresan y quienes lo hacen han cambiado tanto que no podemos reconocerlos como parientes.
Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron suficientes hembras en nuestro pueblo y por eso mi padre tuvo que recorrer largos caminos para
buscar esposa en otra tribu. Viajó por los bosques, siguiendo las indicaciones de otros que recorrieron esa ruta con anterioridad por la misma razón, y que volvieron con mujeres forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a perder la esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de una alta cascada, un río que caía del cielo. Sin acercarse demasiado, para no espantarla, le habló en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su presa, y le explicó su necesidad de casarse. Ella le hizo señas para que se aproximara, lo observó sin disimulo y debe haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea del matrimonio no era del todo descabellada. Mi padre tuvo que trabajar para su suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir con los ritos de la boda, los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra aldea.
Yo crecí con mis hermanos bajo los árboles, sin ver nunca el sol. A veces caía un árbol herido y quedaba un hueco en la cúpula profunda del bosque, entonces veíamos el ojo azul del cielo. Mis padres me contaron cuentos, me cantaron canciones y me enseñaron lo que deben saber los hombres para sobrevivir sin ayuda, sólo con su arco y sus flechas. De este modo fui libre. Nosotros, los Hijos de la Luna, no podemos vivir sin libertad. Cuando nos encierran entre paredes o barrotes nos volcamos hacia adentro, nos ponemos ciegos y sordos y en pocos días el espíritu se nos despega de los huesos del pecho y nos abandona. A veces nos volvemos como animales miserables, pero casi siempre preferimos morir. Por eso nuestras casas no tienen muros, sólo un techo inclinado para detener el viento y desviar la lluvia, bajo el cual colgamos nuestras hamacas muy juntas, porque nos gusta escuchar los sueños de las mujeres y los niños y sentir el aliento de los monos, los perros y las lapas, que duermen bajo el mismo alero. Los primeros tiempos viví en la selva sin saber que existía mundo más allá de los acantilados y los ríos. En algunas ocasiones vinieron amigos visitantes de otras tribus y nos contaron rumores de Boa Vista y de El Platanal, de los extranjeros y sus costumbres, pero creíamos que eran sólo cuentos para hacer reír. Me hice hombre y llegó mi turno de conseguir una esposa, pero decidí esperar porque prefería andar con los solteros, éramos alegres y nos divertíamos. Sin embargo, yo no podía dedicarme al juego y al descanso como otros, porque mi familia es numerosa: hermanos, primos, sobrinos, varias bocas que alimentar, mucho trabajo para un cazador.
Un día llegó un grupo de hombres pálidos a nuestra aldea. Cazaban con pólvora, desde lejos, sin destreza ni valor, eran incapaces de trepar a un árbol o de clavar un pez con una lanza en el agua, apenas podían moverse en la selva, siempre enredados en sus mochilas, sus armas y hasta en sus propios pies. No se vestían de aire, como nosotros, sino que tenían unas ropas empapadas y hediondas, eran sucios y no conocían las reglas de la decencia, pero estaban empeñados en hablarnos de sus conocimientos y de sus dioses. Los comparamos con lo que nos habían contado sobre los blancos y comprobamos la verdad de esos chismes. Pronto nos enteramos que éstos no eran misioneros, soldados ni recolectores de caucho, estaban locos, querían la tierra y llevarse la madera, también buscaban piedras. Les explicamos que la selva no se puede cargar a la espalda y transportar como un pájaro muerto, pero no quisieron escuchar razones. Se instalaron cerca de nuestra aldea. Cada uno de ellos era como un viento de catástrofe, destruía a su paso todo lo que tocaba, dejaba un rastro de desperdicio, molestaba a los animales y a las personas. Al principio cumplimos con las reglas de la cortesía y les dimos el gusto, porque eran nuestros huéspedes, pero ellos no estaban satisfechos con nada, siempre querían más, hasta que, cansados de esos juegos, iniciamos la guerra con todas las ceremonias habituales. No son buenos guerreros, se asustan con facilidad y tienen los huesos blandos. No resistieron los garrotazos que les dimos en la cabeza. Después de eso abandonamos la aldea y nos fuimos hacia el este, donde el bosque es impenetrable, viajando grandes trechos por las copas de los árboles para que no nos alcanzaran sus compañeros. Nos había llegado la noticia de que son vengativos y que por cada uno de ellos que muere, aunque sea en una batalla limpia, son capaces de eliminar a toda una tribu incluyendo a los niños. Descubrimos un lugar donde establecer otra aldea. No era tan bueno, las mujeres debían caminar horas para buscar agua limpia, pero allí nos quedamos porque creímos que nadie nos buscaría tan lejos. Al cabo de un año, en una ocasión en que tuve que alejarme mucho siguiendo la pista de un puma, me acerqué demasiado a un campamento de soldados. Yo estaba fatigado y no había comido en varios días, por eso mi entendimiento estaba aturdido. En vez de dar media vuelta cuando percibí la presencia de los soldados extranjeros, me eché a descansar. Me cogieron los soldados. Sin embargo no mencionaron los garrotazos propinados a los otros, en realidad no me preguntaron nada, tal vez no conocían a esas personas o no sabían que yo soy Walimai. Me llevaron a trabajar con los caucheros, donde había muchos hombres de otras tribus, a quienes habían vestido con pantalones y obligaban a trabajar, sin considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y no había suficiente gente por esos lados, por eso debían traernos a la fuerza. Ése fue un período