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A las siete de la tarde terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas, Riad Halabí declaró ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma calma que demostró la semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una palabra desmedida, se quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los dientes con la uña del dedo meñique.

— Bueno, Vargas, ha llegado la hora de desenterrar tu tesoro–dijo, cuando se calló el vocerío de los mirones.

La piel de Tomás Vargas se había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de sudor y parecía que el aire no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la boca. Dos veces intentó ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que

sostenerlo. Por fin reunió la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera, seguido por el Teniente, los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el pueblo en ruidosa procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la derecha, metiéndose en el tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua Santa. No había sendero, pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los árboles gigantescos y los helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible, porque la selva era un biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él bajaba con el Teniente. Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba poco para la puesta del sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a gatas y arrastrándose desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas. Pasó un minuto largo antes que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el follaje, lo cogió por los tobillos y lo sacó a tirones.

— ¡Qué pasa! — ¡No está, no está! — ¡Cómo que no está! — ¡Lo juro, mi Teniente, yo no sé nada, se lo robaron, me robaron el tesoro! — Y se echó a llorar como una viuda, tan desesperado que ni cuenta se dio de las patadas que le propinó el Teniente.

— ¡Cabrón! ¡Me vas a pagar! ¡Por tu madre que me vas a pagar! Riad Halabí se lanzó barranco abajo y se lo quitó de las manos antes de que lo convirtiera en mazamorra. Logró convencer al Teniente que se calmara, porque a golpes no resolverían el asunto, y luego ayudó al viejo a subir. Tomás Vargas tenía el esqueleto descalabrado por el espanto de lo ocurrido, se ahogaba de sollozos y eran tantos sus titubeos y desmayos que el árabe tuvo que llevarlo casi en brazos todo el camino de vuelta, hasta depositarlo finalmente en su rancho. En la puerta estaban Antonia Sierra y Concha Díaz sentadas en dos sillas de paja, tomando café y mirando caer la noche. No dieron ninguna señal de consternación al enterarse de lo sucedido y continuaron sorbiendo su café, inmutables.

Tomás Vargas estuvo con calentura más de una semana, delirando con morocotas de oro y naipes marcados, pero era de naturaleza firme y en vez de morirse de congoja, como todos suponían, recuperó la salud. Cuando pudo levantarse no se atrevió a salir durante varios días, pero finalmente su amor por la parranda pudo más que su

prudencia, tomó su sombrero de pelo de guama y, todavía tembleque y asustado, partió a la taberna. Esa noche no regresó y dos días después alguien trajo la noticia de que estaba despachurrado en el mismo barranco donde había escondido su tesoro. Lo encontraron abierto en canal a machetazos, como una res, tal como todos sabían que acabaría sus días, tarde o temprano.

Antonia Sierra y Concha Díaz lo enterraron sin grandes señas de desconsuelo y sin más cortejo que Riad Halabí y la Maestra Inés, que fueron por acompañarlas a ellas y no para rendirle homenaje póstumo a quien habían despreciado en vida. Las dos mujeres siguieron viviendo juntas, dispuestas a ayudarse mutuamente en la crianza de los hijos y en las vicisitudes de cada día. Poco después del sepelio compraron gallinas, conejos y cerdos, fueron en bus a la ciudad y volvieron con ropa para toda la familia. Ese año arreglaron el rancho con tablas nuevas, le agregaron dos cuartos, lo pintaron de azul y después instalaron una cocina a gas, donde iniciaron una industria de comida para vender a domicilio. Cada mediodía partían con todos los niños a distribuir sus viandas en el retén, la escuela, el correo, y si sobraban porciones las dejaban en el mostrador del almacén, para que Riad Halabí se las ofreciera a los camioneros. Y así salieron de la miseria y se iniciaron en el camino de la prosperidad.

Sí ME TOCARAS EL CORAZÓN

Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera. Ambos iniciaron entonces uno de esos aburridos noviazgos de provincia. Incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.

Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua Santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el

sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.

— Ven, niña–la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil-. Ven conmigo–mandó, imploró Amadeo con la voz seca.

Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el,pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre del amor.

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