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— Que yo sepa, está en Vietnam desde hace más de un año, ¿cómo explica que esta carta tenga fecha de ayer?

Era Joan, una de las amigas de Gregory y ése era el restaurante ma–crobiótico donde tantas veces iba a comer hamburguesas vegetarianas y a buscar consuelo. Con las rodillas temblorosas y un hilo de voz Carmen admitió su engaño y en pocas frases contó su relación con Reeves.

— Está bien, se ve que eres una persona de recursos–se rió Joan-. Gregory es como un hijo, aunque no soy tan vieja como para ser su madre; que no te engañen mis canas. En el sofá de mi sala durmió su última noche antes de partir a la guerra. ¡Qué estupidez tan grande cometió! Susana y yo nos cansamos de decirle que no lo hiciera, pero fue inútil. Espero que vuelva con las mismas presas con que se fue, sería un desperdicio si algo le pasara, siempre me pareció un lujo de hombre. Sí eres su amiga también serás nuestra. Puedes comenzar hoy mismo. Ponte un delantal y un pañuelo en la cabeza para que no metas tus pelos en los platos de los clientes y anda a la cocina para que Susan te explique el trabajo.

Poco después Carmen Morales no sólo servía las mesas, también ayudaba en la cocina porque tenía buena mano para los aliños y se le ocurrían nuevas combinaciones para variar el menú. Se hizo tan amiga de Joan y Susan, que le alquilaron el desván de su casa, una habitación amplia repleta de cachivaches, que una vez vaciada y limpia resultó un refugio ideal–Tenía dos ventanas mirando la bahía desde la soberbia perspectiva de los cerros y una claraboya en el techo para seguir el tránsito de las estrellas.

De día Carmen gozaba de luz natural y de noche se alumbraba con dos grandes lámparas victorianas rescatadas del mercado de las pulgas. Trabajaba por la tarde y parte de la noche en el restaurante, pero por la mañana disponía de tiempo libre. Adquirió herramientas y materiales y en los ratos de ocio volvió a su oficio de orfebre, comprobando con alivio que no había perdido la inspiración ni los deseos de trabajar. Los primeros aretes fueron para sus patronas, a quienes debió abrirles hoyos en las orejas para que pudieran usarlos, quedaron ambas un poco adoloridas, pero sólo se los quitaban para dormir, persuadidas de que resaltaban su personalidad, feministas sin dejar de ser femeninas, se reían. Consideraban a Carmen la mejor colaboradora que habían tenido, pero le aconsejaban no perder su talento atendiendo mesas y revolviendo ollas, debía dedicarse por completo a la joyería.

— Es lo único que te conviene. Cada persona nace con una sola gracia y la felicidad consiste en descubrirla a tiempo–le decían cuando se sentaban a tomar té de mango y contarse las vidas. — No se preocupen, soy feliz–replicaba Carmen con plena convicción. Tenía la corazonada de que las penurias pertenecían al pasado y ahora comenzaba la mejor parte de su existencia.

De vuelta en el mundo de los vivos, Gregory Reeves juntó los recuerdos de la guerra–fotos, cartas, cintas de música, ropa y su medalla de héroe–los roció con gasolina y les prendió fuego. Sólo guardó el pequeño dragón de madera pintada, recuerdo de sus amigos en la aldea, y el escapulario de Juan José. Tenía intención de devolverlo a Inmaculada Morales una vez que descubriera la forma de quitarle la sangre seca. Había jurado no comportarse como tantos otros veteranos enganchados para siempre en la nostalgia del único tiempo grandioso de sus vidas, inválidos de espíritu, incapaces de adaptarse a una existencia banal ni de liberarse de las múltiples adicciones de la guerra. Evitaba las noticias de la prensa, las protestas en la calle, los amigos de entonces que habían regresado y se juntaban para revivir las aventuras y la camaradería de Vietnam. Tampoco deseaba saber de los otros, los que estaban en sillas de ruedas o medio locos, ni de los suicidas. Los primeros días agradecía cada detalle cotidiano; una hamburguesa con papas fritas, el agua caliente en la ducha, la cama con sábanas, la comodidad de su ropa de civil, las conversaciones de la gente en la calle, el silencio y la intimidad de su cuarto, pero comprendió pronto que eso también encerraba peligros. No. no debía celebrar nada, ni siquiera el hecho de tener el cuerpo entero. El pasado estaba atrás, si tan sólo pudiera borrar la memoria. En el día lograba olvidar casi por completo, pero en las noches sufría pesadillas y despertaba bañado de sudor, con ruido de armas explotándole por dentro y visiones en rojo asaltándolo sin tregua. Soñaba con un niño perdido en un parque y ese niño era él, pero soñaba sobre todo con la montaña, donde disparaba contra sombras transparentes. Estiraba la mano en busca de las píldoras o la yerba, tanteaba la mesa, encendía la luz medio aturdido, sin saber dónde se encontraba.

Mantenía el whisky en la cocina, así se daba tiempo de pensar antes de tomarse un trago. Ideaba pequeños obstáculos para ayudarse: nada de alcohol antes de vestirme o comer algo, no beberé si es día impar o si todavía no ha salido el sol, primero haré veinte flexiones de pecho y escucharé un concierto completo. Así retrasaba la decisión de abrir el mueble donde guardaba la botella y por lo general lograba controlarse, pero no se decidía a eliminar el licor, siempre tenía algo a mano para una emergencia.

Cuando al fin llamó a Samantha le ocultó que llevaba más de dos semanas a sólo veinte millas de su casa; le hizo creer que acababa de regresar y le pidió que lo recogiera en el aeropuerto, donde la esperó recién bañado, afeitado y sobrio, en ropa de civil. Se sorprendió al ver cuánto había crecido Margaret y lo bonita que se había puesto, parecía una de esas princesas dibujadas a plumilla en los cuentos antiguos, con ojos de un azul marítimo, crespos rubios y un extraño rostro triangular de facciones muy finas. También notó cuán poco había cambiado su mujer, llevaba incluso los mismos pantalones blancos de la última vez que la vio. Margaret le tendió una mano lánguida sin sonreír y se negó a darle un beso. Tenía gestos coquetos copiados de las actrices de telenovelas y caminaba bamboleando su minúsculo trasero. Gregory se sintió incómodo con ella, no lograba verla como la niña que en realidad era sino como una indecente parodia de mujer fatal y se avergonzó de sí mismo, tal vez Judy tenía razón, después de todo, y la índole perversa de su padre estaba latente en su sangre como una maldición hereditaria. Samantha le dio una tibia bienvenida, se alegraba de verlo en tan buena forma, estaba más delgado pero más fuerte, le quedaba bien el bronceado, que evidentemente la guerra no había sido tan traumática para él, en cambio ella no estaba del todo bien, lamentaba tener que decirlo, la situación económica era pésima, se le habían terminado los ahorros y le resultaba imposible sobrevivir con un sueldo de soldado; no se quejaba, por supuesto, comprendía las circunstancias, pero no estaba acostumbrada a pasar penurias y Margaret tampoco. No. No pudo continuar con la guardería de niños, era un trabajo muy pesado y aburrido, además debía cuidar a su hija ¿no? Al subir al automóvil le comunicó suavemente que le había reservado un cuarto en un hotel, pero no tenía inconveniente en guardar sus cosas en el garaje hasta que se instalara mejor. Si Gregory se había hecho algunas ilusiones sobre una posible reconciliación, esas pocas frases fueron suficientes para percibir una vez más el abismo que los separaba.

Samantha no había perdido su cortesía habitual, tenía un control admirable sobre sus emociones y era capaz de mantener una conversación por tiempo indefinido sin decir nada. No le hizo preguntas, no deseaba enterarse de situaciones desagradables, mediante un esfuerzo descomunal había logrado permanecer en un mundo de fantasía, donde no había cabida para el dolor o la fealdad. Fiel a sí misma, pretendía ignorar la guerra, el divorcio, el rompimiento de su familia y todo aquello que pudiera alterar su horario de tenis. Gregory pensó con cierto alivio que su mujer era una página en blanco y no tendría remordimientos en empezar otra vida sin ella. El resto del camino intentó comunicarse con Margaret, pero su hija no estaba dispuesta a darle ninguna facilidad. Sentada en el asiento trasero se mordía las uñas pintadas de rojo, jugaba con un mechón de pelo y se observaba en el espejo retrovisor, respondiendo con monosílabos si su madre le hablaba, pero callando tenazmente si él lo hacia.

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