Pronto el barrio le quedó chico a Carmen Morales, al cabo de algunas semanas viviendo con sus padres se consumía de asfixia. Durante su ausencia había idealizado el pasado, en los momentos de mayor soledad añoraba la ternura de su madre, la protección de su padre y la compañía de los suyos, pero había olvidado la estrechez del lugar donde nació. En esos años había cambiado, el polvo de mucho mundo se acumulaba en sus zapatos. Se paseaba por la casa como un leopardo enjaulado llenando el espacio y alborotando la paz con el remolino de sus faldas, el ruido de sus pulseras y su impaciencia. En la calle la gente volteaba a mirarla y los niños se acercaban para tocarla. Imposible ignorar la reprobación y los cuchicheos a su espalda, mira cómo se viste la menor de los Morales, en esa cabeza no ha entrado un peine en siglos, seguro que se metió a hippie o a puta, decían.
Tampoco había trabajo para ella, no estaba dispuesta a emplearse en una fábrica como Judy Reeves y en el barrio no había mercado para sus joyas, las mujeres usaban oro pintado y diamantes falsos, ninguna se pondría sus pendientes de aborigen. Supuso que no sería difícil colocarlos en algunas tiendas al centro de la ciudad, donde compraban actrices, damas sofisticadas y turistas, pero encerrada en casa de sus padres no había estímulo para la creatividad, se le secaban las ideas y las ganas de trabajar. Daba vueltas por los cuartos agobiada por las figuras de porcelana, las flores de seda, los retratos de familia, los muebles de felpa color rubí cubiertos con fundas de plástico, símbolos de la nueva elegancia de los Morales. Esos adornos, orgullo de su madre, le provocaban pesadillas; prefería mil veces la vivienda de la infancia, donde creció con sus hermanos en la mayor modestia. No soportaba los programas de radio y televisión que atronaban día y noche con las novelas de romance y tragedia y los anuncios a gritos de diferentes marcas de jabón, ventas de automóviles y juegos de fortuna. Lo peor era esa vocación generalizada por los chismes, todos vivían pendientes de los demás, no se movía un pelo en el vecindario sin provocar comentarios. Se sentía como un marciano en visita y se consolaba con los platos de su madre, quien se había adaptado a la estricta dieta de su marido sin perder nada del sabor de sus recetas y pasaba horas entre sus cacharros, envuelta en el perfume delicioso de salsas y especias.
Carmen se aburría; aparte de jugar damas con su padre, ayudar en los quehaceres domésticos y atender a la parentela los domingos, cuando la familia se reunía a almorzar, no había otras distracciones. Pensó regresar a España, pero tampoco allá pertenecía y, por otra parte, a la distancia no sentía igual atracción por su amante. Le había escrito y llamado, pero sus respuestas eran gélidas. Lejos de sus músculos color de avellana y su negra melena, recordaba con un estremecimiento el baño frío y demás humillaciones y sentía un profundo fastidio ante la idea de volver a su lado.
Fue Olga quien le recomendó explorar Berkeley, porque con un poco de suerte Gregory Reeves regresaría en un futuro no lejano y podría ayudarla, era el sitio perfecto para una persona tan original como ella, a juzgar por las noticias de la prensa, donde cada semana comentaban un nuevo escándalo en los jardines de la Universidad. Carmen estuvo de acuerdo en que nada se perdía con probar. Llamó por teléfono a su amante para pedirle sus ahorros y sus herramientas de orfebre, él se comprometió a hacerlo cuando tuviera tiempo, pero pasaron varias semanas y otras cinco llamadas sin noticias del envío, entonces ella comprendió cuán ocupado estaba y no insistió más. Decidió lanzarse a la aventura con el mínimo de recursos, como tantas otras veces lo había hecho, pero cuando Pedro Morales supo de sus planes, lejos de oponerse, le extendió un cheque y le pagó el pasaje. Estaba feliz de haber recuperado a su hija, pero no era ciego ante sus necesidades y le daba lástima verla estrellándose contra las paredes como un pájaro con las alas quebradas.
En Berkeley Carmen Morales floreció como si la ciudad hubiera nacido para servirle de marco.
En la muchedumbre de la calle sus atuendos no llamaban la atención y el contenido de su blusa no provocaba silbidos descarados, como ocurría en el barrio latino. Allí encontró desafíos similares a los que la fascinaron en Europa y una libertad desconocida hasta entonces. También la naturaleza de agua y de cerros parecía hecha a su medida. Calculó que tomando precauciones podría subsistir unos meses con el regalo de su padre, pero decidió buscar empleo porque planeaba fabricar joyas y necesitaba herramientas y materiales. Gregory Reeves sin duda le hubiera ofrecido un sofá en su casa para instalarse por un tiempo, pero ni soñar con la misma generosidad por parte de Samantha. No conocía a la mujer de su amigo, sin embargo adivinó que la recibiría sin entusiasmo, mucho menos ahora que estaba en pleno proceso de divorcio. Hizo una cita por teléfono para conocer a la pequeña Margaret, de quien tenía varias fotografías enviadas por Gregory, pero cuando llegó Samantha no estaba, le abrió la puerta una niña tan delicada y frágil que costaba imaginar que fuera hija de Gregory Reeves y su atlética madre. La comparó con sus sobrinos de la misma edad y le pareció una criatura extraña, la miniatura perfecta de una mujer bella y triste. Margaret la hizo pasar anunciándole con afectada pronunciación que su mamá jugaba tenis y volvería pronto.
En un comienzo se interesó vagamente en las pulseras de Carmen, luego se sentó en completo silencio con las piernas cruzadas y las manos sobre la falda. Fue inútil sacarle palabra y acabaron las dos instaladas frente a frente sin mirarse, como forasteras en una antesala. Por fin entró Samantha con la raqueta en una mano y una cani lla de pan francés en la otra, y tal como Carmen había previsto, la recibió con frialdad. Se observaron sin disimulo, cada una llevaba una imagen de la otra por las descripciones de Gregory y ambas se sintieron aliviadas de que sus fantasías fueran diferentes a la realidad. Carmen esperaba una mujer más bonita, no esa especie de muchacho vigoroso con la piel cuarteada por el sol, cómo será dentro de unos años; las gringas envejecen mal, se dijo. Por su parte Samantha se alegró de que la otra vistiera con esos trapos sueltos que le parecieron horrorosos, seguro ocultaba varios kilos entre las costillas, además era evidente que no había hecho ejercicios en su vida y a ese paso pronto seria una matrona rolliza, las latinas envejecen mal, pensó con satisfacción.
Las dos supieron al instante que jamás podrían ser amigas y la visita fue muy breve. Al salir Carmen se alegró que su mejor amigo estuviera tramitando el divorcio de esa campeona de tenis y Samantha se preguntó si cuando regresara Gregory, en el caso que lo hiciera, se convertiría en el amante de esa tipa regordeta idea que seguramente había estado en el corazón de ambos por muchos años. Que les aproveche, masculló, sin saber por qué esta perspectiva le daba rabia.
Carmen no podía pagar por mucho tiempo la pieza del motel donde había llegado, decidió buscar trabajo y un lugar donde vivir. Se instaló en una cafetería cerca de la Universidad a revisar un periódico y entre innumerables avisos de masajes holísticos, aromate–rapias, cristales milagrosos, triángulos de cobre para mejorar el color del aura y otras novedades que habrían encantado a Olga, descubrió ofertas de diversos empleos. Llamó a varios hasta que en un restaurante la citaron para el día siguiente, debía presentarse con su tarjeta del seguro social y una carta de recomendación, dos cosas que no poseía.
La primera no fue difícil, simplemente averiguó dónde inscribirse. llenó un formulario y le dieron un número, pero la segunda no sospechaba cómo conseguirla. Pensó que Gregory Reeves se la habría hecho sin vacilar, era una lástima que estuviera lejos, pero ese inconveniente no sería un tropiezo. Ubicó un sucucho donde alquilaban máquinas de escribir y redactó una carta afirmando su competencia en el negocio de cuidar niños, su honorabilidad y buen trato con el público. La redacción quedó algo florida, pero ojos que no ven, corazón que no siente, como diría su madre. Gregory no tenía para qué enterarse de los detalles. Conocía de memoria la firma de su amigo, no en vano se habían escrito por años. Al día siguiente se presentó al empleo, que resultó ser una casa antigua decorada con plantas y trenzas de ajos. La recibió una mujer de pelo canoso y rostro jovial vestida con pantalones bolsudos y chancletas de fraile franciscano. — Interesante–dijo cuando leyó la carta de recomendación-. Muy interesante… ¿Así es que usted conoce a Gregory Reeves? — Trabajé para él–se sonrojó Carmen.