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El comandante era el oficial más elegante y mejor vestido de todo el X Ejército. Su gorra, que era de Caballería, era de seda con bordes plateados. Era evidente que los bordes amarillos de la Caballería habían sido cambiados por los blancos de la Infantería. Ocupaba un puesto que muchos le envidiaban. Primero, era presidente del casino del Estado Mayor del X Ejército que estaba a disposición de los oficiales del 76.° Regimiento de Infantería. Poco a poco, también se había permitido el acceso al mismo a los oficiales del 56.° Regimiento, aunque no gratuitamente. Era lógico. El señor Rotenhausen cobraba cada mes unos derechos no reglamentarios que, oficialmente, figuraban como contribución a las mejoras del casino. El casino de Altona del comandante Rotenhausen tenía fama en toda la región militar.

Sin embargo, una vez, las cosas estuvieron a punto de estropearse. Un coronel muy joven que había perdido un brazo al sur de Minsk, empezó a expurgar la comandancia general. Estaba allí temporalmente, entre el hospital militar y el frente. Los miembros del casino se sentían incómodos cuando comparecía aquel chiquillo. No tendría más de treinta años. Poseía todas las condecoraciones existentes, además de la Medalla de Oro de los heridos. Su uniforme era totalmente reglamentarlo Solo la túnica había sido hecha a la medida. Todo lo demás: capota, pantalón, gorra, botas e incluso el cinturón y la pistolera procedían del almacén. Ni siquiera llevaba el «Walther», la pistola de los oficiales, aquella bonita pistola que todo oficial de guarnición poseía por poco que se respetara. Aquel joven coronel llevaba el «P-38», y, según el reglamento, exactamente a cuatro dedos a la izquierda de la hebilla del cinturón. Pero lo que hacía sentir un recelo aún mayor a los miembros del casino era el cordón del silbato que se vislumbraba bajo la tapeta del bolsillo superior derecho. Se podía comprobar. Tres centímetros y medio. Ni más ni menos.

El coronel era cazador alpino. Esto fue suficiente para poner en guardia a toda la guarnición. El edelweiss brillaba orgulloso en su manga izquierda. En el cuello y en las hombreras, tenía un color verde venenoso.

Media hora después de su llegada, el coronel reunió a todos los miembros del casino, desde los soldados rasos hasta los tenientes coroneles. Con tono seco les explicó que provisionalmente, se había hecho cargo del mando del Estado Mayor. Al mismo tiempo, sustituía al comandante de la guarnición. Miro a cada uno derecho a los ojos. Era como si les arrancara el cerebro para sopesarlo.

– Soy el coronel Greif, del 9.° Regimiento alpino -se presentó, sin estrechar la mano a nadie-. Siempre he sostenido buenas relaciones con mis hombres. Sólo hay una cosa en la tierra que desprecio: Los emboscados. -Se balanceaba y daba golpecitos a la funda de su pistola-. ¿Saben ustedes, señores, que las unidades del frente necesitan hombres? En mi regimiento hay soldados que no han tenido un solo permiso en tres años.

Preguntó a cada uno cuánto tiempo llevaba en la guarnición. Manifestó, en voz alta, su sorpresa al comprobar el pequeño número de ellos que había estado en el frente.

Al día siguiente, empezó a formar compañías para el frente. Al tercer día, todos los uniformes de fantasía fueron relegados a un rincón oscuro. Había tantas gorras de Caballería que se hubiese podido proveer a todo un regimiento. De repente, todo el mundo empezó a llevar uniformes mal ajustados, procedentes del almacén. Los mandos llevaban el cordón del silbato, y la pistola reglamentaria estaba, efectivamente, a cuatro dedos a la izquierda del cinturón. Ni uno solo llevaba la gorra torcida. Los monóculos también desaparecieron. Incluso el comandante del 76.° Regimiento de Infantería, el coronel, Brandt, se había visto obligado a abandonar el suyo. Tenía que cuadrarse ante el joven coronel, que hubiese podido ser su hijo, para oír cómo le decía que estaba en una guarnición militar en tiempo de guerra y no en un baile de carnaval, en el que cada uno podía disfrazarse como le pareciera. El que tuviera la vista mala, que fuera al oculista a encargarse unas gafas.

Se le maldecía en voz baja, por supuesto. Incluso se pensaba en organizar un accidente. Un teniente tuvo la luminosa idea de enviar una denuncia anónima a la Gestapo. Luego, un día, todos recibieron una terrible sorpresa, y después, se alegraron de no haberla cursado.

El coronel recibió la visita de Heydrich en persona. Entonces todos comprendieron. ¡El adjunto de él Diablo! Todo el mundo empezaba a sentir deseos de abandonar Hamburgo. Un comandante amigo de Heydrich podía llegar muy lejos. Incluso la gata del cuartel no se sentía ya segura. Abandonó su sitio junto a la chimenea para retirarse al sótano de la 21.ª compañía, donde se ocultó tras un montón de máscaras antigás, en los dominios del Feldwebel Lüth, que era considerado un analfabeto en el aspecto político.

Una madrugada, a las tres, despertaron al comandante Rotenhausen. Había asistido a una francachela en la ciudad y aún estaba bastante ebrio, pero se serenó en un tiempo increíble cuando comprendió lo que le decía el suboficial de guardia. Debía hacerse cargo inmediatamente del mando de una compañía que al día siguiente partía hacia el frente.

Pero el comandante tuvo suerte. Dios le protegía. Dos horas antes de la marcha de la Compañía del comandante, el coronel Greif recibió un telegrama en el que se le comunicaba su traslado. Pasaba a ser comandante de grupo de combate en la 19.ª División de Infantería que estaba combatiendo al sudoeste de Stalingrado. Tres cuartos de hora más tarde, el coronel emprendió el viaje en un aparato de transporte «Ju 32». Nunca más debía volver a Alemania. Murió de frío junto a un montón de nieve, frente a la fábrica de tractores «Estrella Roja», de Stalingrado. Cuando los rusos le descubrieron, el 3 de febrero de 1943, le dieron la vuelta con sus bayonetas para ver si aún estaba vivo. Pero el coronel Greif estaba frío y muerto.

El comandante Rotenhausen fue sustituido inmediatamente en la Compañía que marchaba al frente por un teniente de Cazadores Blindados. Durante cuatro días y cuatro noches, los oficiales de la guarnición festejaron la marcha del coronel Greif. Su sustituto era un general de brigada agradablemente imbécil. Cuando los oficiales acudían de visita con sus esposas, el general de brigada se entregaba al besamanos: es decir, babeaba sobre la mano de las damas al mismo tiempo que profería ruidos extraños, semejantes a los relinchos de un caballo enfermo. Se presentaba: «General de brigada Von der Oost, de Infantería.» Lanzaba una risita ronca, resoplaba con fuerza y tiraba del cuello de su guerrera como si le estrangulara. Después, cacareaba:

– Querida señora, querida señorita, no sé quién es usted. Yo soy el comandante de la guarnición. ¿Sabe por qué soy oficial de Infantería?

Naturalmente, la dama a quien hacía la pregunta no conseguía adivinarlo. El general de brigada se reía muy satisfecho.

– Desde luego -proseguía-, porque no soy oficial de Artillería. Nunca me ha gustado la artillería. Hace tanto ruido que me produce dolor de cabeza.

Llegaba tembloroso al casino, y decía con su voz de viejo:

– Señores, hoy estoy contento. ¿Saben ustedes por qué?

Los oficiales presentes conocían la respuesta por anticipado; pero, naturalmente, fingían ignorar por qué el general de brigada estaba contento.

Se echaba a reír, y decía, encantado:

– Porque no estoy triste.

Cuando todo el mundo había reído amablemente esta broma, proseguía:

– Y ayer estuve muy triste. Porque no estuve contento

Era un comandante ideal. Firmaba cualquier papel que le pusieran delante, sin echar ni una mirada al texto, ya se tratara de la incautación ilegal de unos paquetes de margarina o de una orden de ejecución. Algunos aseguraban, con evidente mala fe, que ni siquiera sabía leer. Cada vez que firmaba algún documento, tartamudeaba:

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