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– Es cierto, Dora. Practico esta filosofía desde los diez años. Tenía un profesor, un granuja, que iba siempre tras de mí. Yo era chiquitín, el más pequeño de la clase, y no sabía utilizar bien los puños. No aprendí a hacerlo hasta que ingresé en la Legión. Pero descubrí que quería a la mujer del comisario de Policía. Desde entonces, fue siempre muy amable conmigo. Y la mujer, también.

– ¿Diez años? -dijo riendo tía Dora-. Estabas muy adelantado para tu edad. Yo estuve en el limbo hasta los diecisiete.

El legionario sonrió levemente.

– Bueno, y después, compraste este establecimiento. Pero, ¿no puedes conseguirme un permiso de visita? Tú sabes cosas de el Bello Paul, ¿verdad? Pero ¿tal vez no las suficientes para lograr que liberen al teniente Ohlsen?

– Creo que podría arreglármelas para el permiso de visita, Alfred. Pero que le pongan en libertad es mucho más difícil. Hasta un perro manso muerde si le quitas un hueso. Tú mismo lo has dicho hace un rato. El Bello Paul es una serpiente venenosa medio domesticada. Uno consigue hacer realizar las cosas más extraordinarias a esa clase de bichos, en tanto tienen miedo de ti, pero si se rebasan los límites y exiges cosas demasiado difíciles, se olvidan del miedo y te muerden. El teniente Ohlsen es un estúpido. No es lo bastante importante para que yo sienta deseos de arreglarlo todo por él. Si se tratara de ti, Alfred, sería distinto. Resulta peligroso tocar a los detenidos de el Bello Paul.

– Lo sé -murmuró el legionario-. Colecciona prisioneros orno otros coleccionan sellos.

– Prisioneros y ejecuciones -añadió la tía Dora, mientras cogía una castaña, que mojó pensativamente en la mantequilla derretida-. Es muy peligroso. Creo que voy a esconderme. Daré la llave del café a Britta, y no volveré hasta que pueda dar la bienvenida a los Tommies.

El legionario se rió y se frotó la cicatriz.

– ¿Te buscan, Dora? ¿No será que has ido demasiado lejos?

– No estoy muy segura -contestó tía Dora con los ojos entornados y rascándose el cuero cabelludo con un tenedor-. Pero oigo una voz lejana que me dice: «Recógete las faldas, Dora, y sal corriendo.» Desde hace diez días, hemos recibido demasiadas visitas de extraños tipos con el ala del sombrero caída.

– ¿De esos que tosen después de un pernod? -preguntó el legionario.

– Exactamente. Tipos que huelen a cerveza desde cien metros. Vienen aquí para acostumbrarse al pernod. Pero no lo consiguen. Esto les traiciona.

– El pernod es bueno para eso -asintió el legionario-. Desenmascara la hipocresía. ¿Te acuerdas del SD a quien rebanamos el pescuezo?

Tía Dora se rascó el pecho.

– Cállate, Alfred. Se me pone la carne de gallina al recordarlo. Ensuciasteis el garaje. Ewald tuvo que levantar todo el pavimento para que desaparecieran las manchas de sangre.

Una sirena empezó a aullar.

– Alarma -gruñó tía Dora-. Vamonos al sótano con una o dos botellas.

El personal llegó corriendo. Abrieron una trampa que había debajo de la mesa, y por una escalera estrecha descendieron al sótano. Alguien bajó unas botellas. Todos se acomodaron. Sólo Gilbert, el portero, se quedó arriba. Pese a los severos castigos previstos, se producían robos durante las alarmas.

– Bueno, los aristócratas de la bomba se vuelven a sus casas a tomar el té.

La alarma había durado una hora. Subieron a la superficie. Tía Dora se estiraba el vestido y se rascaba un muslo.

– Merde! -exclamó el legionario-. Consuélate. Pasan tanto miedo como nosotros en el sótano.

– Alfred, voy a telefonear a el Bello Paul. Si mañana consigues salir del cuartel, ven a verme. Trataré de obtener un permiso de visita. Si no lo consigo, Paul y yo volveremos a vernos en el agujero, cogidos de la mano.

El legionario se levantó, se puso la gorra, se estiró su corta guerrera de húsar.

– Ni tú ni Paul iréis al agujero. Estaré aquí a las once de la mañana.

Salió a la calle.

Una mujer le sonrió alentadoramente y le pidió un cigarrillo, pero el legionario la rechazó con brusquedad.

– Largo de aquí, granuja.

Ella le gritó una procacidad. El legionario se volvió a medias. La mujer huyó precipitadamente hacia la Hansa Platz. Durante dos días no se atrevió a salir de su casa.

Al cabo de dos horas, tía Dora se encontró con el consejero criminal Paul Bielert en la esquina de Neuer Pferdemarkt y Neuerkamp Feldstrasse, junto al matadero. Atravesaron Neuer Pferdemarkt y entraron en el hotel «Jöhnke», donde se sentaron en una mesa aislada.

Tía Dora fue directamente al grano.

– Necesito en seguida un permiso de visita. Tengo prisa. El personal se alborota. Tengo muchas preocupaciones.

Bielert sonrió de labios afuera.

– Si quieres, te encontraré extranjeras.

– Muchas gracias -contestó riendo tía Dora-. Mantén a tus granujas lejos de mi casa. Pero necesito ese permiso.

Paul Bielert pensativo, colocó un cigarrillo en su boquilla de plata.

– Eres muy exigente, Dora. Un permiso de visita es difícil de obtener. Es una mercancía muy solicitada.

– Déjate de palabrerías. Pídeme un vaso de ron, pero que esté bien caliente.

– Empleas un lenguaje vulgar, Dora. No te sienta bien.

– Me importa un bledo como me sienta. Tengo mi negocio que me ocupa todo el tiempo. Pero estamos apartándonos de mi permiso de visita. ¡Mierda! Este ron no está caliente.

– Primero he de saber para quién es el permiso.

Tía Dora le alargó un pedazo de papel.

– Aquí están los nombres.

– ¿El teniente Bernt Ohlsen? -preguntó Bielert con lentitud, mientras estudiaba el pedazo de papel-. Un criminal de Estado. ¿Y quieres que le permita recibir visitas? Sólo siento desprecio por esos individuos. Hay que eliminar a esos representantes de la plutocracia. Si tuviera las manos libres ¡Destruiría a familias enteras!

Tenía el rostro deformado por un odio enfermizo.

Tía Dora le observaba, indiferente. En el otro extremo de la sala; unos clientes se alejaron, inquietos. Habían presentido quién era aquel hombre. De pronto, tuvieron prisa, echaron el dinero sobre la mesa y abandonaron el restaurante.

– Tengo una lista de nombres tan larga -prosiguió- que el Gruppenführer Müller se quedaría boquiabierto. No se trata únicamente de la guerra. Vivimos una revolución y yo me considero uno de sus jefes. Tengo un trabajo desagradable. Pero me gusta.

– Tienes razón -asintió tía Dora, que le observaba por el rabillo del ojo-. No hay que ser blando con los traidores y los desertores. A mí los remordimientos me atormentan, a veces. Con frecuencia, siento deseos de devolver todo lo que tengo en mis diversos escondrijos. Objetos que he olvidado desde hace mucho tiempo y que luego, de repente, me encuentro con unas fotografías y unos documentos en la mano, y sé que mi deber estriba en enviarlos a Berlín. El otro día, vi a Müller. Se presentó inesperadamente en el café. Hacía años que no nos veíamos. Nos satisfizo tanto el encuentro que nos emborrachamos.

– ¿Qué Müller? -preguntó Paul Bielert, con expresión inquieta.

– El adjunto de Heydrich, tu difunto jefe. El Brigadenführer Heinrich Muller. Regamos el acontecimiento. No nos habíamos visto desde que había ascendido a Untersturmführer.

– ¡No sabía que conocieses a Heinrich Müller! -murmuró Bielert, sin conseguir ocultar su sorpresa-. Sin embargo, nunca has estado en Berlín. Esto lo sé con seguridad.

– No me digas que has hecho espiar a tu vieja amiga, Paul.

– ¿Quién habla de espionaje? Sólo pienso en tu seguridad -dijo sonriente, suave corno un gato-. En estos tiempos agitados pueden ocurrir tantas cosas…

– Eres muy amable, Paul -contestó ella, sarcástica-. Pero cuando hablas de seguridad, ¿no piensas más en la tuya que en la mía? Sería una lástima para ti que me ocurriera algo.

Bielert se encogió de hombros, encendió otro cigarrillo y bebió otro sorbito de coñac.

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