– Ya está bien -dijo riendo el comisario de la «Mundana»-. Enséñame tu tarjeta.
Porta dejó caer los brazos y una gran decepción se pintó en su rostro.
– ¿He de entrar en detalles? Gurli no tenía tarjeta. Trabajaba independientemente, fuera del control de las autoridades. Estas cosas no pueden admitirse. Las autoridades se quedarían sin trabajo, lo que sería horrible, pues ya no habría nadie a quien pagar los impuestos. Así, pues, Gurli fue a la jaula.
»El miércoles siguiente, la familia de mi novia me invitó. Vivía en una vieja villa situada en la calle Bismarck. Me limpié los pies en un felpudo que había conocido días mejores. La criada me abrió la puerta. Me dejó solo en el vestíbulo, mientras iba a anunciar mi Visita.
»-¿Tiene una tarjeta? -me preguntó.
»-No la necesito. Soy muy conocido en Paderbom.
«Mientras esperaba, empecé a limpiarme las botas con un almohadón de terciopelo que había en un sofá. El terciopelo es estupendo para limpiar las botas, y unos zapatos relucientes son el distintivo de un caballero. También me peiné un poco.
– ¿Tenían un sofá en el pasillo? – preguntó Hermanito, sorprendido.
– Esa gente, Hermanito, le llaman vestíbulo al pasillo, aunque sea más pequeño que un sello. Si quieres frecuentar el gran mundo, debes de saber esas cosas.
– Me importa un bledo -replicó Hermanito, groseramente-. De modo que te limpiaste las botas con el almohadón de terciopelo que había en el sofá, que estaba en el vestíbulo. ¿Y qué?
– Paciencia, paciencia -prosiguió Porta-. Siempre procuro no olvidar nada. Como les decía, el comisario Rauen, de la Jefatura de Policía de Alex [21], a sus subordinados, en relación con los interrogatorios: «No olvidéis nada, cada detalle cuenta. Una coma mal situada puede cambiar un acta de millares de páginas.» Y tenía razón.
«Mientras esperaba en el vestíbulo, examinaba las pinturas y dibujos que había en las paredes. Cada cuadro representaba a heroicos cadáveres y otros criminales de guerra que habían participado en el tormentoso pasado de nuestra patria.
»La criada abrió la puerta y me hizo pasar.
»Habían reunido una auténtica asamblea en mi honor.
»-Grüss’ Cott -dije.
«Desgraciadamente, se me escapó un pequeño eructo. Pero seguí dominando la situación y expliqué que era culpa de la col y la patata.
»«Joseph Porta, Gefreiter por la gracia de Dios.»
«Después, me volví hacia su padre. Con el estilo que requería la situación, según había leído en un libro, le pedí la mano de su hija. Entre otras cosas, le dije:
»-Suegro, danos tu bendición para que podamos compartir debidamente la misma cama.
«Los asistentes se quedaron patidifusos. Por lo tanto, me dije: «Hay que hacer algo para animarles.» Me incliné cortésmente ante la madre, una buena mujer obesa, con unos quevedos colgados de un hilo encima de sus tetas.
»-Querida señora, parece usted preocupada. Me recuerda usted los siete padecimientos. No esté triste. Vaya a la iglesia y ruegue a Dios que llene su corazón de amor por el Tercer Reich.
»El suegro empezó a armar jaleo. No se podía decir que lanzara gritos. Era más bien como si el dolor, la rabia y el pesar le hubiesen sumergido en un charco tremendo. Después, siguió un silencio deprimente.
»Algo me decía: «Hay que hacer cualquier cosa, o de lo contrario corremos el riesgo de un harakiri colectivo.» Propuse «una partidita de póquer. Mis palabras despertaron a la madre y a las tres tías. Formaron frente común y empezaron a cacarear como gallinas semiparalíticas en medio del corral.
»-Nos ha ofendido usted -cacareó uno de los vejestorios.
»-Querida señora, se equivoca usted por completo. No podrá demostrar esta afirmación. Por lo demás, resulta muy difícil aportar pruebas en cuestiones de difamación.
»En aquel momento recibí un violento golpe en la nuca, propinado por un tal Busch, de Bremen, representante de frivolidades.
»-No tiene por qué decirme que me calle -vociferé-. Esto es una casa pública.
»Y empezó a llamarme por todos los nombres Aquel señor de Bremen se confundía totalmente al imaginar que le había confundido.
»-Ya ve usted, querida señora, adonde pueden llevar esas cosas. Pero aquella noche, en «El seno dorado», todavía fue peor. El nerviosismo se propagaba como un reguero de pólvora. Tuve que echar a aquel individuo. Cayó con tan mala pata que se cogió la cabeza contra la rampa de la escalera y dio una voltereta como un automóvil cuando golpea una pared No sé si alguno de ustedes conocerá «El seno dorado». A la entrada hay una rampa con unos barrotes en espiral. Los intervalos entre los barrotes son tan grandes que entre ellos pueden pasar la cabeza de un cerdo adulto. Así, pues, el señor Busch metió su cabeza de cerdo entre los barrotes, y según he explicado ya, dio una voltereta hacia atrás, retenido por la cabeza. Consecuencia: se rompió el cuello. Los polis se lo llevaron en un furgón, y el comisario de Policía, Joseph Schneider, declaró:
»-El muy cretino debía de estar completamente borracho, o de lo contrario, no hubiera caído de esta manera.
»Y, dirigiéndose a tres periodistas, prosiguió:
»-Señores, escriban que fue un pellejo lleno de vino, pero no os peleéis con esas mujerzuelas porque se lo harían pagar caro la próxima vez. Así, pues, no citen el nombre de esta casa. Es repugnante ver a tipos que, como él, tratan de menoscabar la buena reputación de «El seno dorado». Puede considerarse satisfecho de haber muerto. La difamación es un delito muy grave en el Tercer Reich.
»Pero su firma de Bremen se encontró en una difícil situación. Según parece, mi hombre estaba muy dotado para las frivolidades. Durante dos años buscaron desesperadamente un sustituto, poniendo anuncios en las secciones de «Ofertas». Habían escogido este texto: «Buscamos caballero buena presencia para frivolidades.»
»El primero que contestó era un granuja peinado a lo César. Quería probar la ropa interior de las vendedoras. Cuando ellas protestaron, se mostró grosero.
»El segundo que se presentó era un vendedor formidable. Tenía el cabello relamido, peinado hacia atrás, y un ojo azul y el otro marrón, que no guardaban ninguna simetría. También tenía un defectillo que no se veía a simple vista: se olvidaba de llevar las cuentas.
»-No hay dos sin tres, dijeron en la oficina de personal al contratar a un caballero de la célebre familia Adams, de Francfort, que parecía irreprochable desde todos los puntos de vista. Se llamaba Rudolph Adams. Pertenecía a la rama de los Adams, comerciantes de pájaros. Estaban especializados en loros. Pero Rudolph era un mal sujeto. Había dejado los pájaros. El muy puerco robaba. No hay que hacer un drama por el hecho de que alguien birle algo por aquí o por allí. ¿Quién no lo hace? Quien no se organiza es un cretino. Pero Rudolph, el muy bandido, birlaba cosas a las señoras. Si no hay más remedio, se puede hacer. Pero Rudolph lo hacía en la cama, mientras la señora estaba ocupada en otras cosas que vigilar sus joyas. Cuando la firma de Bremen se enteró de las deficiencias morales de Rudolph, le comunicaron por escrito que consideraban indeseable su colaboración.
»Después, tropezaron con un tal Brandt, de Munich, que hasta entonces había vendido mermelada de naranja, pero que deseaba hacer carrera con las frivolidades. Aquel individuo había oído decir que era costumbre llevar pantalón rayado y corbata gris claro. Terminó muy mal. Estaba un día en «El chivo cojo», en la Lützhatier Strasse, en Karlsrube, hablando de uno de sus antiguos jefes, Adoph Müller, con otros dos representantes. El uno, Uwe Nehrkorn, vendía botellas de diversas clases. El otro, Kohl, vendía marcos de madera. Ambos conocían a Adolph Müller. A medida que bebían, hablaban cada vez con más vehemencia.
»-Adolph es el imbécil más grande que se ha visto en la tierra. Yo mismo cuidaré personalmente de ponerle en su sitio. La Asociación de Representantes me lo agradecerá -gritó Brandt.