La Escoba le propinó un golpe violento en los hombros. Él aulló como un salvaje, pero antes de que hubiera podido reaccionar, la Escoba le golpeó en el rostro.
Steiner se olvidó de Porta. Saltó en pos de la Escoba, que había emprendido la huida, chillando. Steiner la alcanzó junto a la puerta. La sujetó y empezó a golpearle la cabeza contra el marco de la misma. Ella lanzaba unos gemidos capaces de destrozar el alma, y forcejeaba como una leona.
La Gruesa Helga se precipitó como un tanque, con una botella de champaña llena en cada mano.
Steiner no vio acercarse aquel peligroso ataque de flanco. Helga apuntó con cuidado. Un segundo después, la primera botella se hizo añicos contra la nuca de Steiner. La sangre y el champaña fluyeron a oleadas.
– ¡Asesino! -chilló Helga, al tiempo que le propinaba un puntapié en el bajo vientre.
Al mismo tiempo, la segunda botella de champaña aterrizó en la nuca de Steiner.
Éste se derrumbó.
La Escoba estaba lanzada. Cogió los restos de la botella rota y se disponía a lanzarlos contra el rostro del inconsciente Steiner, pero la Gruesa Helga reaccionó y la desarmó con una rapidez sorprendente en una mujer tan voluminosa.
– ¡Mataré a este puerco! -aulló la Escoba-. Gertrude hablará de él a su amigo SD. Quiero verlo ahorcado.
Gertrude se acercó con una caja de cerveza. Gertrude siempre olía a cerveza. Tenía el cabello lacio y un grano perenne en la nariz.
– Gertrude, encuentra algo para tu Jules SD -gritó la Escoba -. Alguna granujada respecto a este tipo.
Y dio unos furiosos puntapiés a Steiner que seguía inconsciente y ensangrentado.
– A la bonne heure -contestó Gertrude en francés.
No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquellas palabras, pero le gustaba su sonido. Había aprendido esta expresión de un marino francés, de quien fue novia durante ocho días que el barco de éste permaneció en Hamburgo. Si se quería obtener algo de Gertrude, bastaba con preguntarle admirablemente: «¿Hablas francés?» Entonces, Gertrude se abandonaba y contaba una larga historia, sobre una familia rica que se había arruinado, y sobre una larga estancia en un pensionado francés. La situación geográfica de dicho pensionado no estaba muy clara, pero bastaba con escuchar con interés y admiración para obtener cuanto se quisiera de la chica.
Porta y Hermanito habían hecho la experiencia. Habían bebido y comido toda una velada a expensas de ella. Es cierto que la cosa le había costado un buen chichón a Hermanito. Al regresar al cuartel, había querido enseñar a Porta cómo hay que echarse de bruces reglamentariamente en la Infantería, y, en especial, en el 14.° Regimiento, en el que Hermanito empezó su carrera militar, mucho tiempo atrás. Se había dejado caer con estrépito y golpeado la cabeza contra una voluminosa piedra. La sangre manaba de una herida en medio de la frente.
Entonces, cogidos del brazo y cantando a voz en grito:
Soldaten sind keine Akrobaten
se habían dirigido a la enfermería, donde Hermanito fue hospitalizado.
Hermanito se levantó y le gritó a la Escoba:
– Si me pagas dos o tres cervezas, pegaré unos puntapiés en el trasero a Steiner, y después, le aplastaré los hocicos a patadas.
El pequeño legionario se interpuso rápidamente.
– No, no, mon ami. Ya basta. ¿No querrás matarle?
– No me disgustaría demasiado -dijo Hermanito-. ¡Lástima que sea tan difícil deshacerse de un cadáver! Aquí, en Hamburgo, sólo se tiene la gran bañera.
– Antes de llegar al puerto con un cadáver bajo el brazo, la Kripo [19] te habrá echado el guante -observó Blom.
– Es lástima que esta noche estemos de guardia. Preferiría irme a dar una vuelta por el «Matou» para ver a la chica del vestido verde -nos confesó Heide sin transición-. El sábado pasado le ofrecí cinco billetes para que se viniera conmigo, pero no quiso.
– ¿Tan cara es? -preguntó Barcelona-. ¿Cuánto te pidió?
– Bernhard el Empapado afirma que por cinco mil fue a casa de «la verde» toda la noche y buena parte del día siguiente -dijo Porta.
– Yo también lo he oído decir -gritó Steiner, incorporándose ensangrentado-. Bernhard el Empapado estaba hecho migas.
– Le vi regresar vacilante a «Las tres liebres» -dijo Barcelona-. Se bebió cuatro ginebras una tras de otra, y después echó a dos rameras que estaban en la barra. Como alguien protestara, el Empapado declaró que durante tres meses no soportaría la vista de una gachí. Andaba como si «la verde» le hubiera dado un baño de vinagre.
– Es fantástico lo que se puede conseguir con dinero en estos tiempos -dijo Porta-. Esto me recuerda mi experiencia como prostituto.
Absorto en sus recuerdos, rompió un huevo de gaviota dentro de su «Slibowitz» y removió enérgicamente el líquido con su bayoneta.
– ¿Es bueno? -preguntó Julius Heide.
– Repugnante -replicó Porta.
Y lamió la bayoneta.
– Cuéntanos la historia de la chica a quien le ofreciste casarte con ella -pidió el Viejo, fumando su pipa. Consultó su reloj-. Todavía tenemos tiempo de ir a la inspección.
Se sentó cómodamente, con los pies encima de la mesa.
Todo el mundo siguió su ejemplo, riéndose por anticipado las historias de Porta. Una mezcla maravillosa de mentiras y de verdad.
– Fue poco antes de empezar nuestra guerra -empezó a decir Porta-. Por aquel entonces, yo estaba en el 11.° Regimiento de Blindados, en Pederborn, pequeña ciudad aburrida y puritana. Si uno quería divertirse, tenía que ir de conquista a la catedral, el domingo por la mañana. A mí no me entusiasmaba demasiado esta guerra. Me gustaba la vida tranquila de la guarnición. Me veía emprendiendo la marcha hacia los obuses, las balas, la abstinencia, el hambre, la sed, y las victorias amargas. Esto no es para ti, Joseph Porta, me decía. E inmediatamente caí enfermo de gravedad
El Viejo se rió en silencio.
– Nunca lo olvidaré. Por lo menos habías intentado treinta trucos distintos para provocar una enfermedad, pero sin resultado. Al contrario, cada vez estaba mejor.
»-Sí, me enfurecí tanto que después ni siquiera los obuses han podido afectarme -explicó Porta. Se lamía los dedos para limpiárselos de los últimos restos del huevo de gaviota-. Pero de todos modos conseguí ingresar en la enfermería de la guarnición.
– Sí, estaba en el claustro, detrás de la catedral -rebuznó Hermanito-. Yo también fui cuando se me hinchó un dedo del pie. Recorrí a pie los dos kilómetros que había desde el cuartel, con una sola bota. Después, me encontré con el Feldwebel Meyer. ¡Que el diablo se me lleve! Me hizo trepar cuatro veces por la pared contigua a la panadería, y a tal velocidad que casi me olvidaba de lo que me dolía el pie.
– Pero, ¿por qué lo hizo? -preguntó Stege.
– No conseguí explicar lo bastante aprisa qué me ocurría. Empezó a mugir desde el otro lado de la calle, donde estaba con Gerda, la hija del carnicero.
»El Feldwebel Meyer estaba furioso.
»-¡Creutzfeldt! -vociferó-. ¿Ha inventado un nuevo uniforme del Ejército, puesto que lleva una bota en la mano? Y tampoco me ha saludado. ¿Ha olvidado que hay que meter la zarpa en la parte superior del cuerpo cada vez que se tiene la menor sospecha de que un Feldwebel está dentro de un radio de cien metros?
»-Mi Feldwebel -le dije-, no puedo saludar porque tengo una caña en una mano y una bota en la otra.
»Meyer estalló.
»-¡Bastardo! -vociferó-. ¡Tira ahora mismo esa caña y esa bota! Saluda al pasar…
»Me deshice de la bota y de la caña. No sentía deseos de que me enchiqueraran por insubordinación. Después, retrocedí nueve pasos y, cojeando ante mi Feldwebel, saludé de manera reglamentaria. Pero, él no estaba satisfecho. Tuve que repetir la operación otras diez veces. Me miraba con sus ojos de merluza. Le expliqué que mi dedo del pie se hinchaba y estaba ennegrecido. Lo examinó y me prohibió que lo sostuviera en el aire. Tenía que cuadrarme correctamente. Intenté hacerle comprender que me era imposible mantener en posición horizontal aquel maldito dedo del pie. Se mostró grosero y afirmó que lo que yo necesitaba era ejercicio.