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Custardoy se dio la vuelta como le había ordenado y por fin le vi la cara de frente y sin trabas, lo mismo que él a mí. Sonreía un poco y eso me provocó irritación, con unos dientes largos que le iluminaban el agudo rostro y le conferían cordialidad o casi. Parecía tranquilo e incluso semidivertido, a pesar del golpe en el costado, eso le había tenido que doler y asustar. Pero probablemente sabía quién era yo para entonces, aunque sólo fuera por intuición y descarte, y tal vez contaba con su propia capacidad interpretativa, lo bastante buena para estar seguro de que el marido de Luisa no iba a pegarle un tiro o no todavía, esto es, no sin hablar antes con él. (Tampoco casi nadie piensa totalmente en serio que se lo van a pegar, ni siquiera cuando tiene delante un cañón.) Sus ojos enormes y separados y negros y sin apenas pestañas eran en verdad desagradables y en seguida noté su asimiento, cómo me repasaban con gran rapidez y —cómo decirlo— con una especie de afán de intimidación, extraño e impropio de las circunstancias. Su media sonrisa era en cambio afable, como si pudiera desdoblarse en dos personas a la vez. No entendía cómo a Luisa podía gustarle, si bien había en él algo chulesco y vulgar —obsceno y bronco y frío— que atrae a muchas mujeres, eso lo he visto y lo sé. Antes de sentarse se acarició el bigote, se centró la coleta con un ademán inevitablemente femenino, arrojó el sombrero sobre el sofá y me preguntó:

—¿Puedo encenderme un pitillo? Fumando también me verás las manos, ¿no? —Y a continuación se sentó cuidando de no arrugarse los faldones de la gabardina. Había pasado a tutearme, y eso me reafirmó en mi sospecha de que me había identificado.

—Yo te doy uno —le contesté, no quería que se llevara una mano al bolsillo. Le ofrecí un Karelias y saqué otro para mí. Los encendí sin cambiar de llama y los dos aspiramos el humo al mismo tiempo, durante un instante parecimos amigos, dando la primera calada en silencio. Los dos nos habíamos llevado un susto, el tabaco nos venía bien. Pero el susto no había terminado, y el suyo había de ser por fuerza mucho mayor que el mío, al fin y al cabo yo me lo daba tan sólo a mí mismo, al verme haciendo lo que estaba haciendo, y eso supone siempre un susto controlado y menor y al que puede uno poner fin. La conversación que siguió fue muy veloz.

—Bueno, qué coño te pasa —dijo Custardoy—. Tú eres Jaime, ¿verdad? —La utilización del taco denotaba aplomo y cierta falta de respeto, a menos que hablara normalmente así (tampoco tenía por qué guardármelo, le sobraban motivos para estar cabreado conmigo); fingidos o auténticos, pensé en todo caso que aún no le había metido suficiente miedo, cómo podía hacer. Me senté de lado en el brazo de un sillón, así quedaba no sólo de frente, sino a mayor altura que él.

—Quién te ha dicho que hables. Aún no te he dicho que hables. Sólo que fumes. Así que fuma y calla, joder. —Solté mi taco para no ser menos y balanceé un poco la Llama. Esperaba que él no estuviera familiarizado con el manejo de las armas de fuego, o notaría que el que no lo estaba era yo. No resulta fácil dar miedo si uno no está acostumbrado a darlo. Yo sabía que podía lograrlo (lo había hecho alguna vez), de la misma manera que me sabía o me suponía capaz de matar, o por lo menos no incapaz; pero para ambas cosas debía estar —quizá— fuera de mis casillas, en verdad soliviantado o furioso o poseído por una sostenida sed de venganza, y en aquel momento no me sentía así o no lo bastante, tal vez me había relajado al haber cumplido sin apenas contratiempos la primera fase de mi poco planeado plan, la de interceptar a Custardoy, subir hasta su piso y encerrarme allí con él. Me faltaba odio. Me faltaba conocimiento. Me sobraba tibieza. Me faltaba calor. Y, a diferencia de Tupra, también carecía de la suficiente frialdad.

—Bueno. Pues habla tú, ¿no? No dispongo de todo el puto día para memeces de trastornado. Qué me quieres con esa pistola. Dónde vas tú con eso, chaval. —Y amagó de nuevo una sonrisa con su dentadura luminosa y larga, que lo hacía casi simpático y restaba agresividad a su perfil. Seguía recordándome a alguien, ahora no tenía tiempo de recordar a quién.

Custardoy era valeroso o demasiado confiado. O trataba de no amilanarse pese al arma del trastornado apuntándole al pecho, o estaba convencido de que no haría uso de ella. Aquellas frases habían sido despreciativas, como si quisiera disminuirnos con ellas, a mí y al arma. Se había atrevido a llamarme 'chaval' (odio a la gente que dice 'chaval'), intentaba aniñarme, que me sintiera un crío ridículo con mi anticuada pistola en la mano. Si se trataba de lo segundo, de un exceso de confianza, me pregunté qué fallaba para que se mostrara aún tan altivo: le había dado ya un golpe, ya le había hecho algo de daño, él tenía que haber registrado que si era capaz de eso lo sería de más. Llevaba camino de enfurecerme —o de tocarme los cojones, en aquel contexto—, si continuaba así. Me convenía que continuara así. O tal vez no, tal vez consiguiera que me viera finalmente grotesco y pueril, en aquella situación.

—Escúchame bien —le dije—. Vas a dejar de ver a Luisa Juárez, desde hoy mismo. Se acabó. No más golpes ni cortes ni ojos morados. Tú ya no la vuelves a tocar.

Pensé que negaría esto último y que me contestaría 'No sé de qué me hablas' o algo así. Pero no fue eso lo que me respondió, no fue a lo que dio más importancia:

—¿Ah sí? ¿Porque lo dices tú? Tiene hostias, oye. Tiene hostias la pretensión. —Fue irritante su manera de decir esto, como si no se dirigiera a mí, sino a un tercero invisible, a un imaginario testigo con el que se permitiera hacer burla—. Eso lo tendríamos que decidir ella y yo, ¿no te parece?

Sí, claro que me parecía. No tenía derecho a inmiscuirme y todo eso, ella era libre, ella era adulta, a lo mejor hasta estaba muy contenta con él, no me había pedido opinión ni protección, ni siquiera se había dignado informarme de su vida actual, de su vida que no me atañía; claro que estaba de acuerdo. Pero todo eso ya sobraba, había resuelto inmiscuirme y emplear la fuerza y el miedo, y entonces uno debe dejar de lado los argumentos y los principios, el respeto y las reservas morales y los escrúpulos, porque uno ha decidido hacer lo que quiere hacer e imponerlo, conseguir sus propósitos sin más ni más, y ahí, como en cualquier guerra iniciada, ya no debe intervenir ni contar la razón. Una vez cruzada la raya, da lo mismo tenerla o no, se trata tan sólo de salirse uno con la suya, de vencer y someter y prevalecer. Él la pegaba y debía cesar, eso era todo. 'Just make sure he's out of the picture', me repetí. Yo tenía que salir de aquella casa con Custardoy suprimido, borrado como una mancha de sangre, eso era todo. Y me creció la determinación.

—Sí —le reconocí—, tendríais que decidirlo ella y tú. Pero no va a ser así. Lo vas a decidir tú. Tú la vas a abandonar hoy mismo. O a ella o el mundo, listo, tienes para elegir, tú sabrás lo que prefieres abandonar. Pero ya te darás cuenta de que a ella la abandonas de todas formas.

Por primera vez lo vi dudar, quizá hasta le vi temor. 'Meterle un tiro', pensé, 'se ha dado cuenta de que no es difícil, de que basta con no ser lo que uno es durante dos segundos, o con sí ser lo que uno no es —uno no es un asesino y de repente ya lo ha sido y lo es para la eternidad—, de que a cualquiera con un arma en la mano le puede dar la ventolera de pronto, le puede dar por ahí si durante un solo instante deja de percibir la magnitud del gesto, de un solo gesto sencillo o más bien de dos, amartillar el arma y apretar el disparador, pueden ser casi simultáneos como en las películas del Oeste levantar el percutor y darle al gatillo, esto aquí y esto allá, lo uno y lo otro, arriba y atrás y ya está, a cualquiera se le va la mano y luego el dedo, la mano que mete una bala en el cañón o recámara con un movimiento y a continuación el índice hacia atrás, esta arma pesa y cuesta sostenerla, pero la mano y el dedo se van ellos solos como si en verdad no los moviera nadie, ninguna conciencia ni voluntad, acarician y se deslizan y resbalan casi, ni siquiera hay que hacer el esfuerzo que siempre exige una espada, hay que alzarla primero y después abatirla y ambos movimientos requieren toda la fuerza del brazo o incluso de los dos, y así no pueden manejarla los niños ni muchas mujeres ni los hombres enclenques, y en cambio la pistola está al alcance del ser más débil y del más temeroso y del más idiota y del de menos mérito —mucho más todavía que la deshonrosa ballesta, la pistola democratiza el matar—, y cualquiera puede causar un daño irreparable con ella, no hace falta más que dejarse ir. Y si ahora yo monto el arma, Custardoy se aterrará.'

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