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Todavía aguardé unos minutos, por ver si se abría alguna ventana que me indicara en qué piso vivía y que había entrado en su casa. No hubo suerte en eso. Bajé la escalera, crucé las dos calles que tal vez cruzaría Luisa a menudo si es que iba mucho a verlo —a dormir no podría—, dudé si coger un taxi hasta el Palace, no vi ninguno libre en la duda, inicié el recorrido de vuelta. A la altura de la Plaza de la Villa me detuve a mirar mejor la estatua que él había mirado, Don Alvaro de Bazán o Marqués de Santa Cruz, acaso era la menos fea de cuantas había encontrado. La rodeé, en la parte posterior del pedestal se leía una inscripción: 'El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto. Rey servido y patria honrada dirán mejor quién he sido por la Cruz de mi apellido y con la cruz de mi espada'. 'Siempre tan fanfarrones los españoles', pensé, sintiéndome aún muy ajeno, 'debería aprender de ellos, para creer que mis enemigos huyen diciendo: "Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando...". Ellos se lo dicen todo siempre, aunque tengan enfrente a un compatriota que no se irá tan fácilmente. Custardoy y yo lo somos.' El Almirante tenía el brazo extendido, y en esa mano llevaba algo. No se veía muy claro, podía ser un mapa enrollado, o una bengala de General, más probablemente. La otra mano, la izquierda, asía el puño de su espada enfundada, más o menos como la del solitario Conde en su cuadro. 'Muchas espadas también', pensé, 'por estas antiguas calles.'

VII Adiós

A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro, pero necesita que además se lo digan o se lo confirmen o se lo discutan o se lo aprueben, en cierto sentido es una maniobra que uno lleva a cabo para descargarse un poco de responsabilidad, para difuminarla o para compartirla, aunque sea ficticiamente, porque lo que uno hace lo hace tan sólo uno, independientemente de quién nos convenza o nos persuada o nos aliente o nos dé el visto bueno, o hasta nos lo ordene o encargue. En algunas ocasiones disfrazamos esa maniobra de duda o de desconcierto, nos presentamos ante alguien y le hacemos la gran faena de pedirle opinión o consejo —la gran faena de pedirle o preguntarle algo—, y con eso ya logramos, como mínimo, que la siguiente vez que nos hablemos ese alguien nos inquiera por ello, qué pasó, cómo salió todo, qué decidimos por fin, si nos resultó o no de ayuda, si le hicimos o no caso. Con eso ya está envuelto, si es que no enredado, si es que no anudado. Lo hemos obligado a ser partícipe, sea nada más como oyente, y a plantearse la situación y preguntarse por el desenlace; le hemos hecho conocer nuestra historia y ya nunca podrá ignorarla o borrarla; y también le hemos dado cierto derecho a interrogarnos más tarde al respecto, o es cierto deber que le hemos impuesto: '¿Qué hiciste al final, cómo resolviste aquello?', nos dirá esa vez siguiente, e incluso parecería raro, una falta de interés o de cortesía, que no volviera a referirse al caso expuesto y al que lo forzamos a contribuir con palabras, o, si declinó pronunciarse y no soltó prenda, con la mera escucha de nuestra consulta. 'No lo sé, no puedo ni debo opinar, y además no quiero saberlo', pudo muy bien contestarnos, y aun así ya dijo algo: con esa respuesta dijo que el asunto no le gustaba y que le parecía venenoso o turbio, que no quería tomar parte en él ni siquiera como testigo auditivo, que prefería no estar enterado y que ninguna opción le hacía gracia, que era mejor que no hiciéramos nada y que lo dejáramos correr o nos apartásemos; y que le ahorrásemos a él el cuento, en todo caso. Aunque uno diga 'No sé' o 'No quiero oír' ya dice mucho, no hay escapatoria cabal cuando se le pregunta a alguien, ni siquiera con inhibirse ni con callar se salva, porque con su silencio está ya reprobando o desaconsejando, mucho más que otorgando, contrariamente a lo que afirma el dicho. Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera. Pero eso nunca ocurre, es un deseo baldío. Siempre nos llega alguna pregunta penúltima, siempre queda alguna petición rezagada. Ahora era yo quien preguntaría, ahora iba yo a hacer la mía, en principio comprometedora para cualquier destinatario, salvo quizá para el que iba a escucharla. De él tenía que aprender aún bastante, para mi desasosiego y tal vez mi desgracia.

Al atardecer llamé a Tupra desde la habitación de mi hotel, sólo podía tocarle a él darme consejo, e instrucciones con suerte, hacerme recomendaciones y servirme de guía, y además era el más indicado para esa clase de cuestiones en las que con hablar no basta; también era el más previsible, esto es, quien más probablemente me confirmaría que debía hacer lo que creía, o no me disuadiría de lo que debía. Calculé que podía ya estar en casa a aquella hora, aunque fuera una menos en Inglaterra, a no ser que tuviera el día multitudinario y festivo y hubiera reclutado a todos, incluidos Branshaw y Jane Treves, para salir en manada. Marqué su numero directo y lo cogió una mujer, sin embargo, seguramente la silueta atractiva, anticuada (casi figura de clepsidra), que había visto al final de aquella noche de vídeos, recortada contra la luz de un pasillo, a la puerta de su pequeño estudio; si era su mujer o ex-mujer, si era Beryl, él entendería aún mejor mi caso.

'¿Cómo te va, Jack? Qué gentil por tu parte llamar a dar noticias. ¿O es para interesarte por mí y por los demás? Más amable todavía, en medio de tus vacaciones.'

Había algo de ironía en su tono, desde luego, pero también le noté cierta alegría de oírme, o era divertimiento, conmigo aun se divertía. Preferí no disimular ni engañarlo más allá de los saludos.

'Tengo un asunto que resolver aquí, Bertie. Me gustaría saber qué te parece, qué debería hacer según tu criterio.' Lo llamé Bertie para complacerlo, para bien predisponerlo, aunque él se daría cuenta de eso, y le resumí la situación sin rodeos: 'Hay un tipo aquf, le dije. 'Creo que pega a mi mujer, o a mi ex-mujer, lo que sea, aún no estamos divorciados, salen juntos no sé desde cuándo, probablemente hace unos meses. Ella lo niega, pero ahora mismo tiene un ojo morado, y no es la primera vez que se da un buen golpe por accidente en los últimos tiempos, según su versión, claro. Eso me ha contado su hermana, que piensa como yo, por sucuenta. No me hace ninguna gracia que mis hijos corran el más mínimo riesgo de quedarse sin madre, estas cosas nunca se sabe cómo acaban, hay que cortarlas de raíz, ¿tú no crees? En fin, no me quedan demasiados días para arreglarlo. Me gustaría dejarlo zanjado antes de volverme, la intranquilidad es insoportable en la distancia, y distrae mucho del trabajo. No quisiera que ella se enterase de mi intervención, fuera cual fuese, en todo caso. Aunque sería difícil que no sospechase, estando yo aquí estos días, si resulta que por mi acción el panorama le cambia, y de eso se trata. Hablar con él no tendría sentido, lo negaría. Ademas no parece un tipo apocado, ni un pusilánime, más bien todo lo contrario; desde luego no es ningún De la Garza. Tampoco ganaría nada con insistirle a ella para que lo admita, la conozco bien, es muy terca. Y aunque lo consiguiera: la situación no variaría en esencia, ella está con él pese a todo.' Me paré. Lo que vino a continuación me costaba más decirlo: 'Debe de estar muy colada. Aunque no le haya dado tiempo a eso, quiero decir a estarlo de veras. Eso no ocurre en unos meses, ha de hacerse poso. Supongo que es la novedad, el primero que me sustituye, la ilusión excesiva, algo pasajero. Pero todo dura mientras dura, no sé si me entiendes. Y dura ahora'.

Tupra se quedó callado unos segundos. Luego contestó ya sin ironía, pero tampoco con mucha seriedad, había cierta ligereza en su tono, como si mi problema no le pareciera gran cosa, o no le viera una solución complicada.

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