Decidí dar pequeñas vueltas por las inmediaciones, de manera que cada no mucho rato pudiera regresar a algún punto desde el que viera a Custardoy a distancia y controlara sus movimientos, no debía perderme el momento en que pagara su consumición, se levantara y se pusiera de nuevo en marcha, desde El Anciano Rey de los Vinos hasta su presunta casa había muy poco trecho, tenía que atravesar sólo dos calles. Así que me alejaba un poco, me paraba ante otra estatua en Bailén, esta vez un tosco busto del admirable escritor madrileño Larra, que se suicidó en 1837 de un pistoletazo en la sien, ante el espejo, sin haber cumplido los veintiocho años (otro de la hermandad Kennedy-Mansfield, en verdad cuántos), tal vez por amores desgraciados pero quién sabe; y luego ante otra más, un poco grotesca, de un tal Capitán Melgar con condecoraciones y bigotes curvos, que me recordó levemente al improbable antepasado de Tupra dibujado por Kennington y visto en su casa, y del que leí en la inscripción que había muerto en la batalla del Barranco del Lobo, en Melilla, durante la Guerra de África, en 1909; lo grotesco no era tanto su busto como otra figura desproporcionada —no llegaba a liliputiense ni a Pulgarcito en comparación, pero sí casi a enano— de un soldado vestido de Beau Geste que intentaba trepar por el pedestal o columna con su fusil en la mano, no quedaba claro si para adorar a su Capitán en lo alto o para asaltarlo y cargárselo. Y a continuación desandaba el camino, sólo que por la otra acera, por la del gran adefesio católico, y observaba a Custardoy sentado. Le habían servido una caña y unos boquerones y unas bravas ('Así que se toma su aperitivo en toda regla', pensé; 'considerará que ha trabajado lo bastante, no lleva prisa, tendrá para rato'), y había desplegado un periódico que leía con las piernas cruzadas, alzando los ojos enormes y mirando alrededor de tanto en tanto, debía ser prudente por eso y volví a alejarme, hasta la altura del Palacio Real en esta ocasión, tan sólo para contemplar más estatuas espantosas, en Madrid una constante: toda una fila de reyes visigodos vestidos de pseudorromanos y con una inscripción poco comprensible, sobre todo para cualquier extranjero y yo me sentía algo extranjero: 'Ataúlfo, Mu. A° de 415', decía la primera, y la misma incógnita ¿'Murió Año de...'?) para Eurico, 'de 484', Leovigildo, 'de 585', Suintila, 'de 633', Wamba, 'de 680'... Más allá, un gran monumento, 'iniciado por mujeres españolas a la gloria del soldado Luis Noval', que tuvo que ser un soldado heroico y en verdad mimado por las mujeres, también iba vestido de Beau Geste o Beau Sabreur o Beau Ideal o de todos juntos: 'Patria, no olvides nunca a los que por ti mueren, MCMXII (en inglés ese vocativo tendría que haber sido 'Country', la palabra empleada por Tupra la noche de nuestro conocimiento y que me había hecho pensar si su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico). Pero mi país los olvida a todos, justamente, a los que mueren por él y a los que en modo alguno, incluido ese Noval, que nadie tendrá la menor idea en Madrid de quién diablos fue ni por qué se distinguió ni qué hizo. Y cada vez que retrocedía y volvía a entrar en mi campo visual la terraza, más aposentado me parecía el individuo de la coleta, así que me atreví a iniciar otro recorrido y bajar por la Cuesta de la Vega, 'Junto a este lugar se emplazó desde el siglo IX la Puerta de la Vega, principal entrada al Madrid musulmán', o bien 'Ymagen de María Santísima de la Almudena, ocultada en este sitio el año 712 y descubierta milagrosamente en el de 1085' ('La escondieron al año siguiente de la invasión de los moros', pensé, 'para que no se la cargaran, supongo.' Pero aquella efigie de una Virgen muy blanca con corona y Niño, metida en un nicho, no tenía ninguna pinta de ser del siglo VIII, así fuera una réplica de la verdadera, sino una falsificación descarada; Custardoy habría sabido decirlo), y hasta me llegué al Parque de Atenas, donde el busto vulgar de turno, casi clandestino esta vez por su emplazamiento recóndito, era nada menos que del jubiloso Boccherini, que vivió en Madrid veintitantos años y aquí murió en la penuria, sin que nunca lo haya honrado esta ciudad tan ingrata (ni siquiera se sabe dónde están sus huesos ni si hubo tumba para albergarlos); a su espalda había una lápida con una cita de un tal Cartier que rezaba: 'Si Dios quisiera hablar a los hombres, se serviría de la música de Haydn; pero si quisiera oír música, elegiría, sin duda, la de Boccherini'. Sí, también a mí me acompaña donde quiera que voy, como la de Mancini.
Me había alejado demasiado y subí la Cuesta a toda prisa, temeroso de quedarme sin saber lo que necesitaba saber, por un mal cálculo o un descuido. Al alcanzar de nuevo la esquina de Mayor con Bailén —miré hacia el portal a mi derecha, Custardoy no estaba entrando—, se me ocurrió que el mejor lugar desde el que dominar la terraza sin ser advertido, o parte de ella, era en lo alto de una doble escalera corta que llevaba directamente a la estatua del Papa polaco-jotero, así que la subí y me apoyé en la balconada, dándole la espalda a Totus tuus, su figura era en verdad la más fea y no por falta de competencia, la gente me tomaría por un devoto, andaba mezclado con unos cuantos que se hacían fotografiar ante ella imitando su postura de invitación a la danza. Desde allí veía al hombre, no se me escaparía cuando se levantara. Esperé. Esperé. Seguía leyendo el periódico con su sombrero puesto (estaba al aire libre, al fin y al cabo); había dejado su cartera sin asas en la silla de al lado, y parecía tener antenas para detectar a las mujeres con buen porte, porque cada vez que pasaba o se sentaba una alzaba los ojos y la repasaba, tal vez era olfato lo que reñía. 'Mal se lo ha puesto Luisa, también en ese aspecto', pensé. 'Ha de ser hombre al que nunca le basta una sola'. Deseé tener prismáticos para observarlo mejor. Aun así, a aquella distancia, seguía habiendo algo en él que me recordaba a alguien, una afinidad o un parecido, de la misma manera que Incompara me había traído a la memoria a mi antiguo compañero de clase Comendador, ahora constructor respetable en Nueva York o Miami o donde hubiera ido. Pero no caía, no lograba identificar al modelo, quiero decir al primer individuo de aquel estilo con el que alguna vez me había cruzado.
Por fin le vi chasquear los dedos dos veces, con el brazo en alto, una manera desdeñosa y ya anticuada de llamar a los camareros. 'No irá a pedir otra cerveza', pensé, 'ya tiene dos vasos vacíos.' Llamaba para pagar, por suerte; se sacó del bolsillo del pantalón unos billetes (también yo los llevo así, sin cartera) y dejó uno sobre la mesa, como hacíamos los madrileños de antes, el dinero nunca debe ir de mano a mano, sin pasar por lugar neutro. Conocía al camarero, lo cual hacía más descorteses sus ya muy clasistas chasquidos: mientras éste depositaba la vuelta, asimismo sobre la mesa, él le dio una leve palmada en el brazo, como había hecho con los libreros, quizá tomaba el aperitivo a diario en El Anciano Rey de los Vinos. Le dijo algo ya al marcharse y el camarero rió con ganas, lo mismo que los de Méndez y que la joven General Custer o Coronel Crockett con flecos, aquel tipo tendría su gracia. Llegaba el momento de averiguar si él era él o era otro. No salió de aquel recodo por la calleja del asesinato irresuelto, sino por Bailén, eso era buen indicio. Al pasar por delante, miró los escaparates de la tienda de instrumentos musicales que ocupa toda esa esquina, cruzó Mayor sin tardanza y se paró ante el semáforo de Bailén, para él en rojo. Pero entonces me quedé sin visión suya y retrocedí apurado en seguida, hasta encontrar un punto desde el que volviera a verlo, a la izquierda de la tienda del horroroso templo, que estaba a la izquierda de Totus, quién diablos compraría allí nada. Desde allí divisaba todo el ángulo, tras unas rejas, quedé justo enfrente de su portal, si es que lo era, sólo que en alto, no repararía en mí, no miraría hacia arriba, me sentí como el vampiro de Dusseldorf cuando acechaba. Custardoy ya sólo tenía que atravesar aquella calle, cuando el disco se le pusiera en verde, y meterse en aquel portal hacia el que yo lo empujaba, estaba una vez más cerrado. Ahora lo veía bien, era inconfundible con su sombrero, vería también sus pasos cuando empezara a darlos. 'Uno, dos, tres, cuatro, cinco...', me puse a contarlos mentalmente al abrírsele el semáforo, tenía los pies pequeños considerando su estatura, siguió por donde debía, ya no habría de pararse,'... cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho; y cuarenta y nueve.' Y allí se detuvo, ante el portal adecuado, ya llevaba la llave en la mano. Y entonces pensé con una efímera sensación de triunfo: 'Ahí te quería ver, ahí te tengo'.