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'¿Don Esteban Custardoy, por favor?', dije.

'¿Quién dice?' Era una señora de cierta edad, sin duda.

'Cus-tar-doy', lo pronuncié lento y claro. 'Don Es-te-ban.'

'No, aquí no es.'

'Me habré equivocado de piso. ¿Sería tan amable de decirme cuál es, señora? Le traigo un telegrama.'

'¿Me trae un telegrama? ¿De quién? Aquí no recibimos telegramas.'

'A usted no, señora.' Me di cuenta de que con ella no llegaría a ninguna parte. 'Es para su vecino, el señor Custardoy. ¿Qué piso es, si me hace el favor?'

'¿Aquí? Es el segundo derecha', contestó. 'Pero no hay ningún Bujaraloz, se ha equivocado.' Siempre suenan fatal esos telefonillos, pero aquella mujer, además, debía de ser aragonesa y sorda, como Goya, para que le saliera tan fluido y fácil el nombre de ese pueblo zaragozano no tan famoso, Bujaraloz. Me disculpé y le di las gracias, lo dejé estar.

Me atreví a probar con un tercer timbre y no hubo respuesta, la gente sale a almorzar fuera como loca en Madrid. Aún probé con un cuarto, y al instante oí otra voz femenina, era más joven y esperanzadora.

'¿Esteban Buscató?', me dijo. Aquel era el apellido de un antiguo jugador de baloncesto, sería aficionada, pensé. 'No, no lo conozco, no me suena que viva aquí.' Se oían crujidos y un mar de fondo, era como si tuviera una caracola pegada al oído y hubiera por allí un barco a punto de naufragar.

'Es Custardoy', repetí. 'Cus-tar-doy. Un señor que es pintor, quizá pueda decirme en qué piso vive o tiene su estudio. Es pintor, el pintor.'

'Aquí no hemos pedido ningún pintor.'

'No, yo no soy el pintor, señora', insistí ya con poca fe. 'Traigo un telegrama para el señor Custardoy. Éles el pintor. ¿No le suena que viva un pintor aquí? Un pintor, no de brocha, sino como Goya, ¿no le suena?'

'Sí, claro que me suena Goya. Es el de La maja' Y sonó un poco ofendida. 'Pero, como puede usted imaginar, no vive aquí. Ni en ningún otro sitio, no sé si se ha enterado de que ya murió.'

Maldije para mis adentros el extraño apellido del falsificador y abandoné. No podía estarme allí tanto rato, llamando a todos los timbres, o lo haría en otra ocasión (de dos en dos, no debía abusar), o regresaría a otra hora en la que pudiera estar el portero humano, si es que lo había. De todas formas se me ocurrió que quizá Custardoy hubiera alquilado o comprado su piso o estudio bajo un nombre falso, como correspondería a un delincuente, o bien con su verdadero nombre y que Custardoy fuera un pseudónimo. En ninguno de esos dos casos nadie de aquella casa sabría darme razón de él.

No se me escapaba que Tupra, ante semejante fracaso parcial (tenía la casi seguridad del edificio, lo cual ya era mucho, pero había de cerciorarme y averiguar piso y puerta), no habría tenido reparo en apostarse frente a mi casa desde temprano —esto es, frente a la de Luisa—, esperar a verla salir y seguirla cuantas veces hiciera falta, en la certidumbre de que en alguna de ellas se dirigiría hacia aquella zona del Palacio Real y el adefesio catedralicio, de la Cuesta de la Vega y el Parque de Atenas, de los Jardines de Sabatini y el Campo del Moro, del Viaducto y las Vistillas o lo que quedara de ellas, había leído que entre el Ayuntamiento y la Iglesia planeaban cargárselas para sacar buen provecho al terreno con oficinas episcopales o viviendas semiclericales o un aparcamiento o algo así; hacia el Madrid de los Austrias, que se mezclaba con el de Carlos III, hasta desembocar en aquél u otro portal. Pero yo sí tenía reparo. No era sólo que seguirla a escondidas me pareciera mal, o ruin, sino que sobre todo temía ser descubierto y entonces todos mis planes se vendrían abajo: ella se pondría alerta, se enfadaría a buen seguro y me prohibiría entrometerme en cualquier aspecto o rincón de su vida, yo ya no podría hablar con Custardoy ni influirle sin que ella me atribuyera el resultado o el cambio, me culparía de la deseable ruptura o retirada del estafador y no me volvería a dirigir la palabra, como había vaticinado su hermana: si no ya nunca, durante largo tiempo. Había de salvarla sin que sospechara mi intervención, o lo menos posible. Algo se maliciaría siempre, por la coincidencia de mi estancia en la ciudad: justo cuando yo aparecía o poco después, su novio haría mutis, era demasiada casualidad y se quedaría con el convencimiento de que yo había tenido algo que ver. Pero si lo hacía bien y sin exponerme ante ella, sería un convencimiento sin pruebas ni tan siquiera indicios, y esos suelen debilitarse pronto, para acabar arrojados a la bolsa de las suspicacias y las figuraciones.

Durante los días siguientes visité o saqué por ahí a los niños lo más que pude, cruzándome en alguna ocasión con Luisa, al recogerlos o devolverlos, y en la mayoría no, sólo con la canguro polaca. Evité remolonear, como había hecho la primera noche; evité preguntarle a Luisa más por su golpe, o a lo más que me atrevía era a comentarios laterales y neutros: 'Veo que eso ya va mejor, a ver si tienes más cuidado'. Tampoco insistí en que quedáramos a solas un día, en que saliéramos a cenar y a charlar con tranquilidad, era preferible no verla apenas durante aquella estancia y lograr arrancarla de la relación siniestra en que se había metido, aunque ella no la considerara así o la atrajera, aún peor. Y en el caso de que llegara a extrañarse por mi falta de insistencia, siempre podría decirle con caballerosidad: 'Eres tú la más ocupada aquí. Yo estoy sólo de paso, soy casi un turista. He juzgado lo más correcto dejarte la iniciativa a ti. Además voy a ver a menudo a mi padre, que no está bien. Te envía sus saludos, pregunta por ti'. Así que procuré apartarme, no coincidir más que cuando en verdad coincidiera, no hacerme muy visible ni el encontradizo, como habría sido mi tentación y tendencia de no haberme sentido con aquella tarea imprevista, concreta, urgente, vital, nada más llegar a Madrid. No es que me resultara fácil guardar una actitud tan discreta, sobre todo porque pasaron los días de la primera semana sin que Luisa pareciera lamentar desaprovecharme ni —lo más hiriente— mostrara curiosidad por mi vida en Londres ni por el que yo era allí, por saber a quién trataba ni si me había convertido en otro, aunque fuera superficialmente, ni por mi actual trabajo del que por teléfono le había contado tan poco, hasta el punto de más bien rehuir sus ocasionales preguntas, quizá hechas perfunctoriamente y por educación, pero preguntas al fin. Ahora no había ninguna de ninguna clase, ni buscaba la oportunidad de formulármelas: durante aquella primera semana no partió de ella nada, ni vernos ni encontrarnos ni salir a almorzar, ni invitarme a quedarme un rato en la casa, a cenar o a tomar una copa en su compañía, cuando yo traía a Guillermo y Marina al atardecer tras haberlos llevado al cine o al Retiro o a cualquier otro lugar. Era como si no tuviera casi espacio mental para ocuparse de nada que no fuera su relación con Custardoy, o eso era lo que yo suponía que se lo llenaría entero, qué otra cosa podía ser. La veía embebida, enfrascada. Pero no era el enfrascamiento propio de la mera ilusión, ni de la plenitud. Tampoco el de la simple zozobra o el tormento o la angustia, sino el de quien está esforzándose por comprender, o por desentrañar.

Y en efecto vi a mi padre, y a mis hermanos y a unos pocos amigos, y fui a librerías de viejo y paseé. A uno de aquellos libreros le compré un regalo para Sir Peter, un gran libro de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil, vi que se reproducían unos cuantos con el mismo motivo de lo que en su país se llamó 'careless talk'o 'conversación imprudente', con advertencias muy similares, a mí me sonaba haber visto algunos españoles con anterioridad y a él no, le gustaría conocer el precedente y a la señora Berry también. Tenía que ir a visitarlo sin falta, nada más regresar. Y volví por aquella zona, por la de Custardoy, y miré el portal de su casa o estudio de la calle Mayor desde la acera de enfrente una mañana. El portal seguía cerrado, luego era posible que no hubiera portero o que tuviera horarios breves o perezosos o excéntricos. Finalmente había decidido no preguntarle en todo caso, si coincidía con él: más valía que nadie me viera ni me pudiera identificar, menos aún asociar con Custardoy. Si me interesaba a cara descubierta por aquel copista y falsificador, podía quedar ya vendido según lo que después se diera entre él y yo, nunca se sabe cuando dos hombres se encaran y además discuten, cuando uno intenta sacarle algo al otro, o exigírselo, u obligarlo o convencerlo o disuadirlo o ahuyentarlo. Desde el lateral de la abominable Almudena miré hacia arriba, hacia los balcones, en la peregrina idea de tener la gran suerte de que mientras yo estaba allí Custardoy fuera a asomarse al suyo, lo reconocería por la coleta y por la desganada descripción de Cristina, y sabría entonces, sin más esfuerzo ni indagación, en qué piso trabajaba o vivía. Había balcones en los tres primeros pisos y en el cuarto sólo ventanas, parecía un poco abuhardillado. Los balcones del que quedaba sobre el enorme portón eran de piedra, con columnitas, los de los dos siguientes de hierro forjado con filigranas, todos con contraventanas de tablillas que estaban abiertas, señal de que todo estaba habitado y ningún vecino ausente o de viaje, Custardoy en la ciudad. Observé cada balcón y cada ventana, tratando de asimilar —más que de imaginar, eso me parecía un ejercicio desagradable y superfluo— que tras alguno de ellos Luisa y Custardoy se encontraban y se acostaban, reían y hablaban, se relataban su día, quizá discutían y él le soltaba un guantazo en la mejilla con la mano abierta o un puñetazo en el ojo con la mano cerrada. Tenía que ser iracundo aquel individuo, o tal vez no, tal vez era frío y lo hacía con cálculo, para advertirle pronto, y para recordarle, de qué y de cuánto era capaz. Y podía ser que alguna noche mi mujer saliera por aquel historiado portal que tenía enfrente, tiritando de miedo y de excitación, espantada y a la vez cautiva. No, no me gustaba aquel tipo, cuanto sabía de él y cuanto imaginaba.

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