'¿Qué edad tiene?'
'No sé, ahora rondará los cincuenta, me imagino. Aunque aparenta menos.'
'Diez o doce años mayor que Luisa. Eso es malo, le tendrá autoridad, o influencia. ¿Sabes cómo se llama de nombre?'
'Esteban, creo. Espera. Sí, Esteban. Luisa lo ha llamado así alguna vez, aunque suele referirse a él más por el apellido, como si quisiera distanciarse o hacer ver que en realidad no es tan íntimo.' 'También yo llamo a la joven Pérez Nuix por su apellido', pensé, 'pero no es en absoluto el mismo caso.' 'Ya te he dicho, a ratos es como si le diera vergüenza tener un novio. Con hijos, después de ti, todo eso.'
'Esteban Custardoy. ¿No estás segura? ¿Como pintor no es conocido? Quiero decir, ¿su nombre no sale en los periódicos, no hace exposiciones y eso?'
'No, que yo sepa; pero tampoco me fijo, lo último que puede interesarme es la pintura contemporánea. Yo creo que es más copista. Luisa me mencionó que a veces le encargan cuadros del Prado y se pasa allí las horas muertas, estudiando y copiando. O de otros museos de fuera, y entonces viaja para verlos unos días al menos, a cualquier lugar de Europa. Ranz me dijo que había aprendido con el padre, Custardoy el viejo lo llamaban, que ya le hacía copias al suyo, al de Ranz me refiero. A él lo llamaban al principio Custardoy el joven. No sé si ahora.'
Me quedé callado un momento. Encendí un Karelias, me había traído diez paquetes, en Madrid no podría comprarlos.
'Hay algo que no casa mucho, Cristina. No me pega que Luisa tolere a un individuo que la maltrate, menos aún si lo ha conocido hace nada, hace unos meses. Si nuestras sospechas son ciertas, no le ha pegado una vez, sino dos. No entendería que aún lo viera y se acostara con él como si nada; que no hubiese cortado a la primera, no digamos a la segunda. Ayer mismo me lo negaba; en cierto modo lo protegía, o se protegía, quiero decir su relación con él, que nadie la toque ni se inmiscuya, que nadie se meta. Se puede comprender que yo sea el último con el que esté dispuesta a hablar de un novio, más aún si es problemático, y aunque le represente un peligro. Pero, ¿contigo? ¿Cómo te explicarías tanto aguante? Y encima en una mujer nada sumisa como ella'. Me di cuenta de que era la primera vez que lo decía y también que lo pensaba o me lo figuraba de veras, como algo real y regular, continuado:'... y se acostara con él como si nada', había salido de mi boca. Sí, claro, se acostaban, es una de las gracias de los noviazgos y es la costumbre. Pero eso no significa mucho, no por fuerza', me apresuré a pensar para rebajar la imaginación fugaz y las palabras; 'también yo me he acostado con Pérez Nuix y con otras y es casi como si no hubiera ocurrido. No están en mi pensamiento, no me acuerdo de ellas, o sólo de tarde en tarde y sin emoción alguna. Bueno, con Pérez Nuix es distinto, porque la veo a diario y cada vez que la veo me acuerdo o más bien lo sé, aunque mi polvo con ella fuera el más impersonal, cómo decir, casi a ciegas, casi anónimo, silente. También me acosté con otras mujeres regular y continuadamente, en el pasado, con Clare Bayes en Inglaterra sin ir más lejos, o con aquella novia en la Toscana a la que debo mi italiano. Y qué, son sólo datos de un archivo, registrados hechos que desde hace mucho no me condicionan ni influyen. No, eso no significa gran cosa, una vez que cesa. Lo único es que lo de Luisa está sucediendo y aún no ha cesado, y además le hace daño y nos amenaza a todos, a los cuatro.'
Ahora fue Cristina la que se quedó pensativa unos segundos. La oí resoplar al otro lado del hilo, quizá se había hartado ya de la charla o debía reanudar sus preparativos de viaje.
'Yo qué sé, Jaime. A lo mejor estamos equivocados y no le ha hecho nada, se dio contra un pivote y contra la puerta del garaje, una mala racha. Lo malo es que ni tú ni yo nos creemos eso. A mí me da que está empeñada en tirar adelante con él, por mucho que se haga la tonta o la distanciada, y en estos casos todo es posible, cuando alguien quiere querer no lo disuade nada circunstancial ni externo. Sólo el querido cuando rechaza su querer, y ni así a veces. La gente tiene mucho más aguante de lo que pensamos. Una vez enredadas, las personas lo aguantan casi todo, al menos durante un tiempo, lo sé por propia experiencia. Creen que podrán hacer cambiar lo malo, o que lo malo es pasajero. Y Luisa es paciente, tiene mucha correa, mira cuánto tardó en terminar contigo. Lo que no sé es por qué estamos hablando. Ella de momento no nos va a decir ni a contar nada, ya lo hemos visto. Ni siquiera podríamos intentar convencerla. No veo que nada esté en nuestra mano. Tengo que seguir con mis asuntos, Jaime, me voy mañana y esta conversación no nos lleva a ningún lado, aparte de a alimentarnos la preocupación mutuamente.' Me quedé callado, me quedé pensando en sus palabras: 'Una vez enredadas, las personas lo aguantan casi todo, al menos durante un tiempo'. 'Todo es cuestión de enredar al otro, de intervenir, de pedirle, de preguntar, exigirle. De hablar con él y entrometerse', seguí pensando y seguí callado. 'Jaime, ¿estás ahí?'
'Podríamos intentar convencerlo a él', dije entonces.
'¿A él? No lo conocemos, sobre todo tú. Vaya ocurrencia. Conmigo no cuentes. Además me voy mañana. Y si fueras a hablar tú con él, lo mismo se te reía en la cara o te soltaba un puñetazo, ¿no te das cuenta?, si efectivamente es un violento. ¿O es que le vas a ofrecer dinero para que se quite de en medio, como un padre antiguo? Bah, por lo que yo sé, ni siquiera lo necesita, trabaja para coleccionistas forrados. Luego le iría con el cuento a Luisa, y ya me dirás cómo ibas a justificarle a ella semejante intromisión en su vida, estáis separados. No te volvería a dirigir la palabra, eso lo sabes, ¿no? Te haces cargo.'
Pero tal vez nada de eso ocurriría con mi tentativa de convencimiento. De modo que hice caso omiso de sus objeciones y me limité a preguntarle, como si ahora no la hubiera oído:
'Aparte de la coleta, dime: ¿cómo es, qué aspecto tiene?'
Había aprendido de Reresby y Ure y Dundas y hasta me había contagiado algo de Tupra, pero todavía no era como él ni deseaba serlo, excepto en alguna ocasión suelta, aquella era una ocasión suelta. Tal vez no se pueda imitar a la gente tan sólo a ratos y a conveniencia, y para actuar una vez como el modelo —una vez única— antes deba asemejársele uno en todo momento y circunstancia, es decir, también a solas y cuando no le hace falta, y para eso hay que tener motivos más fuertes que los encontrados, esto es, que los que vienen de fuera y nos asaltan. Hay que tener una necesidad profunda, una íntima voluntad de cambio, no era mi caso. Me comporté como pensaba que él se habría comportado, inicialmente, pero llegó un instante en el que ya no estuve seguro o no supe imaginármelo, o preferí no estarlo o no me imaginé a mí mismo, y me entraron dudas, lo que él no debía de padecer casi nunca; y así volví a pensar que podría ayudarme, o al menos darme consejo y reafirmarme, o al menos no disuadirme. No lo llamé hasta entonces, cuando habían pasado ya unos días desde mi llegada y mi primera visita a los niños, mi robada visión de Luisa, mi encuentro con mi hermana y mi padre, mi conversación telefónica con mi cuñada Cristina Juárez, y tras haber dado unos pocos pasos en su estela imaginaria.
Empecé por consultar el listín y buscar aquel infrecuente apellido, Custardoy. Descubrí que me había quedado corto en mis suposiciones, porque no es que figuraran pocos, sino que en todo Madrid sólo había uno: vivía en la calle de Embajadores y por desgracia la inicial de su nombre no era la E de Esteban, sino una maldita R de Roberto, Ricardo, Raúl, Ramón o Ramiro, quién los quería. Estaría su número bajo otro nombre, acaso el de su casero si vivía en régimen de alquiler, aunque me parecía improbable que no poseyera casa o estudio propios, si le pagaban tan bien los coleccionistas, seguramente por falsificaciones con las que dar un cambiazo en una iglesia mal vigilada o que vender como auténticos a museos ingenuos y provinciales, ya había decidido que aquel hombre era un estafador, un corrupto, en mi composición de lugar, en mi pensamiento. También podía ser que apareciera bajo su segundo apellido, algunas personas recurren a eso para no ser muy molestadas, a él lo alterarían los timbrazos cuando trabajaba, le harían perder precisión, concentración, daría pinceladas erróneas o agujerearía el lienzo por los nervios, la pintura se le correría, era un artístico, quién sabía su segundo apellido, ni siquiera Luisa, probablemente. Llamé a Información por si acaso, y pregunté por un Custardoy en la calle Mayor, no tenían noticia de ninguno, sólo del de Embajadores de nuevo. Entonces me desplacé hasta el tramo breve de esa primera calle, el tramo más allá de Bailén y anterior al inicio de la Cuesta de la Vega y al inmediato parque, llamado de Atenas, que no conocía más que de atravesarlo en coche algún remoto día, y allí tuve suerte, porque sólo había dos portales y uno se correspondía con dependencias del Ayuntamiento cercano, deduje que sería el otro, el número 81. En el portero automático no figuraban nombres sino tan sólo los pisos, cuatro y un bajo. Era casi la hora de comer —un mal cálculo mío— y la enorme puerta de madera historiada estaba cerrada, luego no pude saber si además había portero de carne y hueso al que preguntar en otro momento. Pensé en llamar a un par de timbres e inquirir por Custardoy, pero si por casualidad acertaba y me contestaba él en persona, furioso por la inesperada interrupción de sus fraudulencias, tendría que improvisar algún invento, decir que le traía un telegrama y no subir luego, cuando me abriera, los empleados de Correos son informales e incomprensibles, se quedaría un rato aguardando, lanzaría maldiciones y se olvidaría en seguida, reclamado por su arte falso. Probé con un timbre cualquiera y no respondió nadie. Probé con un segundo y al cabo de un rato oí la voz de una señora.