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Aún repitieron la operación una tercera vez, todo idéntico, la cabeza del cautivo fuera de cuadro y después reapareciendo junto con la cuerda ya tensada, el cuerpo cayendo a plomo en un trayecto muy corto para que nada fuera irremediable en la caída, el haz de luz oscilando unos instantes por efecto de algún roce o acaso de la sacudida, quizá la segunda y la tercera vez lo mantuvieron menos segundos ahorcándose, aunque me engañara mi angustia y a mí se me hicieran más largos. La víctima estaría más débil a cada broma, le habrían descoyuntado algo y el corazón desbocado. Obviamente no se le había partido la tráquea, habría sido definitivo, los camuflados no daban tiempo a eso, gente bien adiestrada, debían de saber a partir de qué momento se haría demasiado tarde, y tampoco sería muy grave, supuse, si se les iba la mano y el hombre se les quedaba tieso, quizá no había nadie en el mundo que estuviera al tanto de su suerte, ni siquiera de su paradero. Se los veía a todos relativamente tranquilos, a verdugos y a testigos, diligentes o atentos pero sin saña, como si llevaran a cabo o asistieran a un desagradable trámite, pero trámite al fin y al cabo.

Tupra congeló la imagen con el preso ya descolgado y con toses, las piernas muy flojas e irresponsables, y en esta ocasión no lo sentaron. La capucha negra siempre puesta, con su única abertura para boca y fosas nasales (pero en la boca cinta adhesiva), para los ojos no había. Parecían a punto de llevárselo, tal vez de regreso a una celda, tal vez a la enfermería. Poco a poco recuperaba el jadeo.

—Qué, ¿lo has visto? —me preguntó Tupra. Y en su tono percibí una excitación casi divertida, para mí inexplicable, yo notaba ya el veneno.

—Qué haces —le contesté—. Quiero ver cómo termina esto, si se cargan a ese desdichado.

—Aquí se acaba la escena, ya no hay más, se pasa a otra. Así, ¿lo has visto? — 'Did you see him?’fue lo que dijo, refiriéndose por tanto a alguien y además masculino, no a un objeto ni a un detalle ni al episodio en sí mismo, habría utilizado ‘it'en los tres casos.

—¿A quién? — 'Whom?', pregunté, quizá incurriendo en hipercorrección, con esa forma del dativo cuando aquello era acusativo, otro misterio del orden y la pulcritud excesiva, en medio de la conmoción que sentía.

Tupra chasqueó la lengua con desdén espontáneo.

—También en esto estás torpe, Jack. Vamos a ver, para qué tienes los ojos, el ojo es rápido y lo capta todo. Lo has hecho mejor otras veces, estás perdiendo facultades o será que estás cansado. —Entonces rebobinó las imágenes con el mando sobre el que mandaba, buscó un punto de la grabación y lo dejó congelado, lo hizo con celeridad y pericia, estaba acostumbrado a esos manejos. Era uno de los momentos en que el cautivo caía, la soga tensándose, el taburete a la mierda, y el haz de luz balanceándose muy breve y ligeramente, con poca fuerza y a cada vaivén con menos, también con menos recorrido. Dos, no más de tres mínimos vaivenes, pero en ese instante los tres sujetos del fondo aparecían iluminados por el haz desplazado, había sido una fracción de segundo, miré hacia ellos, no lograba distinguirlos del todo pero algo familiar había—. Qué, ¿lo ves ahora?

—Espera —contesté aún inseguro, guiñando los ojos para ver más nítido—. Espera.

Tupra no esperó, activó el zoomy amplió sus rostros en un recuadro, tenía un reproductor de DVD con prestaciones que yo desconocía en el de mi casa de Madrid, aún no me lo había comprado en Londres. Y entonces sí vi con claridad el conocido rostro cuadrado y surcado, conocido por media humanidad, la que ve televisión y lee prensa, con sus gafas inconfundibles y su aspecto de médico o químico alemán, o más bien de médico o químico o científico nazi, siempre que lo había visto en pantalla o en foto no me había costado nada imaginarlo con bata blanca en torno a la corbata, es más, su cara casi pedía a gritos, necesitaba esa bata blanca, era incongruente que no la llevara. Él, como todos los políticos y dirigentes democráticos mundiales, había negado públicamente cien veces tener que ver, haber dado órdenes, haber aprobado o consentido o estar enterado de prácticas como aquella y hasta de las menos brutales, las solamente vejatorias. Nadie en el mundo exterior sabía lo que yo sabía ahora: que, lejos de eso, había asistido, una vez al menos, al triple ahorcamiento a medias de un individuo encadenado de pies ymanos, yque lo había hecho literalmente cruzado de brazos, impasible, sentado, ycomo máxima autoridad presente, como también lo habría sido en casi cualquier otro sitio en el que hubiera estado. Ya lo había dicho Tupra, aquellos vídeos no eran para que los viese cualquiera (un periodista se habría puesto a dar saltos). Y si los atesoraban como oro en paño era porque en todos ellos estaba fijado —repetible indefinidamente— alguien famoso, o poderoso, o adinerado, o con prestigio o con influencia. A las terceras de cambio yo ya lo había olvidado y había atendido tan sólo a la acción principal, cómo no iba a hacerlo. Quizá para Tupra, en cambio, lo único que contaba era el fondo oscuro, o su instante iluminado. Claro que él ya había visto antes la escena, no lo pillaba por sorpresa. Su actitud me confirmó, en todo caso, que no tenía en mucho la muerte posible y que tampoco era un sádico. Por lo menos no disfrutaba con el sufrimiento ajeno, aquellos amagos de ahorcamiento le traían sin cuidado, o eran sólo el necesario marco de lo que le interesaba.

—Sí, lo veo ahora —dije—. Pero, ¿por qué guardas esto? Él es americano, es aliado, es de los vuestros. —Y en seguida me percaté de que no había dicho 'de los nuestros', como acaso le habría parecido lógico a Tupra y lo habría sido a aquellas alturas, pensé que me había adentrado en un terreno fangoso sin apenas darme cuenta. Sí, estaba dentro y sabía, estaba de hecho en un bando, pese a no sentirme yo en ninguno. Y, lo que era aún más inesperado y habría resultado impensable un año antes o medio: había visto lo que estaba vedado a casi todos los demás ojos del mundo, o todavía no había acabado de verlo.

—Ya. Y qué importa. Nunca se sabe. —Bebió de su copa, a mí no me apetecía ya mucho la mía. Sacó y encendió un Rameses II. Sólo me ofreció después, con su cigarrillo ya humeante, y eso se lo cogí, tabaco—. Ni siquiera se sabe quién es de los nuestros, ni si lo será mañana, en eso más vale ni pararse. Tampoco lo sé yo de ti ni tú de mí. Sigamos.

Y continuó la sesión, la inyección de veneno, mientras su voz a mi lado, ligeramente a mi espalda, sonaba de tanto en tanto para hacer algún breve apunte o comentario, casi como cuando en las antiguas sesiones de fotos, con proyector y pantalla, tras un viaje infrecuente entonces —por ejemplo en mi infancia—, los viajeros, los que las enseñaban a los parientes o a las amistades, situaban cada diapositiva en su contexto y les explicaban: 'Aquí estamos arriba del todo en el Empire State, el rascacielos más alto del mundo', cuando todavía lo era; 'fijaos qué vértigo'. Y qué vértigo, sí, qué vértigo el que yo fui sintiendo a cada nueva escena. Algunas eran inocuas, más gente pillada en actos sexuales normales, pero que si se hacen públicos o son presenciados se transforman extrañamente en anómalos, sobre todo si los llevan a cabo personajes célebres, o muy serios, o de cierta edad, o respetables, siempre hay algo de afanoso y ridículo en el sexo objetivado, no se comprende cómo ahora hay tantas personas que se filman en ello por gusto, para recrearse luego en el parcial bochorno. También individuos ofreciendo y aceptando sobornos, alguno en metálico, alguno de rostro por mí conocido, alguno español o más bien española, qué rubia hipócrita, pero todas estas cosas Tupra las aceleraba y sólo volvía a la velocidad real cuando la escena era violenta e insólita. Insólita para mí, se entiende; no para él, desde luego; quién sabía si para Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, era posible que ellos nunca hubieran visto imágenes como aquellas o que estuvieran al cabo de la calle y se conocieran al dedillo estas mismas; quién sabía si para Wheeler, o quizá él había contemplado equivalentes de sobra a lo largo de su vida joven, y no en pantalla. Pero yo no, yo nunca había visto una ejecución más que en las películas, o últimamente en las televisiones, que aunque den noticias resultan ya tan ficticias como el propio cine, tres hombres y una mujer a la orilla de un mar, esperando quietos de pie con las manos libres, estaban perdidos y para qué iban a atárselas, una luz de madrugada, me acordé al instante de ese cuadro apaisado que está en Madrid, Gisbert el pintor o me acudió ese nombre, el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros liberales en Málaga, se veía arena y se veían olas, quizá algo de paisaje al fondo y nutrido el grupo de los condenados, y al buscarlo en Internet más tarde, ya de mañana, comprobé que eran dieciséis si se incluía a la mujer y al niño que uno de ellos tenía abrazados, pero seguramente esa familia se despedía tan sólo de su premuerto y no iba a correr la misma suerte que el marido y padre, en todo caso eran catorce y cuatro más en el suelo ya abatidos, con los ojos vendados y junto a una chistera que acaso un cadáver había conservado tenazmente puesta hasta el momento de empezar a serlo, irían por tandas al no dar abasto, allí cayeron cincuenta y tantos en 1831 ('Muy de noche lo mataron con toda su compañía', me acordé del romance del buen Lorca, cité para mis adentros), los seis mejor vestidos agrupados a la derecha, la tropa junta a la izquierda y el del gorro frigio despreciativo y sobrado (hasta en la muerte compartida hay clases), aún más que el de los lentes en el núcleo de los señores, Torrijos sería el rubio ('el general noble, de la frente limpia'), o no, sería el de las botas cortas que cogía de las manos a dos de sus camaradas ('Caballero entre los duques, corazón de plata fina'), traicionado al volver al país por el Gobernador de Málaga ('Lo atrajeron con engaños que él creyó, por su desdicha'), también había estado en Inglaterra huido durante varios años, regresar a España es peligroso siempre, donde de hoy a mañana tanto cambian los rostros, aunque se haya sido un héroe de la Guerra Peninsular o de la Independencia ('El Vizconde de La Barthe, que mandaba las milicias, debió cortarse la mano antes de tal villanía'), y allí estaban los frailes que jamás han faltado en nuestros acontecimientos sombríos (y si no eran curas y si no fueron monjas), uno leyendo o rezando y dos tapando miradas, los tres agoreros, el pelotón de ejecución más atrás, a la espera y difuminado ('Grandes nubes se levantan sobre la sierra de Mujas'), es posible que el que lo comandaba dejara caer el pañuelo blanco que sujeta en su mano izquierda, quizá desde la punta del sable, a la vez que gritaba '¡Fuego!' ('Entre el ruido de las olas sonó la fusilería,

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