Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Tupra congeló la imagen para contestarme.

—Qué pregunta más ingenua, Jack, eres decepcionante a veces. A nosotros nos conviene eso siempre, con cualquiera que tenga importancia, peso, capacidad de decisión, nombre, influencia. Mejor para nosotros, cuantas másmanchas y más altas. Como le conviene a todo el mundo, por otra parte, con los que tiene cerca. A ti te interesa que tu vecino esté en deuda contigo, o haberlo pillado en alguna falta y poderle hacer la faena de contarlo o el favor de callártelo. Si la gente no infringiera las leyes, si no burlara los códigos ni jamás cometiera bajezas ni errores, nosotros no conseguiríamos nada, nos sería muy difícil disponer de una moneda de cambio y casi imposible torcerle la voluntad, obligarla. Tendríamos que recurrir a la fuerza y a la amenaza física, y ese estilo está en desuso, se procura abandonarlo desde hace ya tiempo, nunca sabe uno si saldrá bien parado de eso o si te acabarán llevando a juicio y desgraciándote. Los individuos en verdad poderosos pueden hacerlo, complicarte la vida y lograr que te destituyan, tocar teclas y que te acaben sacrificando. Con la gente insignificante sí, como tu amigo Garza. Con esos el estilo sigue en uso y no hay otro más eficaz, te lo garantizo. Los que ni siquiera rechistarían. Pero con otros es siempre un riesgo. Con ellos tampoco vale el dinero, cuando ya poseen mucho. Pero en cambio casi todos son capaces de medir y hacer cálculos, de avenirse a razones, de ver lo que les compensa. Tú sabes hasta qué punto se ocultan cosas, nunca he conocido a nadie que no estuviera dispuesto a ceder, poco o mucho, por que se silenciara algo, por que no trascendiera, o al menos no llegara a conocimiento de alguien determinado. Cómo no va a convenirnos que la gente sea débil o vil o codiciosa o cobarde, que caiga en las tentaciones y meta la pata hasta el fondo, incluso que participe en crímenes o los cometa. Es la base de nuestro trabajo, es la sustancia. Aún es más: es el fundamento del Estado. El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos (las heroicidades, en cambio, solamente con cuentagotas y de tarde en tarde, por el contraste). Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace. ¿Por qué crees que se crean cada vez más delitos nuevos? Lo que no lo era pasa a serlo, para que nadie esté nunca limpio. ¿Por qué crees que intervenimos en todo y lo regulamos todo, hasta lo ocioso y lo que no nos atañe? Nos hace falta la violación, el quebranto. De qué nos servirían las leyes si no las incumpliera nadie. Sin eso no iríamos a ninguna parte. No podríamos ni organizamos. El Estado precisa de las infracciones, lo saben hasta los niños, aunque sin saber que lo saben. Son los primeros en prestarse a ellas. Se nos educa para entrar en el juego y colaborar desde el principio, y en él seguimos hasta el último día, y aun después de muertos. Las cuentas jamás se saldan.

Yo torcía un poco el cuello para mirarlo de reojo de vez en cuando, pero lo cierto es que Tupra, retrasado respecto a mi posición en su poufme hablaba sobre todo a la espalda. Su voz me llegaba muy cercana y muy suave, era casi un bisbiseo grave, no tenía por qué alzarla, no había alrededor más que silencio. Aquel 'nos' penúltimo ( cnos atañe') había sido aún más amplio que el anterior, se sentía parte del Estado, representante suyo, quizá guardián, quizá servidor de la patria, pese a su tendencia a ir antes que nada tras el beneficio propio. Supuse que sería capaz de la traición él mismo, aunque sólo fuera por abastecer al país, por satisfacer sus necesidades.

—¿El Estado necesita la traición? —le pregunté algo extrañado (lo justo tan sólo, empezaba a vislumbrar su sentido).

—Claro, Jack. Sobre todo en tiempo de asedio, de invasión o de guerra. Es lo que más se conmemora, lo que más une, lo que las naciones más recuerdan así pasen los siglos. Qué sería de nosotros sin ella.

Pensé que tal vez le había sido útil sin querer, entonces, en su calidad de hombre de Estado, cuando lo había traicionado con la interpretación de Incompara, pero eso no me ayudó a sentir mi deuda zanjada. Sin duda era por eso, en parte, por lo que tenía tanta tolerancia con él —siempre podía irme—, o tanto miramiento, o tan poca severidad o así yo lo creía, por aquel malestar duradero y por aquel fallo voluntario mío, aún no estaba seguro de que se hubiera dado cuenta de cuan deliberado había sido. Y también porque nos profesábamos simpatía, a mi pesar a veces, quién sabía si al suyo, la joven Pérez Nuix era demasiado optimista. Aquella noche Tupra había puesto la mía a prueba, y aún iba a seguir haciéndolo, con la sesión de cine.

Dejó de hablar y acto seguido volvió a apretar el botón de avance. La anterior escena terminó al instante y apareció una nueva en la pantalla, y con ella empezó a entrarme el veneno. Dos individuos en camiseta y con pantalón de camuflaje y botas cortas, soldados presumiblemente, tenían a un tercero, encapuchado, sentado en un taburete y encadenado de pies y manos. Había sonido, pero lo único que se oía era un jadeo exagerado, el del cautivo, como si acabara de correr quinientos metros o tuviera un ataque de ansiedad o pánico. Se hacía angustiosa aquella respiración fuerte y rápida y como inaplacable, era muy posible que la provocara el miedo, estar atado y no ver nada debe de hacer temer cada segundo futuro, y no hay tregua con los segundos. Había una luz cenital cuyo origen quedaba fuera de cuadro —a buen seguro una lámpara con pantalla colgada del techo— y que iluminaba a los tres hombres, o mejor dicho, a los dos camuflados no todo el rato, daban vueltas alrededor del tapado y en sus recorridos pisaban sombra. Fuera del haz de luz, al fondo de la imagen, había dos o tres personas más, sentadas en fila contra una pared y cruzadas de brazos, pero no se distinguían sus rostros ni apenas sus figuras, demasiado en penumbra. Los soldados cesaron en sus rodeos y con malos modos obligaron al prisionero a levantarse y a ponerse de pie sobre el taburete, lo guiaron para que subiera. Los vi manejar una soga, y aunque la cabeza del encapuchado salía ahora del encuadre —el plano era fijo, cámara estática—, todo hacía suponer que se la habían puesto alrededor del cuello y que estaría amarrada a una viga o a alguna barra horizontal y alta, porque uno de los encamisetados le dio un patadón al taburete y la víctima quedó colgando sin poder hacer pie, aunque muy cerca, aquello era un ahorcamiento.

Me sobresalté, quizá jadeé inesperadamente, me volví hacia Tupra y le dije con alarma:

—¡Qué es esto!

En su desplome el cautivo debía de haber golpeado o más bien rozado la invisible lámpara, porque el haz de luz hizo durante unos instantes un vaivén o balanceo leve.

—No te vuelvas, sigue mirando, aún no ha acabado —me contestó Tupra con imperiosidad. Y me dio con las puntas de los dedos rígidos en el codo, como si yo fuera un niño desobediente.

Cuando fijé de nuevo los ojos en la televisión, aún vi cómo los pies del ahorcado pataleaban en busca de apoyo mientras su jadeo daba paso a una especie de gutural gruñido, pero era algo que no arrancaba, no podía, algo ahogado. Esos pies, sin embargo, encontraron en seguida apoyo: uno de los camuflados le abrazó las dos piernas con fuerza y se las elevó lo más posible, y el otro recogió el taburete y se lo colocó otra vez bajo las suelas. Una vez allí estabilizado, le quitaron la cuerda y lo hicieron descender al suelo. De un empellón lo sentaron y los dos soldados reiniciaron sus merodeos en torno al prisionero, que ahora tosía, tenía que estar congestionado. Las botas cortas hacían más ruido en esta ronda, como si sus dueños marcharan al unísono y pisaran a fondo con ese propósito, con el de hacer amenazante ruido, evocaban el redoble de tambores que anunciaba en el circo la inminencia de un creciente riesgo, o en las plazas la de la ejecución ansiada. Y al cabo de unos treinta segundos —o quizá fueron noventa— repitieron la operación, es decir, subieron al taburete al encapuchado y simularon que lo ahorcaban, o no es exacto, sino que de hecho empezaron a ahorcarlo —el patadón, el mismo método—, y al poco se detuvieron. En esta ocasión el cautivo perdió un zapato en su pataleo, quizá duró un poco más que el primero. Eran zapatos normales, viejos, de cordones pero sin los cordones. No llevaba calcetines. 'Esto es como Tupra en el lavabo', alcancé a pensar tumbadamente, 'cuando alzó y bajó la espada y volvió a alzarla y a bajarla. Cada vez yo ignoraba si le cortaría la cabeza al capullo, y ahora, aunque lo que me enseña ya haya ocurrido y además pueda pararse su acción en el vídeo, o hasta dejarse para otro día como si ya diera lo mismo (la escena seguirá ahí y no va a cambiar nunca), en este instante yo ignoro si estos tipos acabarán por ahorcar al pobre diablo en alguno de sus amagos, y ya quiero saberlo, aunque sea un desconocido y ni siquiera vea qué cara tiene. Él también lo ignoraría entonces, y entonces no era pasado. No sería un hombre joven, con esos zapatos marrones abarquillados.' Le calzaron el que se le había salido antes de volver a sentarlo, misterios de la pulcritud y el orden. Uno de los soldados levantó aire con una mano, agitándosela de arriba abajo delante de la nariz, como si le hubiera llegado un horrible olor repentino procedente del colgado. Seguían sin hablar, nadie hablaba, tampoco los espectadores oscuros, y eso debe de infundir aún más miedo a quien se encuentra a ciegas e inmovilizado, más que voces desabridas o insultos, a no ser que sean en una lengua desconocida, lo que da más pavor es no entender lo que se le dice a uno, yo creo, en una situación de vida o muerte.

28
{"b":"146343","o":1}