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Y yo pensé, y seguí pensándolo ya camino de Paddington, en el tren: 'Me ha escogido como cerco, como lo que se resiste a salir y a borrarse y a desaparecer, lo que se aferra a la loza o al suelo y más cuesta sacar. Ni siquiera sabe si quiere que me encargue de limpiarlo yo —"la constitución del silencio"—, o que no frote con demasiada fuerza y deje una sombra de huella, un eco de eco, un fragmento de circunferencia, una mínima curva, un vestigio, una ceniza que pueda decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido: tú me ves y tú me has visto", e impida que los demás digamos "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido"'.

De aquella sangre de la escalera me habló la señora Berry en su carta. No había podido evitar oír parte de nuestra conversación mientras trajinaba en la cocina y entraba y salía, aquel último domingo en que los visité (el verbo que empleaba era 'to overhear' que implica involuntariedad), y cómo Wheeler se refería de pasada a la mancha como si hubiera sido producto de mi imaginación ('Justo ahí, donde dices que viste...'). Se sentía mal por haberme mentido en su día, decía, por haber fingido no saber nada, por haberme hecho dudar de lo que había visto, tal vez. Me rogaba que la disculpara. 'Sir Peter murió de cáncer de pulmón', escribía. 'En el fondo sabiéndolo, aunque él no lo quiso saber. No hubo manera de que fuera al médico, hasta que yo le llevé uno a casa muy tarde, amigo mío, cuando ya nada se podía hacer, y ese médico se guardó el diagnóstico ante él: para qué contárselo ya, me lo confirmó sólo a mí. Por suerte su muerte fue súbita, por embolia de pulmón masiva, según me explicó luego el doctor. No padeció larga agonía y vivió aceptablemente hasta el final.' Y al leer esto me acordé de que la primera vez que le sobrevino a Wheeler una afasia en mi presencia —cuando se le atragantó el necio vocablo 'cojín'—, yo le había preguntado si había consultado al médico y él me había respondido con despreocupación: 'No, no, no es cosa fisiológica, eso lo tengo muy claro. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase. Es como un anuncio, o una presciencia...'. Y al no terminar la frase y preguntarle yo una presciencia de qué, me lo había dicho y a la vez no: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es ese tu estilo'.

'Lo cierto es que su único síntoma, durante casi todo el tiempo', continuaba la señora Berry empleando un término sin duda aprendido de su amigo médico, 'fue alguna que otra expectoración hemoptoica, es decir, con sangre.' Y yo pensé al leer este párrafo: 'Buena parte de lo que nos afecta y determina está tapado'. 'Solían ser involuntarias, producidas por una sola tos fuerte y breve, y a veces ni se daba cuenta de que había manchado; recuerde que, aunque no lo pareciera, Sir Peter tenía ya muchos años. Así que es imposible estar seguros, pero pudo ser eso lo que usted encontró aquella noche en lo alto del primer tramo, y limpió con tanto esmero. Mucho se lo agradezco ahora, porque era tarea mía. En un día normal habría sido muy raro que algo así se me pasase por alto, pero aquel sábado anduve muy ajetreada con los preparativos de la cena, tanta gente, y si no recuerdo mal, usted señaló la madera, no la parte central alfombrada, donde todo es más visible. Pero en su ultima visita, cuando le oí a Sir Peter hablarle de la sangre de su mujer en lo alto de aquel primer tramo, sesenta años atrás y en otra casa, bueno, me dio apuro que pudiera creer haber visto algo sobrenatural o visiones, y tenía que advertirle de esta posibilidad existente. Espero que sepa perdonarme por mi actitud falsamente incrédula de hace ya tiempo. Pero no podía mencionar entonces algo que Sir Peter deseaba ignorar. Bueno, la verdad es que nunca hizo caso, y hasta el final quiso ignorarlo. De hecho murió sin saber que moría, murió sin creérselo. Para él una suerte.' ( 'Lucky him', escribía.) Y entonces yo me acordé de dos cosas que le había oído decir a Wheeler en diferentes contextos y ocasiones: 'Todo puede ser deformado, torcido, anulado, borrado, si uno ha sido ya sentenciado sabiéndolo o sin saberlo, y si uno ni siquiera lo sabe entonces está inerme, perdido'. Y también había dictaminado, o juzgado: 'Y así hoy nadie quiere enterarse de lo que ve ni de lo que pasa ni de lo que en el fondo sabe, de lo que ya se intuye que será inestable y movible o será incluso nada, o en un sentido no habrá sido. Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo'.

Sí, ahora vivo en Madrid de nuevo, y también aquí todo apunta hacia eso, eso creo. He vuelto a trabajar con un antiguo socio, el financiero Estévez, el que tuve durante unos años tras mi etapa de Oxford, cuando me casé con Luisa. Ya no se hace llamar 'impulsor', como en nuestra asociación primera, se ha hecho demasiado importante para vanidades nominales, no las precisa. Contacté con él desde Londres, para ver qué posibilidades había ante mi regreso inminente: aunque había ahorrado bastante, preveía en Madrid muchos gastos. Y al contarle por teléfono lo que había sido de mí en los últimos tiempos, someramente, noté que mi paso por el MI6 lo impresionaba, aunque hubiera sido en un grupo tan desconocido y raro como el del edificio sin nombre, del que nunca hablan los libros —tan etéreo, tan fantasmal que ni siquiera exigía a sus miembros la nacionalidad británica ni ningún juramento—, y yo no pudiera presentarle pruebas, sino sólo conocimientos. Tampoco le quise dar muchos detalles, o los que le di fueron inventados. Fuera como fuese, me incorporó en seguida a sus proyectos y se fía de mi criterio, sobre todo con las personas. Así que aún las interpreto, para él, de vez en cuando, y, dado mi anterior servicio —dados mis precedentes—, me escucha siempre como a un oráculo. A su lado gano suficiente dinero para poder invitar a bottoxa Luisa, si se le antoja un día, o a cualquier otra cosa para mejorar su aspecto, si le entra ese pánico, no lo creo, no está en su carácter. Yo aún se lo veo tan bueno como antes de irme, quiero decir a Inglaterra y de casa, quiero decir el aspecto. Y también se lo veo en aquello que no pude ver durante mucho tiempo y sí vio otro en mi ausencia. Si no vivo solo sino semisolo es porque saco o visito a los niños casi a diario, y Luisa viene a mi casa algunas tardes, dejándolos con otra canguro, la severa polaca Mercedes se casó y se estableció por su cuenta, al parecer montó un negocio.

Eso es lo que Luisa quiere, que cada uno tenga su casa, y quizá por eso no ha llegado a decirme lo que yo deseaba oírle o leerle durante mi tiempo solitario de Londres, y aturdidor más tarde: 'Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, aquí tienes tu almohada que ya está sin huella, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Aquí no hay nadie, regresa, ya se fue mi fantasma, puedes ocupar su sitio y ahuyentar su carne. Se ha convertido en nada y su tiempo no avanza. Lo que fue ya no ha sido. Así que entonces, supongo, quédate aquí para siempre'. No, eso no me lo ha dicho ni nada que se le parezca, pero sí en cambio otras cosas, a veces desconcertantes: en los momentos mejores o más encendidos o alegres, cuando viene a verme a mi casa como debió de ir a la de Custardoy durante muchos meses, me dice: 'Prométeme que seguiremos siempre así, como estamos, que nunca más viviremos juntos'. Quizá tenga razón, quizá sea la única forma de que permanezcamos atentos: no darnos por descontados, ni siquiera por presentes. No se me ha olvidado lo que Custardoy me dijo, ni una sola palabra, cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto; no se me han olvidado sus insinuaciones, o de hecho fueron más que eso ('Cada sexualidad es cada sexualidad', me soltó con chulería antigua, arrastrando cada frase como una caja de música, 'con unas personas sale entera y con otras no. ¿Contigo no pasó? Vale, qué quieres que te diga, chaval, no lo sabía'), y en alguna ocasión me he sentido tentado de hacerle a Luisa un poquito de daño, de probar como quien no quiere la cosa, distraída o accidentalmente, por ver cómo reacciona, si por ventura lo acepta aguantando la respiración y sin protesta, por saber cómo responde. Pero me he refrenado siempre y así continuaré, estoy seguro, porque eso equivaldría a darle a Custardoy algún crédito y a exponerme a un nuevo veneno, con el de Tupra ya tuve bastante, o era más bien el de Reresby, aquella noche. Y también supondría un peligro, aunque remoto: el de ponerme a mí mismo en el lugar del hombre más temido, el del sujeto torcido de mis figuraciones que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre el cuello de Luisa —son sus dedos como teclas— mientras los niños —mis niños— miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansía brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. ('Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado', había dicho Reresby aquella noche. '... Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.') No, no debe uno deslizarse, acercarse, no debe bordear el tiempo, las tentaciones ni las circunstancias que por fin puedan conducir a su cumplimiento a ninguna probabilidad llevada en el interior de las venas, las nuestras, y la de matar yo la llevo, lo sé ahora, lo sabía ya antes y lo sé más ahora. Mejor es rehuirlo todo y mantenerse a distancia, más vale evitarlo, y no rozarlo ni en sueños. ('Sigue, sigue soñando, con muerte y hechos sangrientos'), para que ni siquiera en ellos puedan decirnos: 'Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Jacques o Jacobo o Jack, Iago o Jaime, que nunca durmió una hora tranquila contigo porque los nombres no te cambian... Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere'. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre. Más vale alejarse.

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