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Me quedé callado un momento, los dos nos quedamos. Tenía presente que la joven Nuix seguía sin pedirme aún el favor, no estrictamente, no del todo, no completo. Y por tanto no me había discutido ni llevado la contraria en ningún momento, se había limitado a exponer el punto de vista de su experiencia, que parecía mucho más larga que su juventud, a qué edad habría empezado, a cuál habría dejado atrás esa juventud que conservaba tan sólo cuando permanecía en silencio o cuando reía, no desde luego cuando argumentaba o discurseaba, tampoco cuando en el edificio sin nombre interpretaba a las personas con tanto discernimiento, a mí ya me tendría desentrañado, me habría dado la vuelta. A menos que también a veces me viera como un enigma, lo mismo que quien hubiera escrito mi informe, el que me concernía. O que, al igual que yo a mí mismo, según aquel texto, me considerara 'un caso perdido' con el que no se habían de malgastar reflexiones ('Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo', su redactor había dictaminado respecto a mí. 'Y así, no se dedica a intentarlo').

Me pregunté hasta qué punto no hablaría ahora Tupra por ella, algunos de sus razonamientos me sonaban a él, o más bien (no era que se los hubiera oído) a su manera de estar en el mundo, como si él pudiera habérselos insuflado calladamente con su cercanía de años, o su intimidad acaso. 'Así que yo no veo esa diferencia, Jaime', había dicho, por ejemplo, sin duda para no indisponerme, en lugar de 'No estoy de acuerdo contigo, Jaime', o 'Te equivocas, Jaime', o 'No lo has pensado bien, vuelve a intentarlo', o 'No tienes la menor idea'. Yo tenía varias preguntas rondándome, pero si cedía a todas no acabaríamos nunca, 'Qué sabes tú de los criminales', y 'Quiénes son los wet gamblers’, y 'Sobre quién he de mentir o callar, para complacerte', y 'Aún no me has pedido el favor, todavía ignoro en qué consiste, exactamente' y 'Cuántos años llevas aquí, a qué edad empezaste, quién fuiste o cómo eras, antes de esto', y 'Qué particulares particulares son esos, y cómo es que esta vez sabes tanto sobre este encargo, su origen, su procedencia'. En realidad podía preguntarlo todo, una cosa tras otra, dirigía la conversación, ese era mí privilegio. Ya no podría ser 'un momentito', el que ella había anunciado, en seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo. A menudo me extraño de que para todo haya respuesta o pueda siempre intentarse, no sólo para las preguntas y las incógnitas, también para las afirmaciones y los saberes, lo irrefutable y la ciencia cierta, y para los titubeos y las miradas y hasta para los gestos. Todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse. Aquello no iba a ser un momentito en modo alguno, nada es breve sin cercenarlo. Pero de mí dependía ahora, seguramente, que se convirtiese en una noche entera con su amanecer incluido, o en la embriagada locuacidad de un doble insomnio.

—Aún no me has pedido el favor del todo, todavía ignoro en qué consiste, exactamente. Y qué particulares son esos, qué particulares particulares. —Y al repetir en voz alta esa expresión de la joven, no pude evitar acordarme de Wheeler y su recitado sobre los monarcas y los individuos privados: '¡Qué infinito sosiego de corazón deben los reyes perderse, que los hombres particulares disfrutan! ¿Y qué tienen los reyes que no tengan también los particulares, salvo el ceremonial, salvo la general ceremonia?'. Le habían brotado aquellas citas sin esfuerzo de memoria, y en cambio yo aún desconocía su procedencia.

Fueron así dos preguntas las que hice entonces, aplazando el resto. Pero al aplazar nunca se sabe si ya está uno renunciando, porque en cualquier instante —es decir, siempre— puede no haber más mañana ni más después ni más más tarde, sí, eso es posible en cualquier instante. Pero oh no, no es cierto: siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el veneno, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y difamando y contando aunque ya no oigamos ni respondamos, y hayamos callado. Callar, callar. Es la gran aspiración que nadie cumple. Nadie, ni aun después de muerto. Es como si nada hubiera dejado de resonar jamás desde los comienzos, ni siquiera cuanto ya no podemos reconocer ni rastrear los vivos, que quizá viven, vivimos, alertados e inquietos por innumerables voces cuya procedencia ignoramos, de tan remotas y sofocadas, o será ya cavadas tan hondo. Quizá sean los débiles ecos de las existencias no anotadas, cuyo grito hierve en su pensamiento impaciente, desde ayer o desde hace siglos: 'Nacimos en tal lugar', exclaman en su infinita espera; 'y en tal otro morimos.' 'We died at such a place.'Y también cosas peores.

Íbamos a veces los cuatro o los cinco juntos, y hasta podíamos ser seis o siete en alguna ocasión, cuando Tupra convocaba también a Jane Treves o a Branshaw o a ambos, con los que sí coincidí ya más tarde, o incluso a algún otro informante o guía esporádico externo, según el ambiente o el territorio. Eran rachas, yo creo, durante las cuales Tupra se sentía festivo y multitudinario y deseoso de acompañamiento, no tanto de compañía cuanto de acompañamiento, de escolta o séquito o quizá de manada, como si quisiera probar un sentimiento de pertenencia, experimentar de manera tangible y ruidosa la sensación de formar con nosotros un equipo o un grupo o un cuerpo, y poder decir eso a menudo, 'nosotros'. Varias noches y días mi sensación al respecto fue la de constituir más bien una banda, o una cuadrilla algo taurina. Yo intuía que esa inclinación gregaria se correspondía con temporadas en las que él huía de Beryl o Beryl de él, si es que era ella. Pero tanto daba quién fuese: en las que ninguna mujer concreta se dejaba acaparar bastante ni por consiguiente lo distraía en sus ratos más libres o más sociales o diplomáticos o preparatorios de sus terrenos y evoluciones, o bien en las que él andaba esquivando la amenazadora excesiva concreción de alguna.

Eran sólo intuiciones. Tupra no solía hablar mucho de sus aspectos personales, o no a las claras ni narrativamente (era muy raro que él impusiera un relato, casi ni una anécdota completa; y en cambio estaba más que dispuesto a escucharlos), lo hacía sólo con vaguedades y sobreentendidos y a base de frases sueltas que, sin su deliberación aparente, aludían a experiencias pasadas suyas de las que gustaba extraer leyes y deducciones, o más bien inducciones y reglas de comportamiento y carácter probables, si es que no seguros y ciertos a sus ojos absorbentes y apreciativos que de un solo vistazo abarcaban la totalidad de un recinto o de un local lleno de gente, un restaurante, una discoteca, un casino, unos billares, un elegante salón de fiesta, un vestíbulo de gran hotel, una recepción real, una ópera, un pub, una cancha de boxeo, un hipódromo, y si no fuera una exageración flagrante, diría que hasta un estadio de fútbol, Stamford Bridge, el del Chelsea. Algo tan reducido como el escenario de una cena fría no es que lo abarcaran sus ojos pálidos, es que lo penetraban y desmenuzaban y vaciaban en un instante (conmigo incluido), eso resultaba para él un juego de niños.

Eran intuiciones, suposiciones, imaginaciones mías; por su parte él desprendía fragmentos y soltaba fogonazos aislados de su vida anterior en forma de sentencias y adagios, o de aforismos involuntarios a veces, o casi le salían originales proverbios. Así que uno iba atando cabos, que sin embargo siempre se le aparecían a la postre sueltos, por bien que los hubiera asido y perfecto que fuera el nudo que con ellos hubiera hecho, como si en su caso las zonas de sombra crecieran cada vez que uno lograba discernir el ascua de cualquier deslavazado periodo o insignificante episodio de su existencia, o como si cada mínimo alumbramiento sirviera para mejor apreciar la vastedad de lo que permanecía a oscuras, o en turbiedad, o en difuminación, o aun deforme, de la misma manera que sus pestañas tan largas y envidiadas por las mujeres enturbiaban o difuminaban siempre la intención última de sus contemplaciones, casi flotantes de tan sostenidas, y el verdadero sentido de sus miradas, que eran nítidas y halagadoras y cálidas, sí, pero difícilmente descifrables. No era extraño que receláramos un poco los hombres de aquellos ojos tan acogedores, pero también tan decorados.

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