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Se quedó en silencio de golpe, como sin resuello verbal más que respiratorio, las manos sobre el volante siempre, como si fuera un niño que juega con un coche de mentira o con el de su padre inmovilizado, apagado. La mirada se le había perdido, los ojos sin dirección precisa, seguramente sin ver lo que vieran, mi portal, mi plaza, los árboles, las oficinas, el hotel, las farolas, la estatua, o la escena que acababa de fabular, en la que me alcanzaba dispuesto a matarme —era extraño ver divagar aquellos ojos, normalmente tan aprehensores y tan poco ociosos—, o las luces también encendidas de mi bailarín vecino, no sabía Tupra de su existencia, ni que era mi entretenimiento cuando estaba solo en casa, cansado o abatido o nostálgico, y a veces mi apaciguamiento, el bailarín desenfadado y contento con sus dos mujeres, y alguna extra de tarde en tarde. La Square estaba vacía casi todo el rato, tan sólo pasaban algún automóvil o algún transeúnte sueltos, separados por minutos; y al ser un lugar algo recoleto, un semioasis, los pasos de éstos resonaban sobre la acera excesivamente. Alguno se daba cuenta y entonces los reprimía, trataba de amortiguarlos, como si de pronto añorara una alfombra bajo sus pies indiscretos. Los coches no, en todas partes son desconsiderados. Ni aminoraban la marcha. Tampoco lo habíamos hecho nosotros con el Aston Martin, al entrar en la plaza.

—¿Y entonces? —dije yo, que no soltaba las presas si me atraía lo que contaban, al igual que Wheeler y que el propio Tupra—. El aprendizaje, la espada. —Dejé de lado el tono zahiriente, o era de burla amigable.

El salió de su vagaroso estado al instante, encendió otro Rameses II y ahora sí me tendió el faraónico paquete abierto de color rojo predominante, lo hizo maquinalmente, yo creo que sin darse cuenta de que no había sido así poco antes. Habíamos apagado los anteriores con cuidado en el cenicero, no se arrojan por la ventanilla en Londres los fósforos ni las colillas. Volvió a hablar con el mismo vigor y convencimiento. Sin duda había estudiado y calibrado sus métodos, había pensado en ellos o los habían pensado por él unos expertos y él los había adoptado tras escuchar las explicaciones y con conocimiento de causa, casi nada era casual ni un capricho o una extravagancia, por lo que dijo entonces (y por una vez resultó que no se había desviado tanto, de frase en frase):

—Justamente. Si yo le saco a un individuo una pistola o una navaja, es seguro que se asustará, pero será un susto convencional, o trillado, como te he dicho, quizá esa es la palabra. Porque eso es lo habitual hoy en día y desde hace ya un par de siglos, de hecho va para antiguo. Si nos atracan o nos secuestran, si nos amenazan para que cantemos o quieren obligarnos a algo o se disponen a escarmentarnos, en casi todos los casos será a punta de pistola o cuchillo: eso es lo que la gente se agencia y además es lo cómodo y práctico, lo que cabe en un bolsillo y podemos sacar rápidamente con tan sólo una mano, y lo que suponemos que el otro lleva cuando presentimos un mal encuentro. Es lo probable si nos cruzamos con una panda de gamberros del fútbol o de cabezas rapadas y nos da tiempo a barajar la posibilidad de cambiarnos de acera, casi siempre es demasiado tarde, si nos han echado el ojo no suele valer la pena o hasta empeora las perspectivas. También si alguien nos sigue con intención sospechosa: la mujer que se huele que van por ella a violarla teme y se hace a la idea de una punta de navaja sobre su pecho o garganta; el hombre en cuya casa entran ladrones espera ver contra su sien o su nuca el cañón de una pistola, es lo normal y lo previsible y, por así decir, se hace a esa idea. Hacerse a la idea no es mucho, pero es algo, porque sin querer uno ya está pensando en las maneras de escapar a eso o de limitar su daño, aunque resulten fantasiosas dadas las circunstancias; pero lleva adelantado terreno y sobre todo no se aterroriza ni se sorprende tanto, o sólo en la medida de ser uno el que se ve en tal aprieto, cuando siempre ha creído que a él no iba a tocarle, o que ni siquiera entraba en el sorteo, el optimismo de la gente es infinito mientras ante cualquier desgracia ajena, aun cercana, le quepa añadir para sí, tras todos los pésames y lamentaciones: 'Ah, pero no soy yo, no ha sido a mí'. Ahora hay unas bandas, lo habrás leído en la prensa, la mayoría son de individuos del Este, albaneses, rusos, ucranios, kosovares, polacos, que irrumpen en las casas con metralletas y por las bravas, revientan la puerta y tiran al suelo a sus habitantes y para empezar les dan culatazos, todo mucho más a lo bestia; y a veces se pasan de la raya y matan. Son procedimientos de la antigua KGB, o de la aún más antigua NKVD, que a su vez no eran distintos de los de la Gestapo, ambos. —'Por ignorar los manejos de Orlov y sus muchachos de la NKVD', me pasó por la memoria esa cita, leída en casa de Wheeler, durante mi larga noche de estudio sobre la misteriosa desaparición de Nin—. Eso ya da más miedo, quiero decir que da uno más inesperado, y que esa violencia se percibe en seguida como desproporcionada para reducir y robar a una familia corriente, pacífica, que no va a oponer resistencia; y entonces pasa a temerse cualquier otra desproporción posible. Creo que en España hacen lo mismo, además de esos eslavos ingratos, los colombianos y los peruanos, aquí no hay aún demasiados de esos, vuestra lengua hace mucho por ellos, los tienta, en tu país tienen eso resuelto y para qué van a moverse. Eso nos salva a nosotros de ellos por ahora, bastante. Nos llegan árabes y chinos, rastas y pakis, son otra historia. Pero el miedo que provoca una metralleta, con todo, no acaba de ser terrible, o lo que yo llamo terrible, es decir, miedo que anula y que lo abarca todo, sin dejar espacio para ocuparse de nada más que de eso, del miedo propio que lo invade a uno entero. Porque es difícil que se utilice, esa arma. No lo harán si pueden ahorrárselo. Es ruidosa y aparatosa, vibra y su retroceso sacude y cansa, de tan fuerte, y tampoco se oculta con facilidad si se ha de salir huyendo. Su función es, al final, más de intimidación que de verdadero uso, y eso la víctima lo sabe o lo intuye desde el primer instante, y se reconforta, se recompone pensando que sólo si las cosas se ponen fatal para los asaltantes, dispararán éstos con ella. —Tupra volvió a hacer un alto, muy breve esta vez, como si quisiera poner punto y aparte nada más, ni siquiera cambiar de capítulo—. En cambio, una espada —añadió muy pronto—. Ríete ahora, búrlate por su extravagancia, por su anacronismo, hasta por su herrumbre. Tú no viste tu cara cuando la descubriste en mis manos. Viste la del macaco, con eso debería bastarte. —Bueno, la verdad es que dijo 'monkey', 'mono' a secas, sería imposible oír 'macaque'como insulto, en boca inglesa—. Seguramente es el arma que más miedo da, justamente por su incongruencia en estos tiempos en que casi nadie lucha acercandóse, o sólo como deporte curioso. Se tiran bombas y proyectiles desde distancias inimaginables, es como si cayeran solas del cielo, te lo aseguro, ni siquiera se ven aviones muchas veces, ni se los oye, o van sin piloto o eso es lo que les parece a las poblaciones que están abajo. Se sufre el espantoso estrago, pero rara vez se ve ya a quien lo causa, esa es la tendencia desde que se inventó la ballesta, que Ricardo Corazón de León y otros consideraron deshonrosa, por ventajosa en exceso y con riesgo escaso para el ballestero, mucho más que el arco, porque al menos éste requería un mayor grado de destreza y esfuerzo y no se valía de un mecanismo, y alcanzaba, por así decir, lo que alcanzaba el brazo de un hombre, nunca más lejos ni más veloz ni preciso. Todo va hacia la ocultación del que mata, hacia su anonimato desde hace siglos, y todo hacia la deshonra; y eso hace que una espada parezca ir más en serio que cualquier otra arma. — 'In earnest’, fue lo que dijo—. Parece imposible empuñarla en vano, no sé yo si te das cuenta: parece imposible hacer algo distinto de usarla, y de usarla inmediatamente. Y era cierto que yo me había preguntado por ella al vérsela ya en la mano —o quizá fue más tarde, cuando por fin volví a casa del todo (no entonces, no en aquel viaje o parada) y me costó tanto dormirme (luego pudo formularlo él por mí, habérmelo expresado en el coche y ser mi pensamiento sólo un eco de sus palabras)—, y lo había hecho en estos términos: 'De dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria y más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto'. Tupra había aludido a Homero y ahora hablaba del segundo rey Plantagenet y el primero de los Ricardos, nacido en la mismísima Oxford pero de quien mucho se duda que conociera el inglés o ni siquiera lo chapurreara, y que a lo largo de su decenio reinante no permaneció más que unos meses en el país de esa lengua —todo sumado—, inmerso el resto del tiempo en la Tercera Cruzada o en sus guerras familiares en Francia, donde fue muerto cuando sitiaba Châlus, el año 1199, por una saeta de ballesta precisamente —a modo de inri—, según refresqué en un par de libros más adelante: un británico forastero más, todavía otro inglés postizo y también otro con sus alias: no sólo 'Coeur de Lion'tan conocido, sino asimismo 'Yea and Nay, antiguas formas de 'Sí y No' y comprensiblemente más postergado; pues Ricardo Sí y No suena algo chusco aunque así fuera él llamado, por sus bruscos y continuos cambios de parecer y de planes, hasta en medio de las batallas (debió de ser exasperante, aquel monarca sañudo). Fue inevitable que estas referencias cultas de Tupra me sorprendieran un poco, en su conversación habitual no solía haberlas, no históricas ni literarias, si bien tal vez se debía a que normalmente no nos hacían falta: hablábamos de otras personas, casi todas eran presentes y ninguna era ficticia, aunque sí desconocidas para mí en su mayoría. Quizá era que conocía bien la historia entera de las armas, por motivos profesionales. O que había sido estudiante de Oxford, al fin y al cabo, y discípulo de Toby Rylands, profesor egregio y emérito de Lengua y Literatura Inglesas, con más formación de la que aparentaba. Pero siempre me cabía la duda de si la tutoría de Rylands se había dado más en el grupo sin nombre, que adiestraba con la práctica, que en la Universidad de renombre a la que habíamos pertenecido todos. Hasta yo mismo durante dos ya lejanos años de los que apenas quedaba rastro, tal como había previsto con seguridad entonces, cuando aún vivía allí, consciente de estar de paso y de que no iba a perdurar huella mía. Ahora, en aquel otro tiempo de Londres, pensaba lo mismo a veces, y aumentado, pese a no tener nunca muy claro si iba a regresar o adonde iría, si me marchaba: 'Cuando salga de aquí, cuando vuelva a España, mi vida de estos días reales —y algunos transcurren lentos— pasará a ser un 'Sí y No' o como un sueño sin importancia, y nada de esto tendrá ninguna, ni los sucesos más graves, ni esa tentación o ese pánico, ni esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, ni el plomo sobre mi alma. Y habrá llegado antes un día en que les habré dicho a estos días un adiós quizá parecido a la despedida escrita de Cervantes que quise recordarle a Wheeler, sin atreverme del todo a ello, en su jardín junto al río. Algo menos alegre sin duda, pero sí más aliviado. Por ejemplo: "Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos"'.

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