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Así que volvió sobre sus pasos hasta la cabina, con unos guantes puestos que sacó del abrigo, de los bolsillos convencionales —guantes negros, de piel, normales, buenos—, y pasó otra vez a mi lado con la redecilla o despojo en la mano y la derecha libre, su aire seguía siendo resuelto y pragmático y desapasionado, como si lo que tocaba en cada momento estuviera programado y además perteneciera a un programa ya probado. También ahora me guiñó el ojo, y no fue tranquilizador tampoco, eran guiños que no implicaban sonrisa sino mero anuncio o aviso rayanos en órdenes o instrucciones, esta vez lo entendí como 'Vamos a ello, no será largo y estaremos listos'; y por eso me salió decirle:

—Tupra, ya basta, déjalo estar, qué vas a hacer ahora, está medio muerto del susto. —Pero mi tono fue de menor alarma que cuando había gritado su nombre y apenas más, porque mi alarma era también mucho menor, una vez quitado de en medio el filo; tan grande era de hecho mi alivio, y tanto me habían remitido de golpe la angustia y el horror y el peso, que casi cualquier cosa que viniera ahora se me antojaba leve, bienvenida, poca. Qué sé yo, unas bofetadas, unos puñetazos, hasta alguna patada (en la boca incluida): en comparación con mis certidumbres de hacía un instante casi me parecían regalos del cielo, y a decir verdad no me veía muy dispuesto a impedirlos; o sólo con la voz, supongo. Era eso, sí: me sentía agradecido de que fuera a pegarle, como me imaginaba que haría, por las enfundadas manos. Nada más que a pegarle. No a cortarlo en dos ni a hacerlo trizas ni a desmembrarlo, qué enorme suerte, qué alegría.

—Será un minuto. Y recuerda quién soy, ya van tres veces.

No comprendí el sentido de esta última frase y además no me dio tiempo a pensármelo, ni tampoco a reflexionar sobre mi preocupante sentimiento de gratitud y mi anómala sensación de menos carga si es que no fue de cuasi criminal ligereza, porque en seguida Tupra se aplicó a la tarea: con diligencia recogió la papelina de la tapa del retrete, le ajustó la pestaña y la devolvió al bolsillo de su chaleco —de su variada colección no olvidaré aquel concreto, color verde sandía intenso—; luego pilló la Visa con los mismos dos dedos, la guardó en la cartera de De la Garza de donde había salido y se llevó ésta a otro bolsillo, de su chaqueta, junto con el billete hecho canuto. Lo que quedaba de raya, cocaína o talco, lo barrió de un manotazo, voló el polvillo, cayó al suelo, Rafita ni siquiera había llegado a aspirarla, nunca disfrutó aquella sustancia, tras preparársela. A continuación Tupra le echó la redecilla al cuello y tiró hacia atrás, y al instante se puso en cuarentena mi alivio —'Lo va a estrangular, lo va a ahorcar', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'—, antes de darme cuenta de que no era ese el propósito —no se la enrolló, no apretó ni le dio vuelta—, sino obligarlo a alzar la cabeza, el agregado continuaba tan pegado a la tapa que le faltaba poco para abrazar la taza; y se habría abrazado, yo creo, de no haber preferido mantener las manos sobre los oídos, había elegido no ver ni oír nada en la ilusa esperanza de no enterarse así mucho de lo que le hacían, cuando el sentido del tacto iba a informarle, el dolor y el daño se lo dirían.

Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza —y se le quedaba algo atorada— cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además éste tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma —'Lo va a ahogar, le inundará los pulmones', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'—, y se me ocurrió que en todo caso bastaban dos dedos de líquido, un charco, para sumergir boca y nariz y así conseguir que alguien ya nunca más respirara; y que la momentánea subida del nivel del agua, con cada descarga, le traería a Rafita una segura sensación de ahogo, o de atragantamiento al menos; y eso que era el lavabo de los discapacitados: con suerte no habría resto de olores fétidos, con aún mayor suerte no se habría estrenado.

'No quiero ver a Tupra como a Sir Deatb, el Caballero Muerte', pensé, 'con sus fríos brazos de disciplinado sargento, brioso y atareado siempre; pero así empiezo ya a verlo, por la insistencia de sus capacidades y por el variado despliegue de sus amenazas, decapitación, estrangulamiento, ahogamiento, ya van tres, cuántas más quedan, con cuál va a quedarse a la postre si con alguna se queda, cuál escogerá para culminar su obra o su quehacer de experto, cuál será ya cumplimiento y hecho y ya no amago ni tentativa.' No lo hundía en el agua durante mucho rato, a De la Garza, luego tampoco parecía ser esa la forma definitiva, aunque en cualquier momento podía cambiar de idea y tan sólo le haría falta dejar pasar los segundos, unos cuantos más, unos pocos, esos que tan de prisa transcurren habitualmente que ni reparamos en ellos habitualmente, sobras del tiempo, sólo había que dejarlos pasar con la cara de mi compatriota pegada al agua —nariz y boca, eso bastaba—, y así vida o muerte a menudo dependen de los desdeñables segundos que se desperdician o de centímetros tan escasos que muchas veces se regalan, o se conceden al rival de balde —los que renunció a recorrer la espada—. 'Dos esbirros me sumergieron cabeza abajo y me ahogaron en una tinaja de tu nauseabundo vino, pobre de mí, pobre Clarence, agarrado por las piernas, que quedaron fuera e intentaron patalear ridiculamente hasta la borrachera última de mi garganta, traicionado y humillado y muerto por la infatigable astucia de tu lengua negra y deforme.' Pero aquello no era vino en barril estancado sino agua azulada que caía a chorros, y él no era George, Duque de Clarence, sino el tarado idiota de De la Garza, y no éramos nosotros dos esbirros y aún menos de rey asesino. O quizá yo sí lo era de Tupra o Reresby, recibía pequeñas órdenes del primero a diario, y las del segundo, aquella noche, eran más grandes y de una índole no prevista, distinta de la consentida por la remuneración de mi trabajo, me habían sacado de mis cometidos o habían forzado mi compromiso, bien que nunca escritos ni estipulados, nunca muy claros. O acaso sí éramos esbirros ambos aunque yo lo ignorara, del Estado, de la Corona, del MI6, del Ejército, del Foreign Office, del Home Office o de la Armada, podía yo estar al servicio de un país extranjero sin darme del todo cuenta, en mi sueño de extranjería, y tal vez de una manera en la que jamás habría aceptado estarlo al del mío. O podíamos ser esbirros de Arturo Manoia (según Pérez Nuix nuestros patronos eran variables, en aquellos días), y estar allí machacando a Rafita por exigencia suya y para resarcirlo, no sabía cómo se había tomado el retorno de su mujer a la mesa con la mejilla cruzada por el sfregioo chirlo, ella había salido a divertirse y bailar y regresaba con una marca, seguro que eso a Manoia no le habría hecho ninguna gracia. No cabía confiar en el maquillaje.

De pronto sonó una musiquilla ratonil, raquítica, como de teléfono portátil al que están llamando, tardé un poco en reconocer —no era sencillo— los acordes más sobados de un famoso y españolísimo pasodoble, debía de ser el archimanido 'Suspiros de España' al que tanto recurren en mi país los novelistas y los cineastas para crear cierta emoción de mala ley y barata (los izquierdistas de letrero en la frente lo aprecian tanto como los criptofascistas), una cosa inaguantable, tenía que ser esa melodía la que hubiera elegido para su móvil la pedantería racial de De la Garza, pobre De la Garza, hacía nada yo había pensado 'Es que le daría de tortas y no acabaría', lo había pensado en la pista y también luego, con lo de los cordones, y acaso alguna otra vez antes; pero eso era un decir, una forma de hablar figurada, en realidad es muy rara la vez en que uno quiere decir literalmente lo que está diciendo y aun lo que está pensando (si es un pensamiento lo bastante formulado), casi todas nuestras frases son de hecho metafóricas en sí mismas, el lenguaje sólo es aproximación, tentativa, rodeo, hasta el que usan los más brutos y los más iletrados, o puede que el más metafórico justamente sea el de ellos, quizá sólo se salven el técnico y el científico, y aun así no siempre (los geólogos son muy coloristas, por ejemplo). Ahora yo veía cómo le daban de golpes —no de tortas, Tupra todavía no lo había agredido ni una vez con sus manos directamente, ni siquiera con los guantes ya puestos, se le estaban mojando, a la basura irían— y estaba muy asustado y conmocionado, no sólo por desconocer hasta dónde le haría daño, si se convertiría del todo ante mi vista en Sir Deatho en el Sargento Muerte o si se quedaría nada más en Sir Blow, no era poco, en el Caballero Golpe, o en Sir Wound, el Herida, o en Sir Thrashing—en todo caso ya era Sir Punishment, el Caballero Castigo—, ninguno era agradable de descubrir en un allegado, y lo era aún menos contemplar sus actos; sino porque la infinita costumbre de ver violencia en las pantallas, y de que cada puñetazo y cada patada en ellas suenen como truenos sin rayos o estallidos de dinamita o edificios al desplomarse, nos ha llevado a creer en un carácter algo venial de la violencia, cuando su naturaleza no es venial nunca, y asistir a ella en la realidad, percibir sus emanaciones de cerca, notarla físicamente, palpitante, al lado, oler el inmediato sudor de quien se agita y hace esfuerzo y de quien se encoge y tiene miedo, oír el crujido de un hueso al desencajarse y el chasquido de un pómulo roto y el jirón de la carne al rasgarse, ver trozos y desprendimientos y que nos salpique la sangre, todo eso no es que horrorice, es que pone malo a cualquiera, literalmente enfermo, excepto a los sádicos y a los habituados, a los que conviven con eso a diario o cada poco tiempo, y, claro está, a los encargados de ejercerla profesionalmente. Hube de suponer que Tupra pertenecería a estos últimos, lo había visto tan decidido y ducho, sus movimientos casi rutinarios.

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