—Tal vez los duendes duerman con los ojos abiertos, todos ellos. —Sólo se me ocurrió contestarle eso, como preparación de la broma o pulla; la risa me amenazaba, y no quería que él pudiera tomársela como un indulto ni un homenaje (tan engreído el agregado), así que le busqué, le improvisé otro cauce—: Tú deberías saberlo, con tu huevo de conocimientos sobre la literatura fantástica universal, incluida la medieval, Rafael. —Y fingí reírme por mi salida, en realidad me reía por sus observaciones salvajes. Sin embargo introduje otro elemento en seguida, para disipar el posible efecto hiriente de mi sarcasmo (luego fueron más bien cuatro o cinco las frases que me dio tiempo a decirle)—: Ojo, se te han desatado los cordones. —Y señalé hacia sus pies con el índice.
De la Garza miró hacia abajo sin cambiar de postura; ahora que se había repuesto del mareo, o del frenesí o el vértigo, debía de parecerle aproximadamente chic permanecer así, medio apoyado y medio agarrado a una extraña barra metálica cilíndrica, aunque fuese en un espacio prosaico y sin espectadores (a mí no podía considerarme impresionable). Se miró los zapatos de lejos, con un inexplicable gesto de conmiseración, como si no fueran los suyos sino los de otro —los míos—, y a continuación no hizo el inmediato movimiento esperable, de agacharse para atárselos. Tenía capacidad para sorprender, como todos los imbéciles mayúsculos, y por supuesto para irritar de nuevo en un solo segundo, y borrar de golpe mi risa abierta, mi sonrisa interior, mi condescendencia incipiente y mi delgado hilo de lástima.
—Anda, átamelos tú, que todavía estoy un poco borracho para ponerme en cuclillas, a ver si viene de una puta vez tu puto amigo con su puto chalequito y la puta raya que me habéis prometido. Y casi que me hagas doble nudo, venga, por si acaso. Qué te cuesta.
Quizá lo peor fue el estrambote, aquel 'Qué te cuesta'. Su puerilidad me sacó de quicio, su señoritismo. La mera idea de que yo pudiera tirarme al suelo de un cuarto de baño, por limpio que estuviera o lujoso que fuera, y anudarle los cordones a un inmenso capullo, artificialmente malhablado y que me metía en líos sin la menor ganancia (cuatro veces 'puto' o 'puta' son demasiadas en la misma frase, y sonarán falsas siempre)...; sólo que se le ocurriera, y lo sugiriera como algo natural, sin verle pegas ni el cariz insólito, algo factible...; que lo expresara además como antojo o casi como una orden, y ya me habían dado en aquel local chic e idiota unas cuantas, quien me pagaba y podía dármelas, o no podía, o hasta cierto punto...; y encima sin estar él impedido ni tullido ni nada, sólo que en aquel momento le daba bronca agacharse... Hay personas que no tienen límite y sorprenden siempre, por avisado que vaya uno, son personas imposibles. No sé qué le habría respondido o qué habría hecho o le habría hecho, no lo sé porque a tanto no me dio tiempo; aunque tal vez, pasados los segundos de estupefacción iniciales, quién sabe, me habría reído más todavía, por su desfachatez descabellada. Pero no me dio tiempo porque entró Tupra entonces, o Reresby aquella noche. Creo que cuando entró yo había vuelto a pensar, como mucho, el pensamiento único y breve y simple que ya me había llenado la mente al descubrir a la flagelante nuca en medio de la pista rápida: 'Es que le daría de tortas y no acabaría', debí de llegar a pensar eso cuando se abrió la puerta.
Habrían pasado los siete minutos anunciados por Tupra o tal vez diez o quizá doce, eran varias las cosas de las que se habría encargado, recomponer y adecentar a Flavia, conducirla hasta su marido, explicarle algo a él acaso, disculparse de nuevo por volver a ausentarse y dejarlos solos a ambos, a mí me tenía en otra zona ocupado, a lo mejor se quedaba él ahora con el agregado —pero en qué hablarían— y me enviaba a mí a la mesa a atenderlos. Vi en seguida, sin embargo —su figura apareció entera, como si dijéramos a la vez frente y espalda—, que traía su abrigo, no puesto sino echado sobre los hombros como un italiano o un español fantoche o acaso un eslavo pudiente, y que llevaba otro colgando del brazo, eran dos los abrigos, el suyo claro y otro oscuro, se me ocurrió que éste era el mío y así pensé que nos íbamos, que se había encargado también de recogerlos antes de acudir a nuestra improvisada y absurda cita en aquel lavabo de inválidos, para no entretenernos luego en el guardarropa, a la salida ( 'Don't linger or delay', quizá esa era la divisa de Reresby).
—¿Nos vamos? —le pregunté.
No me contestó inmediatamente, no tardó tampoco. Le vi sacar algo de un bolsillo y atrancar la puerta con ello, un papel muy doblado, una cuña de madera, un cartón, no distinguí lo que era en primera instancia, lo hizo en un amén, como si hubiera trabado mil puertas desde la infancia. Nadie podría abrir aquella mientras él no la liberara, vi cómo lo comprobaba empujando y tirando con fuerza, fueron dos movimientos seguidos y rápidos, noté una firmeza y seguridad especiales en cada uno de los que hacía, y hasta economía, en todos ellos.
—No, todavía no se va nadie —dijo entonces.
Parecía distraído, o más bien aún ocupado, su actitud era de trabajo. Dejó el abrigo oscuro tumbado sobre una de las barras metálicas, una baja a la altura de nuestras caderas, y el suyo, en cambio, lo colgó de pie de otra más alta, se lo quitó de encima como si fuera una capa, aunque la prenda carecía de vuelo, me pareció algo pesada y tiesa, como las muy sucias de los mendigos y las almidonadas. Pero ya nadie pone almidón, y a un abrigo menos. El suyo, además, era manifiestamente caro, flamante, de esos que subrayan la respetabilidad de su dueño y quizá en exceso la subrayan, casi como para recelar de ella.
—Ya era hora —se atrevió De la Garza a quejarse. Y añadió con su espantoso acento en la lengua de Tupra, dirigiéndose a él por tanto (era una provocación, era incendiario que se hubiera fijado en el chaleco de éste y lo escarneciera, dado cómo iba él de extremado, quiero decir de afrentoso al ojo)—: It was high time, you know. —En su boca resultaban reconocibles sólo las frases hechas, precisamente de tan cocidas y hechas, y era de los que añadían 'you know' a todo, eso delata mucho a los que de verdad no saben; por lo demás, bien yo estaba enterado, era incapaz de conversar en inglés, aquel mastuerzo, se perdía a la primera subordinada oída si no antes, y a él nadie podía entenderle que no fuera compatriota suyo, serlo era mi desgracia y no sólo en ese aspecto. Era como si ya se hubiera olvidado de por qué estaba allí en realidad, de que lo habíamos separado de Flavia para evitar que le dejara la cara como un santo sudario, de que estaba en deuda con nosotros y nos había ofendido, por así decir, en tanto que acompañantes y guardianes de ella, yo se la había presentado. Es la suerte de los ufanos, jamás se sienten responsables ni padecen mala conciencia porque son del todo inconscientes e irresponsables, los desconcierta y no se explican cualquier castigo o desaire aunque se los hayan buscado con inquebrantable ahínco, ellos nunca están en falta, y a menudo convencen a los demás, como por contagio, de ese convencimiento espontáneo suyo y acaban así librándose. No estaba seguro de que fuera a pasar eso esta vez. Pensé que a Tupra le sentaría mal aquel tono exigente, a De la Garza se le había ofrecido una raya, ni siquiera directamente sino por persona interpuesta (por compatriota y por casi intérprete), y en su feliz mentalidad de fatuo eso era suficiente para permitirse reclamarla siete minutos después, o diez o doce, era como pedir cuentas respecto de un favor o un regalo.
La sensación de peso que me había sobrevenido al levantarme de la mesa y encaminarme hacia los lavabos me aumentó en aquel instante; no la había perdido desde entonces, pero ahora se me acentuó, se me hizo más oprimente, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. Esta tercera mezcla no podía darse aún en Rafita, él no sentía amenaza. En mí se daba ahora, en cambio, más la segunda que la primera, ya no había sobresalto ni prisa como al ponerme en pie y apartar la silla para ir en su busca y la de Flavia, sino un presentimiento (no llegaba a presciencia) de represalia ya cernida, a duras penas evitable, como si la flecha estuviera en el arco y éste, aunque con hastío, se hubiera tensado al máximo, bostezante el brazo. Todo aquello seguía emanando de Tupra pese a ser yo quien lo soportara: el malestar, la ominosidad, la punzada del alfiler y el presagio de una malandanza. Sí, Reresby tenía que ser de los que no avisaban o sólo cuando ya era inútil, cómo decir, cuando la advertencia es sólo parte de la acción punitiva que ya se cumple.