—Ah no sabes. —Y lo dijo en un tono pueril de perdonavidas, como si mi ignorancia fuera la prueba de su mundanidad superior (no se la discutía, patanes mundanos los hay a millares y van en aumento) y de su permanente instalación en lo chic que le importaba tanto (por mí podía morar en ese terreno hasta el mismísimo último día, yo no pensaba disputárselo, ni tan siquiera hollarlo)—. Ah no sabes —repitió. Estaba encantado de poder aleccionarme en algo, es un decir—. Se lo inyectan a lo bestia las tías con pasta, y bueno, ya también algunos tíos. Tu amigo seguramente, sin ir más lejos, me pega que se lo meta en los pómulos, en la barbilla, en la frente, y en las sienes, contra las patas de gallo. Ese Reresby tiene la piel muy compacta y sin arrugas, se debe clavar la hipodérmica cada pocos meses, la italiana dejará pasar sólo semanas, qué sé yo. Si se lo permiten.
Era verdad que Tupra tenía una piel inquietantemente lustrosa y tersa para sus años probables, de un bonito color acervezado o incluso a veces amelocotonado, pero nunca me había parecido que fuera gracias a ningún artificio ni tratamiento, o bien es que no solía ocurrírseme que los varones recurrieran a eso, no aún por aquel entonces. Quién sabía, sin embargo. Me estaba quedando anticuado en algunos aspectos: yo ignoraba la existencia de aquel bottoxy sin duda de otros productos, era sólo un ejemplo. Bueno, todavía seguía ignorándola, Rafita no era el más indicado para explicar bien nada.
—¿La hipodérmica? ¿Se lo inyectan, quieres decir inyecciones en toda regla, con aguja y todo? Qué es, ¿una cosa líquida, claro? Contra las arrugas. —Lo último fue una afirmación, también a modo de acostumbramiento. Me resultaba inconcebible, que nadie se hiciera clavar una aguja en la frente o en la barbilla (lo de las sienes no era creíble) sin verse obligado a ello por imperiosos motivos, y además, aquella palabra... Si de algo tengo sentido es de las lenguas y las etimologías, supongo que me acostumbré a estar alerta y a deducirlas cuando enseñaba en Oxford y los estudiantes (por lo general malintencionados, chinchosos) me las preguntaban constantemente de los vocablos más peregrinos, tenía que improvisar a menudo, inventármelas sobre la marcha, cómo puede uno saber en mitad de una clase de dónde vienen 'papirotazo' o 'moflete', o cómo se originaron 'coscorrón', 'esgrima' o 'vericueto'. Ahora no pude evitar la sospecha de que bottoxfuera una contracción (tranquilizadora y de camuflaje, además de cómoda y práctica) de 'botulin toxin' eninglés, es decir, de la toxina botulínica tan peligrosa y temida y que, según me había contado Wheeler, el SOE había traído ex profeso de América en plena Guerra para impregnar con ella y emponzoñar las balas que le dispararon a Heydrich en el atentado de 1942 en Praga, y que fue lo que a la postre le causó la muerte a la que tanto se resistía, su voluntad no se le iba. 'Es demasiada coincidencia para que no sea eso. Bottox', pensé. 'Y si lo es, qué locura, inocularse veneno para no envejecer, o bueno, para aparentarlo, habrá de ser en cantidades muy medidas, mínimas. Pero qué fácil sería que se le fuera la mano al practicante, en la dosis. Y qué antigua ya esa palabra, "practicante", era normal en mi infancia'—. ¿Bottoxno significará la toxina botulínica, espero? —le pregunté a De la Garza. Al ver su cara de brutalidad ignorante ya supe que no tenía ni idea, pero no esperaba tanta memez como la que encerró su respuesta, así que dudé si era fingida o si es que le había aumentado con la semiborrachera y el reciente zarandeo de la música bestia. No era tan cabestro, pese a todo, como para sufrir tal confusión indeliberadamente.
—Esto no tiene nada que ver con la bulimia, tío —me contestó el muy mendrugo—. Ni con la bulimia ni con la anorexia. —Había apoyado una mano en una de las extrañas barras cilíndricas del lavabo espacioso y limpio; en la única fija, de hecho, para su suerte: sin duda le venía bien para no vencerse mientras aguardaba su prometida raya.
—No bulímica, hombre. Botulínica. Del botulismo, ya sabes. —Seguía mirándome con expresión muy ignara—. El botulismo, esa enfermedad que se coge al comer alimentos en mal estado, o conservas mal envasadas, ¿no has oído hablar de eso? —Me sabía esa etimología, así que se la solté, no digo que no fuera por devolverle su anterior tono de aleccionamiento—: Carne, o pescado, no sé si también fruta; pero pasaba sobre todo con los embutidos, y de ahí el nombre: 'botulus'significa en latín 'embutido'.
—No sé de qué me hablas, ni puta idea, lo que es no me lo preguntes, ni de dónde lo sacan. Pero no me pega que en esto entren ni salgan los chorizos ni las butifarras, oye. Esto va de una sustancia que se la inyectan y creo que les paraliza los nervios y entonces apenas si hacen gestos, se les van las arrugas mientras les dura el efecto y no les sale ninguna nueva, bueno, ahí donde se lo pinchen, claro. Pero vamos, es así, yo conozco a varias: ¿que una tía tiene la frente hecha un pergamino? Pues inyección al canto y a presumir de lisa como si fuera de mármol, una estatua. ¿Que tiene como un acordeón las mejillas? Pues les suelta unas dosis de paralís y a exhibirlas bien frescas y tersas. Lo único malo es que, al quedárseles paralizados los nervios, se les insensibiliza toda la zona, por eso la italiana ni se habrá enterado de que le daba con esto —se tocó la redecilla como si fuera una crin—, y también se les queda una expresión rara, como de piradas. No pueden mover bien nada, así que se las ve muy lozanas y prietas pero también muy tiesas, a lo muñecona, con cara un poco de bobas y locas. No sé si te has fijado en esta actriz, la exmujer del otro que está con la nuestra, joder, se me ha ido cómo se llama, esa con cara de alta, a mí me da que esos ojos tan fijos que se le han puesto son por el bottox, y como puntiagudos, ¿no? ¿No la ves como grillada de cara? Se lo debe meter en los pómulos y en las patas de gallo, a litros, es como si no pudiera ni cerrar los ojos, lo mismo duerme con ellos abiertos. Y como esta Flavia, joder. Según el ángulo parece un duende.
Allí estaba de pie dándome una charla absurda, sobreponiéndose a su leve mareo sin gran esfuerzo, con su aspecto pretendidamente fantasioso y moderno pero en realidad sólo irrisorio, todo él era un chafarrinón, una figura de farsa, había anunciado que se iba a quitar la peineta y aún no había hecho ni amago, y su rígida chaqueta gigante, los cordones de los zapatos sueltos. No pude evitar sonreírme, y me cruzó un hilo de lástima. De la Garza era inaguantable desde cualquier punto de vista, lo que se llama un plasta, y de los que avergüenzan; pero no era antipático, como no suelen serlo los de su estilo, he visto a muchos desde la infancia, son risueños y aun cariñosos formalmente, resultan desconsiderados y obscenos porque van siempre a lo suyo y se les nota incluso en la adulación o en el servilismo; pero en el fondo no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan y en general creen lograrlo, no tienen capacidad ninguna para darse cuenta de que fastidian, para percatarse de que están de sobra, son engreídos y eso no lo conciben, viven en una ufanía permanente de sí mismos, no pillarán una indirecta nunca ni casi tampoco las más rudas directas, y así se hace trabajoso ahuyentarlos. Y luego, lo del acordeón, y los puntiagudos ojos de la diva del cine, y las facciones de duende de la señora Manoia (era cierto que, siendo muy gratas, se aparecían en algún momento picudas, hieráticas), todo eso me hizo algo de gracia, también me llevó a pensar que en su sandez había fallas, en la práctica es difícil encontrar a una persona que carezca totalmente de aciertos, sobre todo verbales —o digamos de singularidades—, a la gente se le ocurren siempre imágenes o expresiones o comparaciones chuscas, en el mejor sentido o en el más apreciable, que hacen sonreír o reír aunque sea por lo equivocadas, o por lo groseras, o por lo inconvenientes, pocas cosas tan cómicas como los patinazos y las meteduras de pata, qué más da si son con uno. Quizá por eso todo el mundo habla tanto y cuesta tanto guardar silencio, porque en casi cualquier habla acaba por asomar algo de gracia, no es sólo callar lo que salva, a veces es lo contrario y de hecho esa es la general creencia, una estela de Las mil y una noches, su heredada idea entre los hombres de que nunca hay que perder la palabra ni que terminar el cuento, rajar sin fin y no parar nunca, pero ni siquiera para contar historias ni para persuadir con razones o con cizañas, a menudo nada de eso hace falta, puede ser suficiente con entretener el oído ajeno como si se vertiera en él música o se lo arrullara, y así evitar que se nos marche. Y eso puede bastar, para salvarse.