'A usted tampoco se le ocurre nada, Peter.' Ahora le hablé sólo a él, directamente, fue confirmación más que pregunta, pero también, me di cuenta, una tentativa de hacerle expresar algo verbal sobre aquella sangre o no sangre que yo había visto o no visto, algo con su propia voz y no a través de la señora Berry, que se había adueñado de las conjeturas y de las respuestas. En realidad no había nada anómalo en ello, era lo lógico, el mantenimiento de la casa corría a su cargo, como su pulcritud o limpieza y sus desperfectos y manchas. En inglés era la housekeeper, literalmente la que conservaba o guardaba la casa.
'No.' La negativa de Wheeler vino en el acto, no es que estuviera ido, o que no prestara atención a lo que se hablaba. Su mirada iba viajando, pero no estaba perdida. 'Es muy extraño, en efecto', repitió, aunque él no le dio a la frase la entonación concluyente de su ama de llaves. 'That's very odd indeed', eso fue lo que dijo en su lengua, como si fuera una convención tan sólo, una manera más o menos aceptable y para mí no ofensiva de dejar la cuestión suspendida en el aire, o de enviarla sin más al limbo, donde nada ha lugar ni hay ningún caso, porque de lo de allí no se ocupa nadie. Desclavó su espada, la sostuvo un momento en alto con ambas manos como para asestar un mandoble, y a continuación dio media vuelta para regresar a la mesa y acabar el postre. Para mí fue la señal de que ahí debía pararme, abandonar, resignarme. Descendí el tramo de la escalera, dejé pasar a la señora Berry, fuimos tras él, sólo añadí una cosa más al respecto:
'Tuve que utilizar mucho algodón, para sacar la mancha. No les quedará ya demasiado, convendrá que lo repongan pronto. Y con el alcohol lo mismo.' Eso les dije. Me pareció justo advertirles. Y no fueran a creer que hasta eso eran figuraciones, o que también me lo había inventado.
Ahora veía otra posibilidad, se me ocurría otra ahora, al salir del lavabo de damas o más bien fue luego, esa misma noche pero horas más tarde, cuando trataba de conciliar el sueño y no acababa de conseguirlo, a lo sumo una duermevela pensante durante la que estuve pensando cuanto se me había alumbrado y yo había aplazado en el curso de los sucesos. Debió de ser más entonces, porque llevaba prisa y la vista aguzada hacia lo exterior tan sólo cuando salí del lavabo, donde sin embargo me surgió la ocurrencia sin duda, esa idea nunca habría cruzado la cabeza de Wheeler ni la de la señora Berry, de hecho no pasó por la mía hasta aquel momento, tras haber visto sentada en la tabla a la mujer de los abundantes muslos, no, eso hace concebir gordura y no la había, cómo decir, era imponencia, era formidabilidad, era presencia. Era llamada. 'Una mujer no lleva bragas', pensé; 'aunque sí lleve medias, pueden ser de esas que se venden ahora, que llegan hasta la mitad del muslo como las de antes y se sujetan con un elástico que hace las veces y la imitación sin gracia de las antiguas ligas, usaba de ésas aquella inminente heredera consorte que se quedó una noche a desayunar en casa y cuyo teléfono móvil parecía una obsesión o un objetivo bélico para su aún premarido pero ya postcornudo, o al menos las usó esa vez única en que la vi quitárselas o se las quité yo mismo, de la vicisitud ya mal me acuerdo.' Rememoré y pensé eso echado en la cama, poco interesado en rememorarlo, fue del todo involuntario. 'Una mujer no lleva bragas en la cena fría de Wheeler, algunas tienen a gala prescindir de esa prenda para sentirse muy drásticas y radicales, o lo hacen ocasional y provocativamente para arriesgarse a ser vistas si visten falda mediana o corta y va a haber muchos testigos (una reunión, un banquete, un estreno, una clase si son estudiantes, y el profesor varón siempre está enfrente), o para incordiar a un marido al que de camino a la fiesta informan del detalle íntimo y que se inquieta por ello, o para que brote un deseo fugaz y primario donde no lo había ni quizá iba a haberlo —una vislumbre, un relámpago— y así pueda luego hacerse persistente y elaborado —una condensación, un crecimiento—, no pocas aprendieron esto de aquella película célebre con la actriz Sharon Stone y el cara de bruja hijo de Douglas.
Esa mujer sube al cuarto de baño del primer piso, está ocupado el de abajo, o acaso sube en busca de una habitación vacía en la que ya espera alguien o a la que acudirá ese alguien al cabo de un minuto o no llega, un encuentro acordado pero afanoso y rápido, lo que se llama gráfica y vulgarmente en mi lengua un mete y saca y en inglés un quicky(en verdad muy vulgarmente: no importa, el pensamiento es más vulgar que el habla, o lo es en los que tendemos a evitar la vulgaridad verbal para que así tenga sentido cuando incurramos en ella), en esos lances viene de perlas la ausencia previa de bragas, aunque tampoco sean éstas un impedimento, basta apartarlas con un par de dedos y con delicadeza —cuidado con pellizcar nada—, a la altura apropiada. Sube esa mujer con falda, suenan sus tacones altos sobre la tarima o no suenan sobre la parte alfombrada, y tiene la mala suerte —o es peor para el anfitrión, según se mire, o para un invitado con mejor ojo que el resto— de que justo entonces, al llegar arriba y detenerse un instante buscando con la mirada la puerta adecuada o la convenida, le hace acto de aparición la regla —sin duda ya presentida, pero no tanto o no lo bastante— en forma de gota que cae al suelo al no haber tela ninguna para frenarla; pero la cosa es aún incipiente y es sólo una gota, la primera, una sola, no ha lugar a reguero porque no es un flujo y no continúa inmediatamente, y así ella puede no darse cuenta del advenimiento hasta un poco después, cuando ya ha entrado en el cuarto de baño y puede ponerle provisional remedio o cuando el hombre que la esperaba nota esa humedad distinta o más cálida y ya se ha manchado, la mancha sobre la madera queda allí inadvertida y por eso no se limpia hasta bien entrada la noche, cuando yo subo a buscar un libro y al bajar ya con él la descubro, la veo, y pienso que no debo dejarla ahí una vez que sé que existe: me toca a mí, toca quitarla o si no podría resbalarse Wheeler con ella por la mañana —aunque para entonces se habrá secado—, y a su edad no podemos permitir que se caiga, más vale ahorrarle cualquier riesgo y salvarlo.'
Mi antiguo compañero Comendador había pensado en la posibilidad menstruosa con más rapidez que yo, pero él tenía una joven delante cuando vio la sangre, y también observó gotas rojas minúsculas en su camiseta y otra más grande en su sábana, lo tuvo más fácil para ocurrírsele, y además nunca sabríamos, él seguro y yo muy probablemente, si esa era la explicación acertada para nuestras respectivas manchas, sí lo sería para las de la mujer del gabinete —baldosa y zapato blanco— que se había conducido con tanto cuajo. Pero quién sabía.
De pronto me encontré haciendo memoria de qué mujeres llevaban falda en la cena de Wheeler (fue también medio involuntario, o quizá es que cualquier recuento atrae siempre al parcial sueño): desde luego Beryl y muy llamativa, que además bien podía haber prescindido de la prenda íntima a tenor de la avidez con que De la Garza trataba de poner la vista, sentándose en un pouf muybajo, a ras o casi de sus patas largas (muslos como toboganes por los que deslizarse, había dicho el muy loco); y también le pegaba haber querido incomodar a Tupra con ese rasgo de descaro (no se lo habría comunicado hasta ya cerca de Oxford, en el automóvil), o haber pretendido reseducirlo, pese a su desdén aparente, de un modo elemental y tosco, sin rozarse apenas y a relativa distancia, sin esfuerzo personal, psicológico, sentimental, biográfico, nada más que animalesco, que viene a ser sin esfuerzo alguno. Llevaba falda la señora Fahy, esposa del historiador irlandés soporífero Profesor Fahy, así como la alcaldesa laborista y aciaga (por matrimonio) de las desdichadas poblaciones de Eynsham o Ewelme o Bruern o Rycote, o quizá de aquella con peor fama en el Oxfordshire desde la lejana época del poeta Marlowe, Hog's Norton; pero ambas damas habían sobrepasado con creces el tiempo concedido a los regulares advenimientos, al igual que la propia señora Berry, que era claramente más joven que Wheeler pero no tanto como cuatro decenios ni siquiera tres ni dos y medio, de hecho me dio instantánea vergüenza pensar en ella o en ellas (sobre todo en ella, la conocía y la respetaba desde hacía siglos, aún al servicio de Toby Rylands) en semejante circunstancia a sus años, quiero decir en sociedad y sin bragas, la idea me suscitó gran rechazo, más que nada por irreverente, y un poco de compasión hipotética, me afeé mis cavilaciones. En cuanto a la Deana de York que había provocado delirios zafios en De la Garza ('Joder joder, esta tía está pistonuda', había dicho el anormal completo), resultaba aventurado pronunciarse sobre el actual influjo de la luna en su cuerpo, la viudez difumina la edad y engaña bastante, hace mayores a las muy jóvenes y rejuvenece a las ya talludas; asimismo vestía falda, y yo habría dicho que anticuadas enaguas y aún más anticuada faja, y por tanto no creía que la inaccesible dowagerde un clérigo renunciase nunca a ropas más fundamentales (quizá ni siquiera en su cama a solas, no digamos en casa ajena y en compañía nutrida). Alguna había con pantalones, pero esa no fue Harriet Buckley, la Doctora en Medicina recién divorciada y que según Tupra podía estar más dispuesta aquella noche a hacer averiguaciones sobre el terreno que Beryl y que la señora Wadman (este nombre sólo supuesto); yo no había estado atento ni había hablado con ella más allá de las presentaciones, pero no le faltaba a esa Doctora cierto atractivo básico, y en realidad fue un milagro que no hiciera estallar su falda, no por gorda ella sino por estrecha y ceñida y ajustada la falda (en verdad se necesitan estas redundancias para dar idea de cuánto), y en toda la cena no se quitó unas gafas que le conferían un aire distraídamente vicioso, como de secretaria pimpante en una comedia norteamericana de los años cincuenta (luego secretaria fantaseada); la Doctora desbragada me pareció una idea aceptable o al menos no me causó dentera ni muy mala conciencia (sólo una pizca), como tampoco Beryl a pelo ni una jovencita que pululó por allí aburrida a lo largo de la velada y que nunca supe quién era, seguramente la hija estudiante de alguno de los convidados, podía serlo de la propia Buckley: en todo caso me la había figurado caprichosa y atrevida de lejos, y le había notado en la boca un aviso de indecencia (incisivos separados; labios que jamás lograban estar del todo cerrados ni ocultar, en consecuencia, aquellos dientes procaces); no creí que fuera abusivo imaginarla aligerada, quiero decir bajo la falda.