Mi mirada fue fugaz pero no velada, no fue inglesa ni de nuestra época como en apariencia lo había sido aquella mañana ante Pérez Nuix con toalla, ella estaba sin ropa de cintura para arriba y aquella joven lo estaba —para mí era joven, treinta y cinco, ese fue el cálculo— de cintura para abajo, tuve la sensación momentánea de concluir un rompecabezas pero con un encaje algo cubista, como si se completaran la una a la otra con no cabal armonía (eran tan distintas), y además se completaran sólo en sus mitades desnudas, no en las vestidas. Así que mi mirar no duró nada, pero durante esa nada fue el que sí mira, no fingí que ella estuviera de pie y con la falda bajada, y sin que yo supiera por tanto si debajo llevaba o no nada. Me miró a su vez, al decir su frase. No con desafío, no con coquetería ni con salacidad desde luego, no con reproche ni con sarcasmo, sino con expresión bromista y claro está que sin pudor alguno, como si no le importara dejarse ver en aquella postura de poco garbo a cambio de hacer una breve gracia y desconcertarme y turbarme (por añadidura esto último, no era fácil que lo hubiera previsto sin ni siquiera conocer mi cara, podía haber sido un osado y haber respondido con dos pasos al frente), ella debió de captar más que nadie el lado cómico estúpido de mi exposición o pregunta, dirigida simultáneamente nada menos que a ocho mujeres guarecidas u ocultas, sin duda con el respingo incrédulo interrumpieron su función todas ellas, estaba seguro de que en el instante de sonar mi voz dejó de caer todo líquido en el interior de las ocho tazas, una retención colectiva refleja, una obturación, un párpado, un mismo músculo represor contraído, y a eso, por suerte, no se habría podido sustraer tampoco la mujer que sí había aguantado con las piernas entreabiertas imperturbables en el primer momento y en los que siguieron —uno, dos, tres, cuatro; y cinco, eso duraron el chirrido de la portezuela y sus cuatro palabras provocadoras, 'Ven tú a verlo'—, y también en los que vinieron luego —cinco, seis, siete, ocho; y nueve; o diez, eso debieron de durar mi pasmo, mi fotográfica memorización de la imagen, mi agradecida respuesta y mi movimiento resuelto para cerrar la puerta—; y en esos diez segundos también me dio tiempo a ver lo más turbador de todo, una gota de sangre caída en el suelo del gabinete, o bueno, eran dos, pero la otra, más chica, le manchaba el zapato izquierdo como una lenteja, no sería grave, parecían de charol aunque blancos, de tan brillantes y lisos, o de porcelana, sería muy sencillo quitar esa diminuta mancha de superficie tan pulimentada, si se daba ella cuenta de que la llevaba.
Pensé de inmediato lo que habría pensado casi cualquier hombre, solemos ignorarlo todo sobre las menstruaciones —hemos visto su huella sólo en alguna colcha o en alguna sábana, yo al menos he procurado ignorarlo—, hasta si puede caer una gota al suelo o más que eso inadvertidamente, en el caso de estar una mujer de pie con falda, sin bragas, y sin tener a mano compresas ni sucedáneos, algodones, kleenex, algún papel absorbente o quizá secante como para la tinta —no, eso es impensable, idiota, eran rígidos y de color rosado, no he vuelto a verlos desde la infancia, desde los tiempos en que mi madre nos contaba el cuento—, no sabía una palabra de tales cuestiones pese a haber estado casado durante muchos años que ahora parecían menos al haber terminado, de la misma forma que jamás había visto a Luisa sentada orinando como se me había mostrado la desconocida, hay cosas que la convivencia no trae nunca, o es que la educación, la que yo tuve al menos, la que tuvo Luisa, impone límites naturales y tácitos a las confianzas, y rehuye las dejadeces siempre, e impide acabar siendo indiferente y perezoso testigo de lo que no debe uno serlo.
También Comendador, mi antiguo amigo del colegio tan torcido luego, había pensado en menstruaciones sobrevenidas cuando vio la sangre de aquella muchacha, sobre la madera y las sábanas y en su camiseta larga, la pasajera novia del camello Cuesta a la que creyó muerta tras su tambaleo y su tropezón y su golpe de frente contra una pared muy seco, había sonado como leña partida y en seguida le descubrió una brecha cuando quedó inconsciente, o para él difunta. Y más tarde había dudado de haber visto nada y hasta admitió la posibilidad de haber tomado por sangre lo que tal vez era sólo cognac o vino o incluso una veta oscura del entarimado. Yo tenía ahora una desazón o problema en ciernes por culpa de aquel hombre tan afín a Comendador que me parecía él mismo en algunos instantes, Incompara su nombre, algo había además en esos dos apellidos que me hacía remitirlos el uno al otro, o que en mi sentido particular de la lengua me los asociaba: Incompara, Comendador; Comendador, Incompara, no sé, como si fueran del mismo calibre o equiparables, recomendables ambos y comparables (para ir por el mundo con aplomo y brío y pisando fuerte, para eso recomendables).
Pero lo que me vino a la memoria como una ráfaga fue la otra mancha de sangre, la que vieron mis ojos, la de la escalera en casa de Wheeler que yo había limpiado a conciencia en mitad de la noche allí pasada, madrugada del domingo de hecho pero para mí noche del sábado, puesto que la jornada se me eternizó con libros y aún no me había acostado, me fui a la cama tan tarde o temprano que ya intuí la claridad del cielo, sosegado o arrullado por el rumor del río. Continuaba sin saber de quién o de qué había salido, aquella sangre, al día siguiente les había preguntado por fin a Peter y a la señora Berry durante el almuerzo, sin éxito: su respuesta tan decepcionante que empecé a dudar de la existencia de la gruesa gota cuyo cerco se me había resistido de noche, reacio a desaparecer y borrarse (y esa incertidumbre futura ya la había yo previsto, hasta cierto punto: de cuanto cesa y no persiste puede uno dudar siempre, luego de todo, porque nada es nunca presente interminablemente, o lo son sólo los astros y las estaciones y yo quiero decir: nada humano); así que me pasó un poco lo mismo que a Comendador en su día, que desconfió de la realidad de las varias manchas que en su pánico había visto en aquel piso. Pero yo no sentía pánico cuando descubrí la mía, en lo alto del primer tramo de la escalera de Wheeler, aunque sí había bebido y andaba algo febril de palabras y aun de la vigilia tan larga, con mis muchas lecturas nocturnas encadenadas y los recuerdos de mi padre entremezclados, más los suyos que los míos: 'colaborador asiduo del diario moscovita Pravda; enlace, acompañante voluntario, intérprete y guía en España del bandido Deán de Canterbury; conocedor de la entera trama de la propaganda roja a lo largo de la contienda', de todo eso había sido acusado, ideas de su mejor amigo cuyo rostro él no supo ver, el del mañana que llegó muy pronto, casi hoy mismo. Pero ahora eran también recuerdos míos, a veces tenemos algunos que solamente son de oídas, o heredados. Como las piernas de mi princesa de cuento entre otros seis o trece o veinte pares.
Debía salir ya de aquel lavabo inadecuado y lleno o que no me correspondía, fuera se estaría formando más cola, llevaba allí un par de minutos durante los que no había entrado ni salido nadie, las mujeres de dentro entretenidas, las que había a mi espalda, en la zona de espejos, reían ya abiertamente la mayoría tras escuchar mi cruce de frases con la caribeña sedente —cubana, puertorriqueña, nicaragüense, o más sureña, colombiana o venezolana o hasta brasileña; o española, también eso era posible—. No fui capaz de no advertírselo, a una joven de tan poderosos muslos que ya entonces supe que se me representarían más tarde, incluso en otras noches o días. Tenía ojos muy rasgados, eso me dio tiempo a verlo, no el color, sí las aletas de la nariz algo anchas, o eran unas fosas nasales demasiado aireadas o ambas cosas, me hizo el efecto de una de esas bellezas con cara de exhalación involuntaria, abundan hoy mucho en todas las razas, quizá sea uno de los modelos de nariz más solicitados por quienes se la operan, casi nadie anda contento con la suma de sus facciones. Así que le dije a través de la portezuela ya de nuevo cerrada, de hecho con mi mano izquierda sujetando aún el pomo para que no se abriera otra vez sola (el pestillo por su lado, por dentro, y no la había oído volver a echarlo), o no insistiera ella en abrírmela, quién sabía: