Y así llegamos a un dominio en el que lo de menos es que las cosas sean o no sean de hecho, porque siempre podrán contarse, al igual que se acaban por relatar todos los sueños mal que bien, o a trompicones, aun los más enrevesados y absurdos —por contarse mentalmente al menos, o no son sintaxis siempre—; y en esa medida cuanto pasa por el pensamiento ya ha sido; y cuanto lo precede o le es previo, eso también ha sido. De qué sirve entonces la atenuación y nebulosidad de lo que ocurre y hacemos fuera o muy lejos, en otra ciudad, en otro país, en la existencia imprevista que no parece pertenecernos, en la vida teórica o entre paréntesis que tenemos la sensación de llevar y que hasta cierto punto nos anima a pensar sin pensarlo, subterráneamente, que nada de lo que contiene ese tiempo es irreversible y que todo tiene cancelación, vuelta, remedio; que no ha pasado más que a medias y sin nuestro consentimiento pleno. De qué sirve, si hasta lo que para un juez no ha pasado —el asesinato, si nos limitamos a planearlo; la traición, si no hizo más que tentarnos; la calumnia o la delación o la insidia, si sólo nos las figuramos con sus aniquiladores efectos sin ponerlas en circulación ni darles curso: 'No ha lugar, aquí no hay causa', diría el juez que viera esto—, sí ha pasado para nosotros y nos sentimos partícipes o responsables de ello. Más aún si se dedica uno a apostar y prever frivolamente, a mirar y escuchar e interpretar y fijarse, a retener y observar y seleccionar, a sonsacar, asociar, aderezar, traducir, a contar y dar ideas y a convencer de ellas, a responder y satisfacer la agobiante exigencia que jamás se sacia, 'Qué más, qué más ves, qué más has visto', aunque no haya ningún más a veces y uno deba forzar sus visiones o quizá fraguárselas con su invención y el recuerdo, es decir, conla infalible mezcla que puede condenar o salvar a la gente y que nos obliga a emitir prejuicios, o acaso son preveredictos. Más aún si uno es como yo o como Tupra, como Pérez Nuix o Mulryan o Rendel, como Sir Peter Wheeler y como fue Toby Rylands, si posee uno ese don que no es nada del otro mundo y que además sólo otros verán en uno, o le enseñarán a uno a asumir que tiene, y así con ello también a creérselo.
Me di prisa aunque Tupra no me mandara dármela, no con esas palabras. Me levanté y aparté mi silla un poco a un lado, por parecer muy resuelto. Juzgué que no hacía falta que me excusara, al fin y al cabo Manoia no me echaría de menos, no me hacía mucho caso ni andaba contento con mi trabajo; quizá sí me lo hiciera ahora, y con sus gafas bien caladas, sujetas, siguiera mis pasos hasta el límite de su campo visual, se olería o comprendería o sabría que iba en busca de su mujer y a traerla, hubiera o no entendido a Reresby; esta andanza mía le interesaría, y aún más su resultado, y hasta sentiría inquietud e impaciencia y se preguntaría por mí si yo tardaba en volver del paseo: if I did lingerpese a la recomendación de Tupra —o no, fue una orden—, si en contra de sus instrucciones me entretenía o me demoraba, si hacía el tonto o si fallaba. Todo eso podía pasar si no los encontraba pronto, si se habían metido en algún reservado para mí invisible y que De la Garza conociera por haberlo ya probado otra noche con alguna desesperada hormonal de últimas sobras —tanto como habitación oscura para gatear a tientas en el anonimato no creía que allí hubiera—, o si en efecto se habían largado del local visto y no visto —pero eso era impensable—, sin parar en el guardarropa siquiera —pero eso era inimaginable, un abrigo de mourmanski, Flavia nunca lo abandonaría—, yo tendría que salir a la calle entonces y otear a ambos lados y aceras y echar a correr tras ellos, si es que los divisaba —no quería ni figurarme lo que nos supondría perderlos, o haberlos ya perdido.
Me levanté con una sensación de peso sobrevenida, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. En verdad no temía que hubiera ocurrido nada de aquello, me parecía inverosímil que la señora Manoia pudiera haberse enturbiado con De la Garza, y además temerariamente, con su marido a dos pasos negociando con extranjeros. De Rafita sí cabía esperarlo, cualquier proposición grosera o avance fatuo, los cinco dedos, las dos manos, casi cualquier atropello. La única posibilidad de que se hubieran encaminado a un lavabo juntos se daba para mí en la modalidad maternal compasiva, esto es, que el agregado se hubiera sentido a morir sin aviso y hubiera necesitado ir a desagregarse de golpe cuanto había ingerido, por la misma vía oral de su agregación o entrada (la señora Manoia aguantándole con una mano la sacudida frente, vigilando que la redecilla no se le hiciera soga y lo ahorcase, entre tanta convulsión y arcada). No, no creía en ningún giro ni sucedido grave, no con el pensamiento fiable; y sin embargo sentí el peso en los muslos, el apretado nudo en la nuca, la carga sobre los hombros, como si previera (pero no hubo presciencia, no fue eso) que algo iba a acabar torciéndose a raíz de aquel episodio y que además iba a afearnos quizá para siempre o si no para largo, y me di cuenta inmediata de que el origen del presentimiento era más Tupra con su disimulo, con su hablar furtivo pero demasiado pronto para su tendencia contraria y remisa; que Manoia o De la Garza o Flavia, o que el grupo de españoles alborotadores con su saetista profundo, o que la circunstancia en sí, que aún no encerraba ninguna afrenta ni anomalía grande. O que yo mismo, desde luego, aunque la sensación fuera sólo mía, seguramente, en aquel momento de ponerme en pie para iniciar la búsqueda. El malestar, la ominosidad, la punzada del alfiler y el presagio de una malandanza, el contenido aliento —o acaso era la respiración sigilosa de quien se apresta a asestar un golpe, o era tan sólo plomo sobre mi alma despierta—, todo ello emanaba de Tupra, era como si él hubiera atravesado una frontera o trazado una raya súbita para cruzarla al instante, no tanto en su mente cuanto en su ánimo, y hubiera decidido ya un castigo, independientemente de lo que aconteciera a partir de entonces.
Quizá era de los que no avisaban, o no a veces, de los que tomaban resoluciones en la distancia y sin que sus motivos fueran apenas identificables, o sin que los actos establecieran con ellos un vínculo de causa a efecto, y todavía menos las pruebas de la comisión de tales actos. No las necesitaba, en esas arbitrarias o fundamentadas veces —quién podía decirlo— en que no mandaba la menor advertencia ni aviso antes de soltar el sablazo, ni siquiera necesitaba en ellas las acciones cumplidas, los acontecimientos, los hechos. Tal vez le bastaba con lo que sabía que se daría si en el mundo no hubiera coacciones ni impedimentos, con lo que él veía como capacidades seguras de las personas, que si no llegaban a desplegarse con toda su fuerza era sólo porque alguien —él, por ejemplo— las disuadía o se lo impedía, pero no por falta de ganas ni de cuajo en ellas, se lo daba por descontado, todo eso. Quizá le bastaba convencerse de lo que en cada caso habría si no lo frenaban él u otro centinela —la autoridad o las leyes, el instinto, la luna, el miedo, los invisibles vigías—, para adoptar medidas escarmentadoras si esas eran las recomendables, las que tocaban según su criterio. 'Es el estilo del mundo', decía ante tantas cosas y situaciones arduas descritas o relatadas o sucedidas o previsibles, durante nuestras sesiones de interpretación e informes (las decisiones eran sólo suyas y venían más tarde): lo decía ante las traiciones y las lealtades, las zozobras y la aceleración del pulso, los vuelcos y el vértigo y las dudas y los tormentos, ante el rasguño y el dolor y la fiebre y la herida incurable, ante las aflicciones y los infinitos pasos que todos damos creyendo que la voluntad los guía, o al menos que interviene en ellos. Todo le parecía normal y aun rutinario a veces, sabía demasiado bien que la tierra está infestada de fervores y afectos y de inquinas y malevolencias, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o que, como dijo Wheeler, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'. Y probablemente esa disposición suya tan drástica —o era sólo práctica, consecuencia de sus visiones nítidas, convencidas, firmes— era para Tupra un rasgo más de ese estilo del mundo en el que palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, no eran más que pretenciosidad y adorno y quizá innecesario tormento, al menos en lo que a él concernía; esa actitud irreflexiva, resuelta (o era de una reflexión tan sólo, la primera), también formaba parte de ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y no había por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el habla, o con cuanto se sabe que 'así es y así será siempre'.